julio 28, 2007

Piratería urbandina


Hace años, la piratería de libros se realizaba rústicamente, de tal forma que al comprar alguno de estos textos existía una alta probabilidad de que tuviera páginas en blanco o que estuviera mal compaginado. Hoy en día, la calidad de los libros pirateados es bastante buena, por lo menos lo suficiente como para poder leer el texto entero sin sorpresas “editoriales”. De todas formas, aún deben seguir circulando los truchitos de antaño que jamás llegaron a venderse; digo esto, porque hace un par de semanas, mientras caminaba por el Prado, me detuve ante la oferta pirata de un puesto callejero, pues me atrajo un título: “El evangelio según Jesucristo”, de José Saramago. Pregunté el preció y pagué sin objetar nada, ya que luego de una rápida revisión, me pareció que la calidad de la impresión bien valía los treinta pesos que desembolsé. Sin embargo, un par de días después, cuando mi lectura había llegado hasta casi la mitad del libro, me percaté de que faltaba una hoja (de la página 234, saltaba a la 237). Lógicamente, fui a reclamarle al vendedor, esperando que me diera un libro completo o me devolviera el dinero. El tipo revisó el libro página por página, a pesar de que ya le había señalado dónde estaba el error, y me lo volvió a dar, diciéndome: “Joven, sólo le falta una hojita, no tiene nada malo, se puede hacer contar esa parte”. Al escuchar semejante despliegue de descaro, casi me caí de espaldas y sólo hubiera faltado que apareciese sobre mí un “¡PLOP!” gigantesco para coronar la escena. Demás está decir que tuve que retornar al hogar con la versión incompleta del libro y con la bilis brotándome hasta por los oídos.

Peores chascos se pueden sufrir cuando se compra un DVD pirata, pues no es nada raro que en algún momento la imagen se distorsione o simplemente se detenga, aunque el sonido siga avanzando. También ocurre que –y muchos lo han debido experimentar– que el contenido del DVD ha sido filmado en una sala de cine, por lo que, además del audio de la película, se escuchan risas, murmullos, jadeos, carraspeos, crujidos de papas fritas o llantos de bebés; y por si eso fuese poco, de tanto en tanto la sombra de los espectadores con vejiga chica atraviesa la imagen y, si la escena es interesante, la sombra se detiene hasta que su propietario sacia su curiosidad. Como en los libros, de nada sirve reclamar; los piratas siempre tienen un argumento para justificar los defectos de lo que venden: “¿Me puede cambiar esta película?”, dije con suprema ingenuidad. “¿Por qué’ps?”, me respondió. “Porque la calidad no es buena; la peli la han filmado en un cine”. “No creo, joven; a mí me parece que la han filmado en varias calles o en un buen estudio”. “No te hagas al opa; sabes a lo que me refiero. Esta copia la han grabado con una filmadora dentro de un cine, por eso se escucha la bulla de la gente y se ven las sobras contra la pantalla”. “Aaaaah. Más bien usted ha tenido suerte y le ha tocado la versión para home theater”. “¿Quí cosaaaaaa?” “Sí, pues, joven; en esa versión se incluyen efectos especiales para que el que la mire sienta que está en el cine. En todo caso, me tendría que aumentar cinco pesitos, porque esas son más caras”. ¡PLOP! (mientras un cocodrilo invade una casa cercana).

Y la piratería ha extendido sus tentáculos hacia el rubro “servicios”. Un primo mío, que vive en un edificio del centro citadino, me mostró un volante mal fotocopiado que había sido introducido en su departamento por debajo de la puerta. Palabras más, palabras menos, el volante indicaba: “¿Estás cansado de la TV nacional? ¿No tienes dónde ver los partidos de la Copa Libertadores? Ya no sufras: ¡afiliate a Under Cable! ¡Por sólo 10 $US mensuales!...” Obviamente, mi primo se afilió; pagó, además del primer mes adelantado, otros diez dólares para cubrir los costos de instalación. Con eso, el gerente-propietario de Under Cable compró treinta metros de cable coaxial para “compartir” su conexión legal, estirándola hasta el departamento de mi primo y, seguramente, también hasta los de muchos copropietarios del edificio. Como el negocio le salió muy bien, al poco tiempo abrió un café internet en la planta baja del edificio y, casi inmediatamente, creó la empresa “UnderNet”: “¿Estás cansado del Dial Up? ¿Gastas mucho en teléfono cuando descargas música? Ya no sufras...”

Los piratas informáticos, debo reconocerlo, tienen cierta vena humorística. Lo comprobé cuando, al intentar instalar un software que adquirí por diez pesitos, apareció en la pantalla una llamativa presentación que explicaba cómo hacerlo, mostraba el número de serie para activar el programa y, con letra de menor tamaño, decía: “Si tiene problemas con la instalación o el software no funciona, escriba a mecagoenvos@pelotudo.com y quéjese con su abuela, carajo”. Por suerte, pude instalar el programa sin problemas, ya que dudo mucho que ese fuera el mail de mi abuela y, menos aún, que ella hubiera querido devolverme mi plata.

En fin, en defensa de los piratas urbandinos, debo decir que gracias a su laburo muchos pueden acceder a la música, el cine y la literatura. Es una actividad ilegal, lo sé, pero también sé que en un país con ingreso per cápita tan bajo, sólo pirateando se puede otorgar al pueblo la posibilidad del acceso a la cultura.

julio 21, 2007

¿Dos millones? ¡Yaaaaaa!


A eso de las once de la mañana del viernes 20 de julio, la policía, a duras penas, logró rescatar a un monrero –que se había metido en una vivienda de Villa Armonía– de un grupo de seis o siete vecinos que querían lincharlo en la plaza del barrio. Sin embargo, la furia de los linchadores no se debía al intento de robo, sino más bien a que el sujeto no había respetado el paro cívico y estaba trabajando en vez de haber acudido al cabildo. “Seguro es chuqisaqueño este maleante”, decían algunos; “camba debe ser”, opinaban otros. Los gendarmes, a modo de ganar tiempo y calmar los ánimos, pidieron al sospechoso que mostrara sus documentos, y éste sacó su pasaporte peruano, con lo cual salvó la vida y, además, consiguió que los vecino le pidiesen disculpas, pues lógicamente, al ser ciudadano extranjero no tenía porqué participar en la movilización paceña. Así, el peruano pudo irse tranquilo, e incluso una doñita, arrepentida por los palazos que le había dado, llegó a decirle: “va disculpar, joven, otro día vuelva nomás”.

Probablemente, la acción de esos vecinos pueda ser injustificable, pero sí entendible, dado que el paro cívico paceño –como no ocurría desde que este cronista tiene uso de razón– fue acatado sagradamente; en las calles no había ni siquiera dulceras, es decir, el paro fue tan contundente que hasta el comercio informal apoyó la medida, cosa que ya es memorable. Sin embargo –y no lo cuento por desputero–, no pude dejar de advertir que una salteñería de la Plaza Abaroa atendió con normalidad; claro, era obvio, pues se trataba de las “Salteñas Chuquisaqueñas”.

Como se pudo apreciar en las imágenes televisivas, el cabildo tuvo una concurrencia multitudinaria; sin embargo, ¿será que –como algunos dijeron– asistieron más de dos millones de personas? Haré un cálculo básico y el resto lo dejaré para los ingenieros. Asumamos que en un metro cuadrado caben cuatro personas, por tanto, en cien metro cuadrados caben cuatrocientas, en mil caben cuatro mil y así, sucesivamente, podemos deducir que para dos millones de ciudadanos se necesitan quinientos mil metros cuadrados. Es aquí donde deben entrar los ingenieros –quienes deben saber el ancho del autopista y de las avenidas aledañas a la Ceja de El Alto– para estimar, de acuerdo a las imágenes aéreas, si efectivamente el cabildo tuvo tan millonaria asistencia.

A priori –de acuerdo a datos censales–, me imagino que para que el cabildo haya convocado a más de dos millones de personas, necesariamente la hoyada ha debido quedar desierta –sin linchadores, obviamente–; es más, hasta los presos de San Pedro han debido ser trasladados al magno evento; los prostíbulos seguramente quedaron sin funcionarias; los cuarteles han debido parecer pueblos fantasmas –con bolas de paja atravesando sus patios–; los hospitalizados –camillas incluidas– han debido salir a tomar un poco de sol altiplánico; los cleferos y alcohólicos, también han debido aportar con su granito de arena decidiendo ir a inhalar y beber a la noble urbe alteña...

Que el cabildo fue un éxito, no lo dudo; pero no debemos caer en la alharaca, ni en la hiperbolización. De lejos, de todos los cabildos organizados en la historia de este país, fue el más concurrido, lo cual no implica que se deban largar cifras de asistencia alegremente. Aunque es necesario mencionar que tradicionalmente somos medidores; pareciera que esa maldita canción del Conejo Riky –“gusanito medidor...”– ha quedado incrustada en nuestro subconsciente. De hecho, el “ojo de buen cubero” se puede apreciar en cualquier transmisión futbolera, ya que los relatores, sin ninguna duda, suelen decir: “remató desde treinta metros...”, “el balón pasó a diez centímetros del poste...”, “los pillaron medio metro adelantado...”

En fin, hayan sido dos millones o doscientas mil personas, quedó claro que La Paz no quiere que la sede de gobierno sea trasladada. Pero más importante aún –según mi punto de vista– quedó demostrado que los paceños expresan un sentimiento más nacional que regional; digo esto por un hecho sencillo, y sin embargo relevante: de entre esa muchedumbre reunida en la Ceja, la bandera que más flameó fue la boliviana; luego, la paceña y, después y muy pocas, la wiphala.

Si el año pasado me preguntaban sobre este tema, con seguridad hubiera respondido que preferiría que la sede de gobierno se trasladase a otro departamento. Hoy, las cosas han cambiado, pues me parece que se está tratando de ponerle una zancadilla a la Constituyente. Hace algún tiempo ironicé sobre el cambio de escudo, pues me parecía una discusión irrelevante. Hoy no ironizo, pues la discusión me parece relevante, pero creo que no es el momento apropiado, ni la manera correcta de hacerlo. Ahora bien, si me aseguran que el cambio de sede de gobierno va a reducir la pobreza, eliminar la discriminación y el racismo, borrar la corrupción, aumentar el empleo o generar industria, entonces, de hecho, la apoyaré decididamente.

julio 17, 2007

Con o sin trenzas


“El reinado de CHOLITA PACEÑA 2007 duró minutos”, así titula un diminuto artículo publicado en La Prensa, en el que se cuenta que Mariela Mollinedo –quien había resultado ganadora- fue despojada del título por utilizar trenzas falsas. La escueta nota, sin embargo, alcanzó resonancia internacional, pues varios periódicos del mundo la han reproducido e incluso incrementado (Perfil, El Nuevo Herald, El Universal, Chicago Tribune, The New Zeland Herald, Spiegel).

Debo decir que apoyo totalmente la decisión del jurado, pues estos concursos deben premiar, ante todo, la belleza natural de las candidatas. Las trenzas postizas, en este caso, podrían ser comparables a los anabólicos en el atletismo; es decir, es hacer trampa de manera descarada.

Para prevenir que un escándalo semejante vuelva a repetirse, creo que debería constituirse una comisión de jaladores, quienes serían los encargados de comprobar la autenticidad de las trenzas, además que también podrían calificar el estilo del trenzado, verificando –lupa en mano– cuántos pelos están fuera de su sitio, de tal forma que se le asigne justa y real dimensión al peinado tradicional de la chola paceña. Para evitar exageraciones malintencionadas, deberían establecerse ciertas reglas, como que los jaladores sólo jalen tres veces cada trenza para realizar la comprobación, o que sea obligatorio que se laven las manos antes de hacerlo.

Y considerando que la elección de Miss Bolivia ya está cerca, creo que también en este certamen es necesario asumir medidas similares. Obviamente, en este caso las trenzas no interesan, pero sí se debería verificar la naturalidad de otras zonas del cuerpo, pues si un par de pichicas postizas originaron la descalificación de Mariela, me parece que igual castigo deberían sufrir quienes se han tuneado empleando silicona. Por tanto, urge que se conforme la comisión de tocadores.

Es probable que la señora Gloria Limpias –quien organiza el máximo evento de belleza en Bolivia– objete esta propuesta aduciendo que es un costo extra difícil de financiar; por eso, la comisión de tocadores tiene que estar conformada por ciudadanos desinteresados, que estén dispuestos a sacrificar su tiempo sin cobrar honorarios, sólo con el noble propósito de que nuestra futura Miss sea una digna representante de la auténtica y natural belleza boliviana. Siendo yo un cholo patriota, me ofrezco como miembro y organizador de esta comisión.

Demás está decir que la comisión de tocadores tendrá sobre sus hombros muchísima más responsabilidad que la comisión de jaladores, pues, al fin y al cabo, como lo demostró Mariela Mollinedo, una cholita se ve igual de linda con o sin trenzas; sin embargo, ¿Miss Bolivia se vería bien sin tetas?


julio 16, 2007

No estaba muerto, andaba de parranda...



Muerto, aún no. Sólo estoy muriendo, como todo aquel que ha nacido. Sin embargo, en ese morir, sé que debo darle tiempo al vivir. Robándole las palabras a un maestro, se podría decir que hay que morir viviendo.

Las exigencias cotidianas, biológicas y culturales nos obligan –si no a todos, a muchos- a sumergirnos en la rutina laboral, pues sólo así se puede conseguir lo necesario para prolongar el morir, siempre con la esperanza de que algún momento el orden de los verbos se invierta. Y así estoy actualmente, ocupando la mayor parte de mi vigilia detrás de un escritorio; pero debo admitir que lo tedioso y sofocante de una ocupación así –en mi caso- se disimula bastante bien, incluso llegando a ser agradable, pues el azar ha tenido la buena leche de que el escritorio contiguo esté ocupado por un jefe al cual, desde mi época universitaria, admiro y respeto, de tal forma que la jornada laboral se transforma, generalmente, en jornada de aprendizaje y tertulia. Así, a veces pienso que soy extremadamente afortunado, ya que además de estar aprendiendo de la experiencia y conocimiento de Rubén Vargas, -¡aunque usted no lo crea!- me pagan por hacerlo.

En fin, lo anterior fue sólo para explicar el porqué de mi desaparición. Obviamente, no voy a poder dedicar el tiempo que desearía a este blog, pero tampoco pretendo relegarlo al olvido. Prueba de esta voluntad es el nuevo diseño que hoy –saludando de Julio el gran día- las Crónicas Urbandinas estrenan. Conciente estoy de que no es gran cosa, mas si consideran que mis conocimientos informáticos son limitados, podrán darse cuenta de que me ha demandado mucho trabajo.

Y ya que estamos celebrando la efeméride paceña, quiero repetir un post antiguo, porque creo que es lo mejor que he escrito sobre este hueco.


Del Illimani, ahicitos


Habitamos una ciudad bulímica, que vomita febreros y octubres, para volvérselos a tragar, de tan hambrienta. Sí, pero también habitamos una ciudad mágica, cuenca de cíclope tuerto, construida con ingenio y, sobre todo, con imaginación. Y aunque no tuvimos un Arzáns que nos fundara en la ficción, tenemos una memoria colectiva que se encarga de erigir imaginarios, de crear una verosimilitud que hace posible la vida en medio del caos de esta ciudad con nombre, más que irónico, farsante. Sí, La Paz, desde su nombre, es ficción. Ficción que habitamos y que nos habita, que es escape y retorno, y que nos reclama, a aquellos que hemos sido embaucados por sus coqueterías, perpetuar en el lenguaje la imposibilidad de lo absoluto.

Así, pues, del Illimani, ahicitos, no sólo habrá un hueco lleno de hormigas multicolores, sino también universos enteros, prestos a ser explorados, conquistados y colonizados. Porque habrá acaso en la nasal voz de los postmodernos copilotos andinos algo más que la promesa de un destino, algo similar a un coro polifónico que irrumpe en medio de la sinfonía bocinesca, en medio de un escenario caótico repleto de extras y efectos de humareda, para conjurar el hechizo del frío, que entumece piernas y corazones, con la naturalidad que impone el hambre a los 3600 días de vida.

Habrá acaso debajo de los toldos multicolores algo más que frutas de temporada, ropas chilenas made in Bolivia o radio grabadoras Panatonic, algo más cercano al ingenio que al contrabando, una especie de picardía regida por las leyes de sobrevivencia, que manda al carajo los miles de artículos del aparato legislativo/justiciero.

Habrá acaso en las paredes algo más que blancura monopol, algo parecido a versos clandestinos, a memorias de poetas anónimos que plasman su impotencia, frustración, alegría, desengaño, esperanza, furia, ideología, ánimo, amor, odio, calumnias, verdades, amenazas o declaraciones, en ese maravilloso e inacabable papel que se extiende por cuadras y cuadras y se ofrece, tentador/seductor, a las brochas o aerosoles de la creatividad urbana, que no se cansa de escribir cosas tales como: Cristo viene... ¡Hazte pepa!

Habrá acaso en la ínclita ciudad algo más que el reflejo del Illimani, algo más que calles orinadas, crucificados en pelotas, marchadores de tiempo completo, burócratas que esperan el viernes para ocultar el aro de matrimonio y gastarse la quincena con una negra interesada, minibuses–sardineras contagiadores de gripe, discos de Julio Iglesias con tapa de Los Panchos, perros cagadores/cogedores/mordedores, trasvestis cuarentones con minifaldas fucsias, bailarines de tilín, carteristas/albertos/monreros/campanas/juglares que han aprendido las historias del tío. Habrá acaso algo más que eso –y también eso, por qué no–, junto –revuelto–, en paz –¿será?– y amor –¿será?–, para cantarlo, contarlo, pintarlo, gritarlo, archivarlo y hacerlo conocer para perpetua memoria.