Luego de pasar treinta años como bibliotecario, don Sereno Salazar había leído libros de todos los géneros y estilos existentes. Probablemente por eso, cuando se jubiló, ya no encontraba nada de interesante a los textos con los que procuraba matar su tiempo de ocio y dejaba de leerlos al cabo de unas cuantas páginas; sin embargo, él estaba convencido de que su pasión por la lectura no había menguado y consideraba que, a pesar de ciertas innovaciones y experimentos lingüísticos, los nuevos escritores ofrecían las mismas palabras de siempre, lo cual, a su edad, resultaba aburrido. Por otra parte, creía que los autores subestimaban a los lectores, pues escribían historias redondas, cerradas, sin permitirles asumir una parte de responsabilidad en la labor creadora.
Así, cansado de la monotonía de los libros, decidió escribir uno que, rompiendo toda lógica y normas de la lengua, representase un verdadero desafío para cualquier lector y, además, le permitiese involucrarse directamente en la creación de las historias y personajes.
Con entusiasmo y brío juveniles, el viejo bibliotecario inició su faena una lluviosa mañana de verano; pese a que esa jornada resultó infructuosa, pues desechó todas las páginas que escribió, comenzó la siguiente con optimismo y ansiedad. Del mismo modo, aunque cada vez con mayor frustración, todas las mañanas siguientes se instaló ante su vieja máquina de escribir, de la cual se apartaba muy avanzada la noche sin haber logrado redactar ni un solo párrafo que fuese de su agrado. Inventó neologismos e incluso llegó a desarrollar un nuevo, aunque rudimentario, lenguaje; combinó idiomas, interpolando palabras de distintas lenguas en una misma oración (“The brillo noir neste geist trasciende das lumière of la mia leven”, fue la frase que más le agradó, pero igual decidió descartarla cuando se dio cuenta que, de todas formas, su estructura sintáctica respondía a las normas del castellano). En fin, trató incansablemente de encontrar una forma de expresión novedosa durante el resto del verano, el otoño, el invierno y la primavera de ese y los siguientes seis años.
Decepcionado por su falta de creatividad, cayó en un estado depresivo que derivó en un súbito arrebato de alcoholismo. Así, eludiendo su frustración con centenares de botellas, pasó casi un año alejado de su proyecto; sin embargo, aunque esa era su intención, durante el sueño sufría terribles pesadillas en las que, reiterativamente, se veía nadando en un mar de letras hacia una isla con forma de libro que siempre se mantenía alejada, y ya cansado por el inútil esfuerzo, se ahogaba irremediablemente, tragando vocales y consonantes. Probablemente, la recurrencia de esa tortura onírica hizo que, súbitamente también, despertará un día sin ganas de volver a probar otro trago más, y con una idea fija en mente volviera a teclear frenéticamente hasta completar las setecientas cuarenta y dos páginas de su novela.
El libro, titulado QSZAWDXEFCRGVTHBYJNUKMILÑOP, fue rechazado por todas las casas editoriales, a pesar de todos los argumentos que don Sereno Salazar esgrimió sobre su originalidad y potencialidad. “Mi novela –repitió ante todos los editores– arremete contra la dictadura de cualquier lengua y, paradójicamente, posee la virtud de la modestia, pues despoja al autor, o sea a mí, de la propiedad intelectual, cediendo el derecho, e incluso el deber, de la creación a cualquier lector capaz de asumir semejante desafío y tan alta responsabilidad. Estoy seguro de que usted no ha leído el texto apreciando esto, y no lo culpo, porque estamos habituados a los libros que sólo utilizan el lenguaje para narrar historias convencionales, mientras que el mío utiliza las historias infinitas, potencialmente presentes en él, para configurar múltiples posibilidades de lenguajes; sin embargo, si tuviese la amabilidad de volverlo a leer…”.
Y no faltó algún editor indulgente que, ante la insistencia y convicción de don Sereno, volvió a mirar, intentando leerlo, el primer párrafo de la novela:
“Frquenrtzsdzagardtrdeesdespoaunrdntrmdoporltrrblprmongelcea
rsntdelesttuyeslsigncaydbeacimdlcrdsqtmospernntngrlmepñddsuee
xtllaqsuelysnvaclallgurrvidcsconsrvrvceluarbrusdssdidmgndfentrba
dsssarrallasnsieessspaosordflhstlsuioistdssieabrrardsparcntraaamu
ebacatbcmntcuebvpauenbormrgoaficxtroctbrñbnmenjedtedibrdddn
ntnatrntpeniundaqdñoididyotqaaprtaantdqtrscjownczmgadarbkara
lmoacargnshigtsnmerciolbrcldrountaflrerquecednlllprshgdrlrconnic
tyehzddaqntoftropcrmpipuercrrnlmr”.
“Señor Salazar, sin ánimos de ofenderlo –le dijo–, usted sólo ha escrito una sarta de letras sin ningún sentido”. “No me ofende –replicó don Sereno–, pero no deja de sorprenderme que usted, siendo editor y, por tanto, supuestamente un buen lector, no tenga la capacidad suficiente para penetrar en las ficciones que mi novela le ofrece y ser usted mismo el encargado de completarlas y dotarlas de sentido”. Con mucho esfuerzo, el editor mantuvo la calma y pasó por alto el ponzoñoso comentario del bibliotecario; no obstante, no pudo evitar la tentación del sarcasmo: “Tiene toda la razón, señor Salazar, yo no soy capaz de develar los misterios de su magistral novela. Estoy seguro que es una obra reservada sólo para mentes iluminadas como la suya. En todo caso, ya que mi negligente lectura no da la talla para comprender las ficciones de su inconmensurable libro, sería un honor que usted pudiera explicarme algunas, pues sin su guía volveré a cometer el error de considerar que su novela es una pelotudez absurda”. Don Sereno, que siempre fue ajeno a los complicados matices de la oralidad, agradeció las palabras del editor y ponderó su gesto de humildad. Lógicamente, sin demora alguna, procedió a explicarle la forma correcta de leer su libro: “Mi novela no cuenta una historia, sino que puede contar muchas historias, dependiendo de la creatividad y profundidad de quien la lea. Sólo para darle un ejemplo práctico, veamos como nace una ficción en el primer párrafo; dígame un mes, un apellido y un suceso”. El editor, un tanto desconcertado por la situación, casi sin pensarlo dijo: “Octubre, Montenegro y muerte”. “Muy bien, ahora concentrémonos por un momento en el primer párrafo”, indicó don Sereno, y clavó su mirada en la maraña de letras, imitado dócilmente por el editor, quien aún no salía de su desconcierto. Tres minutos después, el bibliotecario volvió a pestañear y con indisimulable satisfacción exclamó: “¡Qué historia más interesante! Cautiva, atrapa al lector desde la primera línea”. Antes de que el editor pudiese salir de su perplejidad, don Sereno tomó la primera página del libro y le dijo: “Escuche, voy a leerle el primer párrafo: Aquella tarde de octubre, la señorita Montenegro leyó en la borra del café la historia de su muerte; sin embargo, lejos de sentir miedo por la terrible premonición, se hizo servir varias tazas más para poder leer, con interés casi morboso, las otras páginas de su funesto futuro”.
La pose del bibliotecario, mirando fijamente al editor, con una sonrisa de supremo orgullo, implicaba una pregunta: ¿Está bueno, no? Recuperando el aplomo y el razonamiento, el editor jugó con el nudo de la corbata a tiempo de pararse para decir: “¿Bueno?, no sé; interesante, quizás, aunque no llego a comprender cómo es que usted pudo leer eso”. “No se apene –dijo don Sereno–, todo es cuestión de práctica; basta con enfocarse en las letras del párrafo y dejar fluir la creatividad. De manera natural, sin meditarlo mucho, las letras se combinan y generan el texto”. “Claro, explicado de ese modo, todo tiene sentido”, dijo el editor; antes de continuar con su comentario, dio un par de pasos alrededor de don Sereno, ubicándose frente a él. Si bien tuvo la intención de ser completamente honesto, luego de ver el orgullo irracional en los ojos del anciano, sintió compasión por lo que él consideró eran los desvaríos de una mente senil y, posando su mano en el hombro de don Sereno, sólo se atrevió a decir: “Mire, señor Salazar, su obra está dotada de unas características que en nuestra época no podrán ser apreciadas; yo ya llevo algunos años en este oficio y, por mi experiencia, le aseguro que no podrá encontrar a nadie que se anime a publicar su novela, no porque sea mala, sino porque sería imposible su comercialización, ya que no sería fácil hallar lectores capaces de asumir los retos que usted plantea. Tal vez si esperamos unos años, quién sabe…”. Don Sereno se puso serio y, asumiendo un aire de dignidad, no esperó que el editor terminara su comentario para decirle “Muchas gracias por su tiempo”, y salir de la oficina, tratando de mantener la cabeza erguida, con paso presuroso.
Aunque estaba bastante indignado por la falta de visión de ese editor, y de todos los demás a quienes había presentado su libro, llegó a tomar como ciertas –es decir, quiso hacerlo– sus palabras: “Como todas las obras maestras, mi libro sólo podrá ser apreciado por generaciones futuras”, pensó con convicción. Además, también lo consoló pensar que la motivación para escribir semejante obra no había sido el superfluo interés de complacer al público, sino más bien crear una novela que pudiera satisfacer su propia exigencia lectora. De ese modo, se recluyó en su casa para poder disfrutar de su creación, del único texto que podía captar su atención y asegurarle infinitas ficciones, tantas y tan variadas, como sólo su mente podía vislumbrar.
Cómodamente sentado en su sillón, empezó la lectura: “Poco antes de su nacimiento, extraños sucesos hicieron que su abuela creyera que su llegada al mundo estaba acompañada de excelentes augurios. Cosa distinta pensó el cura del pueblo, para quien la lluvia de flores, el llanto de la estatua y el suicidio del dictador sólo significaban mensajes del diablo”. Mucho tiempo le demandó completar esa historia, y cuando lo hizo, comenzó nuevamente desde la primera página: “Karen tardó diez minutos en atravesar la senda que separaba su hogar de la casa de los Domínguez; al llegar, dio tres toques a la puerta antes de que don Wenceslao la abriera y, sin vacilar, disparara la carga de su fusil contra ella, que cayó de bruces para morir en el umbral de su suegro”.
Así, al borde del centenario, no había parado de disfrutar de las posibilidades de ficción que su novela le proveía. Y probablemente habría seguido haciéndolo, de no ser porque una de ellas, horrorosamente autobiográfica, le hizo revivir noventa y ocho años de una soledad casi ermitaña que, como su libro, sólo podía tener fin con la muerte de quien estuviera imaginándola.