diciembre 15, 2007

33 noches de Literatura en Vivo



Al estilo urbandino, de noche y con alcoholes, a principios de este año, Pablo Alanes me propuso organizar veladas literarias en el Etno café. Al estilo urbandino, también, “fija”, le respondí. Así, propuesta y respuesta se repitieron muchas veces, hasta que, a fines de marzo, Pablo se puso serio y me conminó a concretar la idea el primer lunes de abril. Aceptado el reto, los valiosos consejos de Adolfo Cárdenas ayudaron a configurar las características de lo que, posteriormente, denominamos “Lunes de literatura en vivo”.

De inicio, decidimos que no debían realizarse lecturas convencionales; entonces, teníamos que imaginar cómo lograr que éstas, además de novedosas, variaran cada semana. La emoción por el proyecto, amén de los ajenjos consumidos, nos hizo concebir una serie de ideas que, cuando menos, podrían calificarse como ambiciosas. Pensábamos, por ejemplo, contar con titiriteros y juglares locales para que algunas veces fueran ellos los encargados de poner en escena los cuentos; también se nos ocurrió que podíamos hacer radioteatro en vivo con la ayuda de actores.

Con la euforia etílica disipada, nos dimos cuenta de las dificultades que implicaban tales ocurrencias. Sin embargo, nos mantuvimos firmes respecto a la intención de realizar lecturas novedosas y variadas, que no aburrieran a los asistentes y, sobre todo, que pudieran incitarlos a concurrir cada lunes.

Por ese entonces, los lunes del Etno contaban con la presencia de Pedro Grossman, quien ya llevaba varias semanas interpretando, con bastante éxito, un monólogo de su autoría. Le comunicamos el proyecto y le pedimos que formara parte de él, pues su experiencia y creatividad eran vitales para poder concretarlo.

Así, el lunes 2 de abril, realizamos la primera noche de “Literatura en vivo”, presentando un cuento mío (“Antes del ocaso”), que fue leído a tres voces: Pedro le dio vida al personaje masculino, y Verónica, al femenino; yo leí las líneas del narrador. Empleamos algo de escenografía, muy básica, y algunos elementos que nos permitieron crear efectos sonoros. La respuesta y comentarios del público fueron positivos; el proyecto había empezado con buen pie.

Desde entonces, muchos escritores y escritoras han compartido su producción en el Etno, siempre tratando de realizar lecturas dinámicas –si vale el término– que, poco a poco, han ido ganando público hasta el punto de sobrepasar, algunas noches, la capacidad del local.

Ya han transcurrido nueve meses de esta aventura y esperamos que se prolongue indefinidamente, pues queremos que los lunes de “Literatura en vivo” sean una tradición urbandina y la mejor opción para conocer a los jóvenes valores de las letras paceñas. ¡Salud!

PD: Este lunes, 17 de diciembre, realizaremos la última sesión del año (Nº 33). Quedan todos cordialmente invitados.

diciembre 04, 2007

La última ficción

Luego de pasar treinta años como bibliotecario, don Sereno Salazar había leído libros de todos los géneros y estilos existentes. Probablemente por eso, cuando se jubiló, ya no encontraba nada de interesante a los textos con los que procuraba matar su tiempo de ocio y dejaba de leerlos al cabo de unas cuantas páginas; sin embargo, él estaba convencido de que su pasión por la lectura no había menguado y consideraba que, a pesar de ciertas innovaciones y experimentos lingüísticos, los nuevos escritores ofrecían las mismas palabras de siempre, lo cual, a su edad, resultaba aburrido. Por otra parte, creía que los autores subestimaban a los lectores, pues escribían historias redondas, cerradas, sin permitirles asumir una parte de responsabilidad en la labor creadora.

Así, cansado de la monotonía de los libros, decidió escribir uno que, rompiendo toda lógica y normas de la lengua, representase un verdadero desafío para cualquier lector y, además, le permitiese involucrarse directamente en la creación de las historias y personajes.

Con entusiasmo y brío juveniles, el viejo bibliotecario inició su faena una lluviosa mañana de verano; pese a que esa jornada resultó infructuosa, pues desechó todas las páginas que escribió, comenzó la siguiente con optimismo y ansiedad. Del mismo modo, aunque cada vez con mayor frustración, todas las mañanas siguientes se instaló ante su vieja máquina de escribir, de la cual se apartaba muy avanzada la noche sin haber logrado redactar ni un solo párrafo que fuese de su agrado. Inventó neologismos e incluso llegó a desarrollar un nuevo, aunque rudimentario, lenguaje; combinó idiomas, interpolando palabras de distintas lenguas en una misma oración (“The brillo noir neste geist trasciende das lumière of la mia leven”, fue la frase que más le agradó, pero igual decidió descartarla cuando se dio cuenta que, de todas formas, su estructura sintáctica respondía a las normas del castellano). En fin, trató incansablemente de encontrar una forma de expresión novedosa durante el resto del verano, el otoño, el invierno y la primavera de ese y los siguientes seis años.

Decepcionado por su falta de creatividad, cayó en un estado depresivo que derivó en un súbito arrebato de alcoholismo. Así, eludiendo su frustración con centenares de botellas, pasó casi un año alejado de su proyecto; sin embargo, aunque esa era su intención, durante el sueño sufría terribles pesadillas en las que, reiterativamente, se veía nadando en un mar de letras hacia una isla con forma de libro que siempre se mantenía alejada, y ya cansado por el inútil esfuerzo, se ahogaba irremediablemente, tragando vocales y consonantes. Probablemente, la recurrencia de esa tortura onírica hizo que, súbitamente también, despertará un día sin ganas de volver a probar otro trago más, y con una idea fija en mente volviera a teclear frenéticamente hasta completar las setecientas cuarenta y dos páginas de su novela.

El libro, titulado QSZAWDXEFCRGVTHBYJNUKMILÑOP, fue rechazado por todas las casas editoriales, a pesar de todos los argumentos que don Sereno Salazar esgrimió sobre su originalidad y potencialidad. “Mi novela –repitió ante todos los editores– arremete contra la dictadura de cualquier lengua y, paradójicamente, posee la virtud de la modestia, pues despoja al autor, o sea a mí, de la propiedad intelectual, cediendo el derecho, e incluso el deber, de la creación a cualquier lector capaz de asumir semejante desafío y tan alta responsabilidad. Estoy seguro de que usted no ha leído el texto apreciando esto, y no lo culpo, porque estamos habituados a los libros que sólo utilizan el lenguaje para narrar historias convencionales, mientras que el mío utiliza las historias infinitas, potencialmente presentes en él, para configurar múltiples posibilidades de lenguajes; sin embargo, si tuviese la amabilidad de volverlo a leer…”.

Y no faltó algún editor indulgente que, ante la insistencia y convicción de don Sereno, volvió a mirar, intentando leerlo, el primer párrafo de la novela:

Frquenrtzsdzagardtrdeesdespoaunrdntrmdoporltrrblprmongelcea
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”.

“Señor Salazar, sin ánimos de ofenderlo –le dijo–, usted sólo ha escrito una sarta de letras sin ningún sentido”. “No me ofende –replicó don Sereno–, pero no deja de sorprenderme que usted, siendo editor y, por tanto, supuestamente un buen lector, no tenga la capacidad suficiente para penetrar en las ficciones que mi novela le ofrece y ser usted mismo el encargado de completarlas y dotarlas de sentido”. Con mucho esfuerzo, el editor mantuvo la calma y pasó por alto el ponzoñoso comentario del bibliotecario; no obstante, no pudo evitar la tentación del sarcasmo: “Tiene toda la razón, señor Salazar, yo no soy capaz de develar los misterios de su magistral novela. Estoy seguro que es una obra reservada sólo para mentes iluminadas como la suya. En todo caso, ya que mi negligente lectura no da la talla para comprender las ficciones de su inconmensurable libro, sería un honor que usted pudiera explicarme algunas, pues sin su guía volveré a cometer el error de considerar que su novela es una pelotudez absurda”. Don Sereno, que siempre fue ajeno a los complicados matices de la oralidad, agradeció las palabras del editor y ponderó su gesto de humildad. Lógicamente, sin demora alguna, procedió a explicarle la forma correcta de leer su libro: “Mi novela no cuenta una historia, sino que puede contar muchas historias, dependiendo de la creatividad y profundidad de quien la lea. Sólo para darle un ejemplo práctico, veamos como nace una ficción en el primer párrafo; dígame un mes, un apellido y un suceso”. El editor, un tanto desconcertado por la situación, casi sin pensarlo dijo: “Octubre, Montenegro y muerte”. “Muy bien, ahora concentrémonos por un momento en el primer párrafo”, indicó don Sereno, y clavó su mirada en la maraña de letras, imitado dócilmente por el editor, quien aún no salía de su desconcierto. Tres minutos después, el bibliotecario volvió a pestañear y con indisimulable satisfacción exclamó: “¡Qué historia más interesante! Cautiva, atrapa al lector desde la primera línea”. Antes de que el editor pudiese salir de su perplejidad, don Sereno tomó la primera página del libro y le dijo: “Escuche, voy a leerle el primer párrafo: Aquella tarde de octubre, la señorita Montenegro leyó en la borra del café la historia de su muerte; sin embargo, lejos de sentir miedo por la terrible premonición, se hizo servir varias tazas más para poder leer, con interés casi morboso, las otras páginas de su funesto futuro”.

La pose del bibliotecario, mirando fijamente al editor, con una sonrisa de supremo orgullo, implicaba una pregunta: ¿Está bueno, no? Recuperando el aplomo y el razonamiento, el editor jugó con el nudo de la corbata a tiempo de pararse para decir: “¿Bueno?, no sé; interesante, quizás, aunque no llego a comprender cómo es que usted pudo leer eso”. “No se apene –dijo don Sereno–, todo es cuestión de práctica; basta con enfocarse en las letras del párrafo y dejar fluir la creatividad. De manera natural, sin meditarlo mucho, las letras se combinan y generan el texto”. “Claro, explicado de ese modo, todo tiene sentido”, dijo el editor; antes de continuar con su comentario, dio un par de pasos alrededor de don Sereno, ubicándose frente a él. Si bien tuvo la intención de ser completamente honesto, luego de ver el orgullo irracional en los ojos del anciano, sintió compasión por lo que él consideró eran los desvaríos de una mente senil y, posando su mano en el hombro de don Sereno, sólo se atrevió a decir: “Mire, señor Salazar, su obra está dotada de unas características que en nuestra época no podrán ser apreciadas; yo ya llevo algunos años en este oficio y, por mi experiencia, le aseguro que no podrá encontrar a nadie que se anime a publicar su novela, no porque sea mala, sino porque sería imposible su comercialización, ya que no sería fácil hallar lectores capaces de asumir los retos que usted plantea. Tal vez si esperamos unos años, quién sabe…”. Don Sereno se puso serio y, asumiendo un aire de dignidad, no esperó que el editor terminara su comentario para decirle “Muchas gracias por su tiempo”, y salir de la oficina, tratando de mantener la cabeza erguida, con paso presuroso.

Aunque estaba bastante indignado por la falta de visión de ese editor, y de todos los demás a quienes había presentado su libro, llegó a tomar como ciertas –es decir, quiso hacerlo– sus palabras: “Como todas las obras maestras, mi libro sólo podrá ser apreciado por generaciones futuras”, pensó con convicción. Además, también lo consoló pensar que la motivación para escribir semejante obra no había sido el superfluo interés de complacer al público, sino más bien crear una novela que pudiera satisfacer su propia exigencia lectora. De ese modo, se recluyó en su casa para poder disfrutar de su creación, del único texto que podía captar su atención y asegurarle infinitas ficciones, tantas y tan variadas, como sólo su mente podía vislumbrar.

Cómodamente sentado en su sillón, empezó la lectura: “Poco antes de su nacimiento, extraños sucesos hicieron que su abuela creyera que su llegada al mundo estaba acompañada de excelentes augurios. Cosa distinta pensó el cura del pueblo, para quien la lluvia de flores, el llanto de la estatua y el suicidio del dictador sólo significaban mensajes del diablo”. Mucho tiempo le demandó completar esa historia, y cuando lo hizo, comenzó nuevamente desde la primera página: “Karen tardó diez minutos en atravesar la senda que separaba su hogar de la casa de los Domínguez; al llegar, dio tres toques a la puerta antes de que don Wenceslao la abriera y, sin vacilar, disparara la carga de su fusil contra ella, que cayó de bruces para morir en el umbral de su suegro”.

Así, al borde del centenario, no había parado de disfrutar de las posibilidades de ficción que su novela le proveía. Y probablemente habría seguido haciéndolo, de no ser porque una de ellas, horrorosamente autobiográfica, le hizo revivir noventa y ocho años de una soledad casi ermitaña que, como su libro, sólo podía tener fin con la muerte de quien estuviera imaginándola.

noviembre 24, 2007

Perroguesas urbandinas

Últimamente no pude dedicarle tiempo al blog, primero, por obligaciones laborales, luego, porque un virus atacó mi PC con violencia inusitada y, finalmente, porque mi mente estaba distraída en resolver una mini-crisis existencial. Aunque no la he resuelto del todo, me he propuesto distraer a los fantasmas ocupando mi tiempo en cosas más provechosas que pensar. Por eso, estoy de vuelta en la comunidad virtual y pronto estaré visitando y leyendo a todos los amigos. Un abrazo a todos.

PERROGUESAS URBANDINAS

No sé cuándo ni dónde apareció el término “perroguesas”, simplemente lo comencé a utilizar luego de escucharlo de boca de la ciudad. Y en esta ciudad hay harta perroguesa; pero eso sí, no se vaya a malinterpretar el término como una generalización –aunque sí lo sea- del noble y sacrificado rubro de los comideros ambulantes. Claro que “ambulantes” sólo vale para clasificarlos dentro de las estadísticas municipales, pues en realidad, los de este gremio son comideros estáticos, es decir, si bien tienen una especie de remolque-cocina, jamás son remolcados, pues todos tienen un lugar específico de la ciudad donde vender su particular gastronomía.

Volviendo al punto, “perroguesa”, como se puede intuir, implica la unión de dos palabras: “hamburguesa” y “perro”, por lo que el término alude a una hamburguesa hecha con carne de perro. Sin embargo, nadie podría aseverar que alguna vez, en estos puestos, ha consumido carne de perro, porque, obviamente, cuando uno pregunta al chef de turno si “¿la carne es de vaca?”, el tipo contesta invariablemente: “¡garantizada!”. Lógico, ¿no?, ni modo que diga, “sí, es de perro, pero de perro bien criado, en la zona sur, mimadito era, por eso es suave su carne”. No, imposible; siempre va a contestar que está vendiendo carne cien por ciento vacuna, beniana, de vaca joven e incluso virgen, porque cuenta la leyenda que las vacas, antes de debutar en las lides del sexo, tienen la carne más relajada del mundo, pero luego de compartir el lecho –o el establo- con un toro oriental, se ponen nerviosas porque saben que las vacas aún castas mugirán a sus espaldas: “esa ya no es señorita”.

En fin, ajenos a esos sufrimientos vacunos, los comideros de la Ínclita se encargan de preparar hamburguesas economizando hasta lo inimaginable los ingredientes. Para empezar, muelen la carne mezclándola con afrecho, de modo que pueda rendir un 100% más. Luego, vacían los aderezos –mayonesa, mostaza y ketchup- en recipientes grandes, donde les añaden una gran cantidad de agua, no tanta como para que pierdan su color original, ni tan poca como para que conserven su densidad. La llajwa es sometida a un proceso similar, pero eso sí, muelen los locotos con pepas incluidas para que el picante pueda engañar hasta los paladares más susceptibles. El aceite lo utilizan hasta que su negrura no les permite ver cuán cocidas están las papas y la carne, aunque algunos comideros expertos ya no se guían por la vista, sino por el oído, de tal forma que sólo cambian el aceite cuando a ellos mismos les hace doler la barriga.

A pesar de que todos conocemos el proceso descrito, la mayoría de los urbandinos generalmente sufrimos de agudos antojos de perroguesas, y quienes no tenemos la fortuna de vivir cerca de algún puestito tenemos que aguantar el antojo, aunque muchas veces eso ocasiones insomnio, arranques de furia o alucinaciones. Para evitar tales molestias, hace algún tiempo, cuando el antojo me atacó por sorpresa a media noche, decidí prepararme una perroguesa, respetando las prácticas culinarias de los comideros; sin embargo, en la cocina no pude encontrar aceite usado y guardado varios días. Previendo que la escasez de tan importante ingrediente no me sorprendiera de nuevo, solicité en casa que me guardaran en una botellita aceite usado. Así, a los pocos días, nuevamente atacado por unas irreprimibles ganas de degustar perroguesas, volví a prepararme una, esta vez con todos los ingredientes de ley, pero, para desilusión mía, no conseguí que tuviera el saborcito especial de las originales. Desesperado, al borde del llanto, pensé y repensé en qué había podido fallar, sin encontrar respuesta a mi suplicio. Ya estaba a punto de resignarme, cuando la musa del arte culinario me tocó con su cucharón, revelándome el ingrediente que faltaba. Así, iluminado, fui a lavar el baño, a desempolvar la casa, a acariciar a mi perro y, finalmente, durante media hora froté monedas y billetes, tratando de exprimirles todos los sudores de todas las manos por las que habían pasado y, sin lavarme las mías, fui a preparar la carne y a manosear el pan. Demás está decir que la perroguesa me salió perfecta, tanto, que me preparé dos más e incluso se me ocurrió que podría dedicarme al negocio de la comida ambulante.

Obviamente, todavía me falta mucho para poder tener mi puestito, ya que además del capital necesario, debo aprender a cocinar los otros manjares que los verdaderos perrogueseros ofrecen: salchiratas y choricán. Por el momento, sigo haciendo experimentos en la cocina, y a pesar de que no he tenido éxito, tengo la esperanza de que cualquier momento la musa volverá a darme un cucharonazo revelador.

octubre 23, 2007

Ronaldo estrena disco




Este post es para felicitar a Ronaldo por el disco y agradecerle haber confiado en mí para promoverlo aquí en La Paz.

Los interesados en adquirir esta producción nacional pueden hacerlo en el ETNO (calle Jaén # 722) o llamándome al 70149590.

No pude actualizar el blog antes porque estuve sin conexión a internet, pero ya que el problema está solucionado, volveré a las andanzas blogueras.

Un abrazo a todos y en especial al pariente de la "blonda cabellera", RONALDO.

octubre 12, 2007

Una minificción antigua

Este es uno de los primeros micro relatos que escribí:

El fin de la batalla

General Roberto Uría, usted está incumpliendo uno de los acuerdos de esta guerra: no tomar prisioneros. Se lo advierto, General Uría, si no libera a mis soldados atacaré con todas mis fuerzas. Su batallón está completamente rodeado, no tiene escapatoria, es mejor que se rinda. Le estoy dando una última oportunidad, devuelva a mis soldados sanos y salvos y tendré compasión de los suyos. Es inútil que guarde silencio, General Uría, pronto quedará sin alimentos ni agua y tendrá que salir; es mejor que atienda mis demandas ahora, de lo contrario perecerá junto con todos sus hombres. Ya basta de este juego, Uría, suelte a mis soldados, se lo exijo. No esperaré más, esta es mi última advertencia, Uría, o liberas a mis soldados o te atienes a las consecuencias. Por favor, Uría, yo no tengo ningún soldado tuyo. Ya pues, Uría, ya es tarde, entregame mis soldados. En serio, Roberto, devolveme mis soldaditos o nunca más voy a jugar contigo. Le voy a decir a tu mamá...

octubre 10, 2007

Feliz cumpleaños, Democracia


Presionar sobre la imagen para ver todas las fotos en mayor tamaño. Las fotografías son parte del libro "25 años de Democracia", coordinado por Patricio Crooker y editado por la CNE.

Muchos historiadores se han encargado de enlodar la imagen del Dr. Hernán Siles Suazo, aduciendo que su gobierno llevó al país al borde del colapso, generando una hiperinflación y una crisis de gobernabilidad insostenibles, entre otras cosas. Veinticinco años después, creo que podemos apreciar la historia desde una perspectiva menos apasionada y condicionada por las malas experiencias de la coyuntura de principios de los ochentas.

Luego de un largo periodo de dictaduras militares, con esporádicos y muy breves gobiernos civiles, la transición hacia la democracia representaba un difícil reto para la sociedad en su conjunto y, especialmente, para quienes fueran a hacerse cargo de conducir el país en esa nueva etapa.

Las clases populares demandaban cambios urgentes y, luego de haber resistido y luchado durante mucho tiempo, no estaban dispuestas a aceptar medidas que afectaran sus intereses y aspiraciones. En ese contexto, conocido muy bien por los actores políticos de entonces, era presumible que el primer gobernante de la era democrática enfrentaría serios obstáculos y problemas; para intentar resolverlos no podría aplicar ningún tipo de medida que tuviese la mínima relación con las empleadas por los gobiernos dictatoriales. Entonces, se apostó por alguien que tuviera una destacada trayectoria como líder y, al mismo tiempo, la aceptación de los sectores populares, con la esperanza de que eso pudiera facilitar los diálogos y concertaciones para sacar a Bolivia adelante.

El Dr. Siles, conociendo la situación y sus riesgos, bien pudo haberse negado a asumir la presidencia, pero también sabía que intentar realizar un nuevo proceso electoral habría generado un espacio de incertidumbre y temores, lo cual podía ser empleado por algunos militares para pretender hacerse nuevamente con el poder. En síntesis, Bolivia lo necesitaba, la democracia dependía de su desprendimiento y valentía, y él, una vez más, decidió servir a su patria.

El 10 de octubre de 1982, por última vez un militar, el Gral. Guido Vildoso, salió del Palacio de Gobierno como Presidente de la República, caminando algunos pasos hasta el Palacio Legislativo, donde transmitió el mando al Dr. Siles Suazo.

Lo que pasó después lo conocemos de sobra; pero esos tres años de democracia, con todos sus problemas, eran necesarios para que Bolivia entera pudiese aceptar medidas de choque que estabilizaran la economía y nos hicieran ver que el mundo había cambiado.

Nuestra democracia tiene muchas falencias, sobre todo porque nosotros, en especial los líderes políticos y sociales, no sabemos ejercerla de manera adecuada. Sin embargo, quienes han sufrido en carne propia el horror de los regímenes dictatoriales, quienes tienen parientes o amigos desaparecidos o, simplemente, quienes aprecian el valor de la libertad, saben muy bien que la peor de las democracias es preferible a la mejor de las dictaduras.

Muchos bolivianos y bolivianas, como Hernán Siles Suazo, lucharon por legarnos un país donde podamos expresarnos libremente, sin tener que “caminar con el testamento bajo el brazo” por opinar en contra del orden establecido. A todos ellos, mi reconocimiento, homenaje y gratitud por estos 25 años de democracia.

octubre 06, 2007

Para salvar la Constituyente

Muchas personas ya se han pronunciado: “la Constituyente está muriendo”. Y parece ser que los culpables del estado agónico de tan magno evento somos los paceños y también los chuquisaqueños, pues nos estamos peleando por la cuestión de los poderes, de manera egoísta, sin considerar que nuestras pataletas están afectando el interés del país en su conjunto.

En vista de tan grave situación, Oscar Martínez –en representación de la ACMVFBA (Asociación de Cholos de Miraflores, Villa Fátima y Barrios Adyacentes)–, Gera Bolaños –en representación de la ACSZC (Asociación de Cholos Sopocacheños y de la Zona Central)–, Alexis Argüello –en representación de la ACAMO (Asociación de Cholos Alteños y Mártires de Octubre)– y mi persona –en representación de la ACSNJ (Asociación de Cholos Sureños No Jailones)–, junto con representantes de base de nuestras respectivas instituciones, nos hemos reunido para discutir ampliamente sobre tan delicado tema y, finalmente, hemos resuelto lo siguiente:

Considerando,

1. que el País demanda una solución urgente para el entuerto planteado por las aspiraciones chuquisaqueñas y paceñas;
2. que el problema radica en el traslado de Poderes,
3. que los hermanos chuquisaqueños han demostrado gran espíritu conciliador, aceptando un traslado parcial de Poderes;

Resolvemos:

1. Trasladar la mitad del Gran Poder a la digna ciudad de Sucre.
2. Enviar a los principales coreógrafos de los Intocables y los Fanáticos para que capaciten a danzarines sucrenses en la noble danza de la Morenada.
3. Mandar a 25 músicos de la Banda Illimani a la ciudad de Sucre, para que ofrezcan una serenata y una serie de talleres a los trompetistas, platilleros, tamboreros y bomberos interesados en cultivar las melodías propias del Gran Poder.

Esta resolución ha sido producto de un largo debate entre los cholos antes mencionados, entre los cuales, como no podía ser de otra manera, habían algunos bolivaristas atrevidos, quienes tuvieron el poco tino de sugerir el traslado del Poderoso Tigre, propuesta que casi ocasiona la clausura de la reunión y una pelea callejera campal. Sin embargo, dado que todos acudimos con un enorme ánimo conciliador y pacifista, pudimos continuar con la discusión hasta llegar, por consenso, a la resolución ya citada.

Además, el compañero Vadik Barrón, a nombre de los blogueros urbandinos, ha sugerido que de no ser tomada en cuenta nuestra propuesta, se instruya el blogueo general de caminos, como medida de presión.

Es todo cuanto puedo informar –o mejor dicho, recordar– de lo discutido y acordado en la Cumbre de Cholos Urbandinos.

octubre 01, 2007

Rumbo al Chaco

Una pequeña loma debía ser sorteada por el cortejo fúnebre para llegar al cementerio de la población. En sus puertas de hierro, Benito esperaba con su uniforme limpio, exhibiendo en el pecho un par de medallas adornadas con la tricolor nacional. Antes de poder ver algo, escuchó la lenta cadencia de un bolero de caballería. Poco a poco, el sonido se hizo más nítido y, antes sus ojos, aparecieron pequeñas cabezas coronando la polvorienta loma. Como si brotaran de la tierra, las cabezas se fueron prolongando en cuerpos, todos negros, marchando al compás de la banda. Benito se cuadró ni bien vio surgir en la loma el rojo, amarillo y verde de la enseña patria. Un pequeño muchacho, luciendo un guardapolvo amarillento, envuelto con una tricolor de abanderado, portaba el mástil en el que flameaba el colorido rectángulo que contrastaba notoriamente con el horizonte gris, mientras volaba sobre los negros dolientes.

El cortejo traspasó la loma con pasos desiguales, contrapunto de pisadas compitiendo con el desgastado cuero torturado por el grueso brazo del que marcaba el ritmo en la banda. La columna humana se hizo más visible para Benito. No eran más de setenta personas. Lentamente avanzaron hacia él, o mejor dicho, hacia el cementerio, hasta que alcanzaron sus pesadas puertas. Un par de jóvenes tuvieron que emplear mucha energía para abrirlas y así permitir el paso de la procesión. Traspusieron las puertas, pasando al lado de Benito, apretando la columna para poder penetrar al campo santo. Benito pudo escuchar los suaves sollozos, casi fingidos, gemidos melancólicos más cercanos a la memoria que al dolor, que emitían las mujeres detrás de los velos oscuros. Sobre cuatro hombros, pasó el ataúd, meciéndose al compás del bolero de caballería, como flotando en un pentagrama fúnebre, negra corchea que marcaba el final de una melodía de ochenta años.

Al final del cortejo, estaba todo un batallón, perfecta escuadra que marcaba el izquier-dos-tres-cuatro siguiendo el lento andar del comandante. Éste se detuvo y retumbó en la altiplanicie el zapateo del batallón en posición de firmes. Benito se llevó la mano derecha a la sien, gesto que fue retribuido de manera igual por el comandante, e inmediatamente se pusieron lado a lado para ingresar al cementerio. El batallón permaneció afuera.

La banda no cesaba el lloriqueo de bronces, mientras cuatro hombres, ayudados por un par de cuerdas, hacían descender el féretro en la tierra horadada. Los sollozos de las mujeres se convirtieron en agónicos gritos cuando la tierra comenzó a ocupar el sitio del cual había sido sacada. Una corneta acompañó el sepelio con la melodía típica del adiós final. El Jilakata pronunció un largo discurso, alabando las virtudes del difunto, pero también recordando sus deslices, terminando con la promesa, en nombre de la comunidad, de cooperar a la viuda con la próxima cosecha.

Benito se acercó a su esposa, puso sus callosas manos sobre los hombros de la anciana, y así se quedó, sintiendo las ligeras convulsiones de ese cuerpo frágil, ataviado de negro, que había recibido su semilla nueve veces, de las cuales sólo seis llegaron a germinar. El comandante le dio un par de toquecitos en la espalda, señal de la partida, y Benito hizo un movimiento que pareció delatar el intento de un beso, pero su pudor militar, además de la falta de costumbre, detuvieron ese gesto de cariño ni siquiera pensado en vida.

Siguió a su comandante y, antes de transponer el umbral, volvió a mirar a su esposa, le hizo el saludo militar y partió al encuentro del batallón que esperaba con paciencia milenaria en los márgenes del camposanto.

-Cabo Chambi, es hora de que se incorpore al batallón séptimo de infantería –dijo el comandante, con autoridad marcial.
-Su orden, mi comandante –respondió Benito, con igual firmeza.
-El cabo Colque y usted me ayudarán a conducir este batallón.
-Perdón, mi comandante, ¿adónde vamos a ir?
-Eso es algo que no se sabe ni en vida, pero por el momento, partiremos rumbo al Chaco.

septiembre 27, 2007

Recordando a Monterroso

El beso de rana

Copán estaba llena de gente y no era para menos, pues por la inminencia de un fenómeno astronómico, a las usuales ofrendas de posol –bebida de maíz fermentado– y los tradicionales cánticos que atraían a los chacs –espíritus que favorecían y protegían los maizales–, iba a ser añadido un rito especial: el sacrificio de un ser humano.

Ahbayal y Kaxenoc habían recibido, pocos días antes, la orden de los jefes mayas para salir a buscar la persona cuya sangre serviría de ofrenda a los chacs. Estos espíritus necesitarían de ella para nutrirse y fortalecerse, porque ellos tendrían que dar la energía que el sol habría de negar a los cultivos, ya que no faltaba mucho, de acuerdo a los cálculos de los sacerdotes, para que el astro rey dejase de dar luz. Y aunque el fenómeno duraría poco, el maíz, base de su economía, no podía ser descuidado.

Ahbayal y Kaxenoc se sintieron honrados y afortunados por la nominación de la cual habían sido objeto, ya que sabían que les redituaría generosos obsequios y una parte de la cosecha mayor a la que habitualmente recibían, además del prestigio de contar con un lugar de honor en la ceremonia de sacrificio.

Ambos guerreros emprendieron camino hacia el norte y luego de siete horas de marcha, divisaron a un cazador tolteca. Debidamente escondidos, planearon la forma de capturarlo vivo, momento en el cual, Kaxenoc le contó a su compañero un secreto que había estado guardando con celo por dos años. Casualmente Kaxenoc había descubierto que la saliva de ciertos batracios producía el adormecimiento de la parte del cuerpo en la que fuera vertida, y que por medio de dardos ésta podía ser introducida en el cuerpo de un animal, quedando éste inconsciente por unas horas. Procedieron entonces a untar pequeños dardos con la saliva del batracio que Kaxenoc había llevado consigo y disponiéndose a manera de emboscada, soplaron las cerbatanas al mismo tiempo, llegando a impactar en el tolteca el dardo que los pulmones de Ahbayal habían impulsado. El retorno les demoró tres hora más por el peso extra que debieron cargar, pero bien valió el esfuerzo, porque fueron recibidos como héroes por los pobladores.

Tres días después, en la atiborrada Copán, el tolteca –que había seguido recibiendo pequeñas dosis del casi inofensivo veneno, posteriormente nombrado “beso de rana”– era amarrado en el altar de sacrificio. Habrían de pasar un par de horas más para que el tolteca recobrara el juicio, hallándose inmovilizado por las ataduras y denotando su rostro la gran confusión en la que se encontraba sumida su mente, expresión que fue cambiando a espanto cuando se dio cuenta del porqué de su apresamiento. Aterrorizado, gritaba en nahua, su lengua originaria, frases incomprensibles para los mayas, pero que muy probablemente eran suplicas de clemencia.

Haciendo oídos sordos a los balbuceos del tolteca, todo estaba dispuesto: los sacerdotes recitaban aletargadamente oraciones reservadas sólo a ellos; los jefes, de pie y con vestimenta de fiesta, hacían guardia alrededor del cuchillo que habría de servir para perforar el pecho del que oficiaría de ofrenda. Por su parte, Ahbayal y Kaxenoc, habían sido acomodados a la derecha del altar y lucían los nuevos atuendos con que el sacerdote mayor los había obsequiado por su magnífica y rápida faena.

Kaxenoc, especialmente, tenía motivos para sentirse orgulloso, pues su descubrimiento había posibilitado una captura sin derramamiento de sangre, la cual, obviamente, no podía ser desperdiciada. Pero en su humilde mente no cruzaba la idea de que su método de captura dejaría de ser secreto y se convertiría en la norma cuando de capturar ofrendas se tratara. Y ni siquiera se salvarían de la saliva anestésica los españoles, que llegarían a la posteriormente nombrada América, con mayor desarrollo científico, pero neófitos en las innumerables artimañas selváticas. Tal sería el caso de fray Bartolomé Arrazola, quien respondiendo a la confianza que Carlos V tenía en su labor evangelizadora, emprendería viaje a los territorios mayas, con tan mala fortuna que un buen día, hallándose perdido en la selva, sería alcanzado por un dardo, anónima herencia de Kaxenoc, y, al igual que el tolteca que estaba a punto de ser sacrificado, recibiría un certero tajo en el pecho, dejando que su sangre sirva de nutriente a los chacs, que una vez más, debido a un eclipse, deberían fortalecerse para proteger los cultivos.

septiembre 21, 2007

Picardía urbandina



La semana pasada, un urbandino dedos de seda se apropió de mi billetera. No tenía plata y la billetera era ordinaria, por lo que el carterista ha debido quedar bastante frustrado. Al principio, me causó gracia imaginar al ladronzuelo revisando la billetera una y otra vez hasta convencerse de que en ella sólo había un carnet; sin embargo, recién entonces me di cuenta de que me había quedado indocumentado y que, si bien no perdí dinero, tendría que emprender el moroso trámite de renovar mi cédula de identidad.

Hoy me llamó mi prima para pedirme que mañana le hiciera el favor de llevar a su hijo al pediatra, y como la idea no me pareció atractiva, le dije que no podría hacerlo porque iba a tener una reunión de trabajo. Feliz por haberme zafado de ese favorcito, me armé de valor y me dirigí, bastante temprano, a las dependencias de Identificación para realizar el trámite con que se obtiene esa cartulinita plastificada que certifica que existo. Debo admitir que me sorprendí bastante, pues ahora el proceso es más ágil debido a que la Policía Nacional, por fin, decidió modernizarse y jubilar las bulliciosas máquinas de escribir, reemplazándolas por modernas computadoras equipadas con cámaras digitales.

Al darme cuenta que, a pesar de las largas filas, el trámite se estaba realizando con celeridad, calculé que en media hora podría irme a comer tucumanas. Todo marchaba sobre ruedas hasta que me tocó cancelar los 17 pesos que cuesta la cédula; sólo había un cajero, cosa que no habría sido mayor problema, de no mediar una nueva y noble norma: las mujeres con bebés en brazos o aguayos deben ser atendidas con extrema preferencia, de tal modo que cuando el cajero o el oficial que lo custodia notan que alguna dama carga a su retoño, inmediatamente le hacen avanzar hasta el primer puesto de la fila.

Mientras hacía cola, una joven señora, cargando un regordete bebé en brazos, se formó detrás de mí. El niñito resultó ser un coqueto urbandino, pues apenas le dirigí la mirada, esbozó una pícara sonrisa y movió sus manecitas. Obviamente, se ganó mi simpatía de inmediato y comenzamos a comunicarnos mediante gestos faciales. Al poco rato, cuando nuestro diálogo ya era fluido, el oficial de la caja llamó a su madre para que avanzara hasta la ventanilla; no me quedó más que despedirme del pequeñín, apretándole con suavidad el cachete en el que ostentaba un lunar de regular tamaño.

No creo que hayan pasado más de tres minutos, cuando me pareció ver a mi amiguito lunarejo pasando por mi lado, rumbo a la ventanilla, cargado por una señora que fácilmente podría haber sido su bisabuela. “Todas las wawas son iguales”, pensé, desechando mi susceptibilidad. Y me obligué a pensar lo mismo once veces más, pues sólo así podía controlar la rabia que, después de veinticinco minutos de hacer fila, iba creciendo contra la “noble” medida que favorecía a las señoras con neonatos cargados.

Mi paciencia se vio rebasada cuando, al escuchar una risita familiar, me di la vuelta y miré al señor que estaba después de mí sosteniendo al crío del que, media hora antes, yo me había despedido con un cariñoso pellizco. Todos mis esfuerzos por contenerme se fueron al diablo cuando el oficial gritó: “El señor con la wawita, que pase adelante”. “Este no es su hijo”, grité con indignación. “Yaaaaa, qué te pasa, che, estás ofendiendo la honra de mi mujer”, me respondió el muy cínico, y antes de que yo pudiera contra argumentar, el oficial se acercó para decirme, con tono intimidador: “Joven, mejor tranquilícese, si no, voy a sacarlo de la fila”. Colorado de rabia, tuve que quedarme callado mientras el crío pasaba por mi lado sonriendo burlonamente, y apenas pude evitar la tentación de reventarle su horrible y descomunal lunar con un pellizcón de madrastra.

Luego de contar hasta cien para calmarme, me puse a observar bien cuál era la movida. Entonces, después de observar cuidadosamente durante veinte minutos, calculé que en ese recinto sólo había tres bebés, los cuales eran utilizados por distintas personas para poder acceder al beneficio de la nueva norma. Lógicamente, el oficial y el cajero estaban en combinación con las tres madres que cedían a sus infantes por un módico precio, lo cual implicaba que ningún reclamo sería escuchado.

Comprenderán que después de estar una hora en esa fila, ya veía a todo con cara de tucumana, razón por la cual decidí no perder más tiempo y me conseguí un “hijo”. Como ya éramos amigos, entablé el negocio con la madre del lunarejo: “¿Cuánto está la wawa?”. “Diez pesitos, joven; doce con aguayo”. Así, con el crío en brazos, el oficial me hizo saltar la fila y pude, finalmente, cancelar los 17 pesos.

Cuando devolví al bebé, el muy marica estaba chillando como sirena de ambulancia. “¿Qué ha pasado, qué le ha hecho a mi wawa?, me preguntó su madre. “Nada, doñita, se ha asustado porque aquel caballero le ha hecho gestos”, respondí y me alejé rápidamente, antes de que ella se diera cuenta de la hinchazón en el cachete de su hijo.

Mañana, a las 08:30 iré a recoger mi nuevo carnet de identidad. Por eso, llamé a mi prima y le dije que había cancelado mi reunión para poder llevar a mi sobrinito al pediatra. La cita con el médico es a las 11:30, por lo que calculo que, durante tres horas, podré ganar unos 200 pesos para las chelas de la noche.

septiembre 16, 2007

Bizcocho quemado

Me temo, licenciado Villagrán, que hoy no quiero abrir las piernas. No me miré así, que esa carita de cachorro abandonado no me hará cambiar de opinión; tampoco así, eh, que entre nosotros ya no cabe la pose de jefe mandón. ¿Explicación? ¿Acaso es necesario explicar que hoy no tengo ganas de fingir un orgasmo? Sí, fingir, escuchó bien, dije fingir; y no se haga el sorprendido, ¿o alguna vez pensó que su cuerpo grasiento y su aliento apestoso me excitaban siquiera un poquito? ¡Ja!, ¿eso es todo lo que puede hacer: pegarme? ¿Y ahora qué, me violará? Eso está mejor, licenciado, mucho mejor, es más digno de su jerarquía: despedirme. Sin embargo, me temo que hoy no tengo ganas de quedar desempleada, es más, todo lo contrario, tengo ganas de un asenso y un aumento, ¿que le parece? ¿Loca, yo? No, licenciado, no estoy loca, simplemente estoy embarazada. Y para que vea que no soy mala persona, a cambio de no contar a nadie que es usted el padre del bizcochito que llevo en el horno, sólo le pido un puesto menos degradante y un salario más acorde con mi nuevo estado, porque además, no pienso pedirle pensiones, sino que voy a valerme por mis propios medios para mantener y criar a nuestro... perdón, a mi hijo. ¿De qué se ríe, licenciado? ¿Le parece gracioso embarazar a su secretaria? Ojalá que su esposa también encuentre esta situación graciosa. ¿Nadie me va a creer? No sea iluso, licenciado, y no se arriesgue a un escándalo público; mire que vine con las mejores intenciones de no perjudicarlo, no haga que me arrepienta. ¿Por qué llama a seguridad? ¿Es que no me escuchó? ¿No ha entendido que estoy esperando un hijo suyo? Su-yo, suyo, licenciado. ¡Suéltenme! Dígales que me suelten, licenciado, me están lastimando. ¡Todo el mundo se enterará de esto, licenciado, se lo juro! ¿Qué cosa? ¿Usted hizo qué...? ¿Vasectomía? ¡Suéltenme!

septiembre 13, 2007

Encuentro Primaveral




El viernes 21 de septiembre recibiremos la primavera entre blogueros, comentaristas y lectores, compartiendo una parrillada, muchos tragos y mucha charla.

La reunión será a las 20:00, en Achumani, Av. Aviador # 4 (de la calle 9, Plaza Escalante, subiendo dos cuadras).

El aporte es Bs. 25, para entregarlo y confirmar asistencia (máximo hasta el viernes a medio día), por favor contactarse con los teléfonos:

70675974 – Junior
70149590 – Willy
70665343 – Ceci
72584068 – Oscar
76255778 – Clarita


¡NO FALTEN!

septiembre 11, 2007

Rosadito punto com

¿Me amas?, le preguntó como de costumbre. “Más que a mi vida”, contestó él, siguiendo la rutina del romance. Así continuaron, durante media hora, con el ping-pong rosa cotidiano, necesario, según ella, para confirmar el sentimiento que los unía; útil, según él, para llenar los vacíos de sus charlas: “¿Cuánto me quieres? De aquí hasta la luna. ¿Me amarás toda la vida? Y toda la muerte, también. ¿Alguna vez amaste así? El amor lo conocí contigo. ¿Etc.? Etc.”. Luego, se despidieron melosamente, prometiendo volver a encontrarse al día siguiente, a la hora acostumbrada y en la misma sala de chat. Recién entonces, Nanda salió del café internet y corrió a su casa, pues su padre tenía que recogerla para llevarla a cenar y festejar su treceavo cumpleaños, mientras Fernando apagaba la computadora y salía con prisa de la oficina, pues era el cumpleaños de su hija y había prometido llevarla a cenar.

septiembre 03, 2007

Bloguivianos: muchas gracias


Según la sabiduría popular, en Santa Cruz la hospitalidad es ley. Pues bien, nadie infringió esa ley durante el Bloguivianos 2007. Nos trataron tan bien que casi enviamos nuestras renuncias por fax, para quedarnos a vivir en la ciudad de los anillos. Sólo por citar un ejemplo de la magnífica hospitalidad cruceña, les cuento que muy pocos de los que llegaron del interior se alojaron en hoteles, pues la mayoría fuimos alojados por amigos blogueros. Particularmente, a mí me toca agradecer a Ronaldo, un anfitrión de lujo.

El encuentro de blogueros fue un éxito, no sólo por la brillante organización y el esfuerzo de Sebastián Molina y toda la gente de Mundo al Revés, sino también por el espíritu de sana confraternidad de todos los concurrentes. No voy a citar nombres porque conocí a muchísima gente linda y no quisiera cometer el error de olvidarme de alguien.

El próximo año nos toca a los urbandinos organizar el Bloguivianos 2008. La tarea será difícil, ya que lo realizado por cruceños y cruceñas bordeó la nota perfecta. Sin embargo, nos comprometemos a esforzarnos para alcanzar un nivel y hospitalidad similares.

Bloguivianos, muchas gracias por esta hermosa experiencia.

agosto 24, 2007

La secta del Félix

Bueno, como el libro ya se ha presentado oficialmente, ahora sí puedo publicar el cuento. Sin embargo, ciertas características de la edición dificultan que sea posteado; por eso, lo he subido a la red para que cualquiera pueda descargarlo. Basta con hacer click con el botón derecho del mouse sobre la imagen y escoger (en la lista de opciones que aparecerá) "save target as..." o "guardar enlace como...".



Claro que también recomiendo que compren el libro, pues además de este texto contiene los 9 cuentos finalistas del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2007.

agosto 23, 2007

Ad infinitum

“Por qué”, decía siempre que le indicaban cómo vivir. “Porque Él así lo ha escrito”, le contestaban invariablemente. Entonces, adquirió conciencia del poder de las palabras. Aprendió a leer y escribir mucho antes que los demás niños de su edad, y cuando le tocó hacerse hombre, prefirió no hacer el amor, pues estaba convencido de que escribirlo era más placentero. Como cualquier otro joven, gran parte de sus pensamientos convergían en el sexo, pero a diferencia del resto, tenía una actividad sexual incesante, asombrosa. Prueba de ello son los ciento veintitrés tomos que, durante muchos años, produjo escribiendo el amor.

Cuando decidió que era tiempo de casarse, escribió una mujer y, luego, sus hijos. De esa manera, escribió una familia feliz, perfecta; pero una brisa inoportuna vino a malograr su plenitud, llevándose con sus brazos de aire varias páginas de su vida. No podía volver a escribirlas, nunca podría hacerlo de manera idéntica, jamás podría recuperar a la familia que había creado.

Escribió el dolor y la ira; después borró todo lo que había escrito y descubrió que la soledad era una página en blanco. Decidió, entonces, escribir un reino y se escribió rey. Escribió vasallos, bufones, cortesanos y un harem. Por mero aburrimiento, escribió otro reino y otro rey para poder escribir la ambición, la crueldad y la guerra. Lógicamente, escribió su victoria.

Ya viejo, cansado de su reino, escribió un universo y, de éste, se escribió Dios. Con el pulso cansado, escribió galaxias, constelaciones y planetas. No le quedaba mucha vida, por eso decidió escribir su inmortalidad, encargándosela a los seres escritos de un planeta que también escribió y nombró Tierra. Ellos, acatando su voluntad, lo escribieron inmortal; entonces, adquirieron conciencia del poder de las palabras...

agosto 01, 2007

Dos a uno


Llegó corriendo a la cancha, justo cuando el delegado entregaba las tarjetas del equipo a la mesa de control. Hizo notar su arribo con silbidos agudos, que indicaban, mejor que las palabras, que lo incluyesen en la formación titular. No podía ser de otra manera, pues Lucio era el capitán del equipo. Hace seis años que era el líder de ese grupo de albañiles que, sábado tras sábado, competían en la pequeña liga barrial, no porque fuera el mejor jugador, sino porque era el más veterano. Cuarenta y seis años: doce jugando en el “Puerto Acosta” y treinta trabajando de albañil. “Casi no llego, che. Se ha plantado el mini. Todo el desecho he venido bajando al trote”, dijo Lucio, como excusa por el atraso.

Y no era muy frecuente que diese explicaciones a sus compañeros, sobre todo desde que llegó a ser maestro; pero ese día era especial. Doce años habían pasado desde que formara el “Puerto Acosta”; doce años de estar mitad de tabla para abajo; pero ese día, ese 11 de noviembre, jugaban la final. “Carajo, cómo no voy a jugar. Tengo que correr”, pensó, cuando el minibús en el que se dirigía a la cancha quedó plantado con el motor humeante.

Luego de vaciar sus implementos deportivos del maletín de cuerina multiuso que lo acompañaba todos los días, se transformó en el capitán Lucio Chambi. Era un remedo de futbolista: las piernas demasiado delgadas en comparación con el enorme tórax y la prominente barriga. Las medias, que a fuerza de tanto enjuague habían perdido forma y color, chorreaban hasta formar un arrugado bulto encima del zapato. Sin embargo, ese día iba a estrenar un cintillo, reemplazando el pañuelo que solía atarse al brazo, como para gritar a todos: “yo soy el capitán, carajo”.

El equipo rival no era presa fácil. Lo conformaban jóvenes, hijos de comerciantes, universitarios algunos, bien alimentados, con el porte atlético andino. Habían llegado a esa instancia sin perder un solo punto. Eso no importaba, Lucio estaba seguro de ganar. Pero claro, su seguridad sólo tenía como base el inmenso deseo y la esperanza de llegar a ser el número uno, de triunfar aunque sea por unas horas. Treinta años de obedecer órdenes, de tragar “mierdas”, de aceptar “carajos”, de llorar “hijodeputas”, de prácticamente besar los pies del arquitecto de turno, le hacían desear imperiosamente ganar ese partido.

El árbitro sopló el silbato chino para indicar que el partido comenzaba. Monótono. Aburrido. Qué más se podía esperar de una liga barrial. Claro que los que estaban en la cancha no pensaban igual, y menos cuando los muchachos del “Forever Friends” anotaron un gol. Se abrazaron ruidosamente mientras algunos parciales exteriorizaban su alegría y apoyo encendiendo unos cuantos petardos de tres tiros, de esos que generalmente sólo sueltan dos.

Lucio insultó a su arquero, a los defensores, a los atacantes e incluso llegó a murmurar: “Qué pasa pues, Dios, ya no jodas”. Así continuó el partido, hasta que en el minuto veintidós de la segunda parte, Martín Poma, su ayudante de todos los días, anotó el empate. Lucio se arrojó a sus brazos, lo apretó hasta dejarlo sin aire. “Bien carajo, bieeeen. Te has ganado una caja, pendejo”, le dijo mientras lo asfixiaba. Y en el minuto ochenta y cinco, la gloria: penal. “Yo pateo, yo pateo”, gritaba Lucio mientras corría desde el centro del campo.

Tomó el balón con ambas manos, lo aprisionó como si alguien se lo fuera a quitar. “Ahora sí. Quisiera que me vea el patrón. ‘Inútil de mierda’, sabe decirme. Cuál inútil, carajo, yo hago sus casas. Yo voy a ganar”, pensaba mientras acomodaba el esférico sobre el punto blanco que la cal hacía resaltar en esa planicie polvorienta. “Diosito, dirigí mi pie. Si meto voy a bailar con traje de lujo este año, te prometo”. Se fijó en el arquero, un casi niño de dieciocho años. “A este chango lo voy a fusilar”. Tomó bastante impulso; retrocedió unos quince metros. Corrió con todas las fuerzas que le permitían sus piernas escuálidas, cansadas de soportar ochenta y tres quilos todos los días. “Conque inútil, conque cholo cojudo, conque hijo de puta. K’ara de mierda.” Y fue tanto el impulso, que llegó cansado, dando un mediocre puntapié al balón, que llegó suave a las manos del portero. Nadie le reprochó nada. Al minuto, gol del “Forever Friends”. Dos a uno.

A Lucio no lo consolaba ni la cerveza que tenía en la mano. No hablaba con nadie, sólo tomaba. En realidad, solamente algunos jugadores de su equipo tenían ánimo para hablar y reír, los demás tomaban callados. Pero el alcohol afloja los labios. “Bien burro eres, Lucio, cómo has de fallar tan de cerca. Yo hubiera chuteado”, le espetó Andrés Huamán. Lucio se hundió más en la depresión. Tomó el vaso con firmeza, lo bebió de un solo trago y se paró. Todos pensaron que iba a propinarle una golpiza a Andrés, pero pasó de largo. Se acercó al lugar donde los muchachos campeones festejaban: “Changos de mierda, fuera de aquí. A festejar a otro lado, pendejos”. El silenció siguió a las palabras de Lucio; luego, las risas, originadas por un balonazo que impactó en la nariz del maestro capitán. La trifulca se armó. Puñetes, patadas, mordisco, pellizcos, uno que otro botellazo, sangre, dientes... Los albañiles son rudos, no hay nada que hacer, dieron cuenta de los “Forever Friends” en pocos minutos. “Hemos ganado”, gritaba Lucio. Todos sus compañeros lo secundaban. Entonces sí tomaron bulliciosamente. Ya no hablaban del partido, sino de la pelea. “Yo le bajado la jeta al arquero”, “Yo le pateado las bolas al que ha metido el gol”, “Dos botellazos he dado a no sé quién”, y así, cada uno contaba su pequeña hazaña. “Hemos ganado, en algo por lo menos”, pensaba Lucio. De trofeo les quedaba el balón que, luego de golpear al capitán, quedó botando cerca del tumulto. “Esta es nuestra copa”, decía Lucio en medio de carcajadas, mientras levantaba la pelota del “Forever Friends”.

Poco a poco, se fueron retirando del lugar, dejando a Lucio solo, con la responsbailidad de cancelar la cuenta. “Dushentotrenta es, maistro”, le dijo la señora que los había atendido. Lucio, tan metido en la euforia alcohólico-pugilística, pagó sin pedir rebaja. Con el maletín en una mano y el balón-trofeo en la otra, caminó unas cuantas cuadras, completamente extraviado en sus pensamientos. “A ver, que me diga ‘inútil’ de nuevo. A veeeeer. A ver, que me diga ‘indio de mierda’. Le voy a pegar. Sin dientes le voy a dejar al arquitecto. Si será arquitecto, tamaño burro. Yo trabajo, él gana. Él se equivoca, yo cago. A nosotros siempre nos joden...”. Y caminaba por la acera, que de todos modos le resultaba estrecha, pues se esforzaba por mantenerse en medio de ella, como equilibrista de circo. “Al pobre nadies le da, al pobre nadies le da, al pobre nadies le presta, palomitay...”, cantaba Lucio a voz en cuello, mientras se acomodaba bajo el pequeño toldo de lata de una tienda, como si tuviera que resguardarse del sol o la lluvia. Poco a poco, fue disminuyendo el volumen de su canto, que alternaba con imprecaciones contra “el arquitecto”, hasta quedar profundamente dormido, pero eso sí, aferrado a su trofeo.

Soñó muchas cosas. Se vio en el partido, fallando el penal. Se vio en la construcción, agachando la cabeza mientras el arquitecto le mentaba a la madre y a la raza. Se vio en su casita, comiendo con sus cuatro hijos. Se vio en su cama, amansando a su mujer. Sintió alegría, sintió placer, sintió rabia, sintió hambre, sintió pena, sintió dolor, sintió dolor, sintió dolor... Abrió los ojos y alcanzó a ver la mano que retiraba el puñal de su estomago. Cayó al cemento frío. Su sangre brotaba a borbotones, formando un pequeño charco, del cual se desprendía un hilo que se iba haciendo más grueso, hasta que su cauce tomó rumbo hacia la mejilla de Lucio. Movió los ojos buscando su trofeo y lo divisó siendo arrastrado por los suaves toques que un par de pies le propinaban algunos metros más abajo. Levantó la vista tanto como pudo y llegó a distinguir al agresor. Una espalda delgada, cubierta por una vistosa polera que llevaba estampado el número doce y “Forever Friends”.

julio 28, 2007

Piratería urbandina


Hace años, la piratería de libros se realizaba rústicamente, de tal forma que al comprar alguno de estos textos existía una alta probabilidad de que tuviera páginas en blanco o que estuviera mal compaginado. Hoy en día, la calidad de los libros pirateados es bastante buena, por lo menos lo suficiente como para poder leer el texto entero sin sorpresas “editoriales”. De todas formas, aún deben seguir circulando los truchitos de antaño que jamás llegaron a venderse; digo esto, porque hace un par de semanas, mientras caminaba por el Prado, me detuve ante la oferta pirata de un puesto callejero, pues me atrajo un título: “El evangelio según Jesucristo”, de José Saramago. Pregunté el preció y pagué sin objetar nada, ya que luego de una rápida revisión, me pareció que la calidad de la impresión bien valía los treinta pesos que desembolsé. Sin embargo, un par de días después, cuando mi lectura había llegado hasta casi la mitad del libro, me percaté de que faltaba una hoja (de la página 234, saltaba a la 237). Lógicamente, fui a reclamarle al vendedor, esperando que me diera un libro completo o me devolviera el dinero. El tipo revisó el libro página por página, a pesar de que ya le había señalado dónde estaba el error, y me lo volvió a dar, diciéndome: “Joven, sólo le falta una hojita, no tiene nada malo, se puede hacer contar esa parte”. Al escuchar semejante despliegue de descaro, casi me caí de espaldas y sólo hubiera faltado que apareciese sobre mí un “¡PLOP!” gigantesco para coronar la escena. Demás está decir que tuve que retornar al hogar con la versión incompleta del libro y con la bilis brotándome hasta por los oídos.

Peores chascos se pueden sufrir cuando se compra un DVD pirata, pues no es nada raro que en algún momento la imagen se distorsione o simplemente se detenga, aunque el sonido siga avanzando. También ocurre que –y muchos lo han debido experimentar– que el contenido del DVD ha sido filmado en una sala de cine, por lo que, además del audio de la película, se escuchan risas, murmullos, jadeos, carraspeos, crujidos de papas fritas o llantos de bebés; y por si eso fuese poco, de tanto en tanto la sombra de los espectadores con vejiga chica atraviesa la imagen y, si la escena es interesante, la sombra se detiene hasta que su propietario sacia su curiosidad. Como en los libros, de nada sirve reclamar; los piratas siempre tienen un argumento para justificar los defectos de lo que venden: “¿Me puede cambiar esta película?”, dije con suprema ingenuidad. “¿Por qué’ps?”, me respondió. “Porque la calidad no es buena; la peli la han filmado en un cine”. “No creo, joven; a mí me parece que la han filmado en varias calles o en un buen estudio”. “No te hagas al opa; sabes a lo que me refiero. Esta copia la han grabado con una filmadora dentro de un cine, por eso se escucha la bulla de la gente y se ven las sobras contra la pantalla”. “Aaaaah. Más bien usted ha tenido suerte y le ha tocado la versión para home theater”. “¿Quí cosaaaaaa?” “Sí, pues, joven; en esa versión se incluyen efectos especiales para que el que la mire sienta que está en el cine. En todo caso, me tendría que aumentar cinco pesitos, porque esas son más caras”. ¡PLOP! (mientras un cocodrilo invade una casa cercana).

Y la piratería ha extendido sus tentáculos hacia el rubro “servicios”. Un primo mío, que vive en un edificio del centro citadino, me mostró un volante mal fotocopiado que había sido introducido en su departamento por debajo de la puerta. Palabras más, palabras menos, el volante indicaba: “¿Estás cansado de la TV nacional? ¿No tienes dónde ver los partidos de la Copa Libertadores? Ya no sufras: ¡afiliate a Under Cable! ¡Por sólo 10 $US mensuales!...” Obviamente, mi primo se afilió; pagó, además del primer mes adelantado, otros diez dólares para cubrir los costos de instalación. Con eso, el gerente-propietario de Under Cable compró treinta metros de cable coaxial para “compartir” su conexión legal, estirándola hasta el departamento de mi primo y, seguramente, también hasta los de muchos copropietarios del edificio. Como el negocio le salió muy bien, al poco tiempo abrió un café internet en la planta baja del edificio y, casi inmediatamente, creó la empresa “UnderNet”: “¿Estás cansado del Dial Up? ¿Gastas mucho en teléfono cuando descargas música? Ya no sufras...”

Los piratas informáticos, debo reconocerlo, tienen cierta vena humorística. Lo comprobé cuando, al intentar instalar un software que adquirí por diez pesitos, apareció en la pantalla una llamativa presentación que explicaba cómo hacerlo, mostraba el número de serie para activar el programa y, con letra de menor tamaño, decía: “Si tiene problemas con la instalación o el software no funciona, escriba a mecagoenvos@pelotudo.com y quéjese con su abuela, carajo”. Por suerte, pude instalar el programa sin problemas, ya que dudo mucho que ese fuera el mail de mi abuela y, menos aún, que ella hubiera querido devolverme mi plata.

En fin, en defensa de los piratas urbandinos, debo decir que gracias a su laburo muchos pueden acceder a la música, el cine y la literatura. Es una actividad ilegal, lo sé, pero también sé que en un país con ingreso per cápita tan bajo, sólo pirateando se puede otorgar al pueblo la posibilidad del acceso a la cultura.

julio 21, 2007

¿Dos millones? ¡Yaaaaaa!


A eso de las once de la mañana del viernes 20 de julio, la policía, a duras penas, logró rescatar a un monrero –que se había metido en una vivienda de Villa Armonía– de un grupo de seis o siete vecinos que querían lincharlo en la plaza del barrio. Sin embargo, la furia de los linchadores no se debía al intento de robo, sino más bien a que el sujeto no había respetado el paro cívico y estaba trabajando en vez de haber acudido al cabildo. “Seguro es chuqisaqueño este maleante”, decían algunos; “camba debe ser”, opinaban otros. Los gendarmes, a modo de ganar tiempo y calmar los ánimos, pidieron al sospechoso que mostrara sus documentos, y éste sacó su pasaporte peruano, con lo cual salvó la vida y, además, consiguió que los vecino le pidiesen disculpas, pues lógicamente, al ser ciudadano extranjero no tenía porqué participar en la movilización paceña. Así, el peruano pudo irse tranquilo, e incluso una doñita, arrepentida por los palazos que le había dado, llegó a decirle: “va disculpar, joven, otro día vuelva nomás”.

Probablemente, la acción de esos vecinos pueda ser injustificable, pero sí entendible, dado que el paro cívico paceño –como no ocurría desde que este cronista tiene uso de razón– fue acatado sagradamente; en las calles no había ni siquiera dulceras, es decir, el paro fue tan contundente que hasta el comercio informal apoyó la medida, cosa que ya es memorable. Sin embargo –y no lo cuento por desputero–, no pude dejar de advertir que una salteñería de la Plaza Abaroa atendió con normalidad; claro, era obvio, pues se trataba de las “Salteñas Chuquisaqueñas”.

Como se pudo apreciar en las imágenes televisivas, el cabildo tuvo una concurrencia multitudinaria; sin embargo, ¿será que –como algunos dijeron– asistieron más de dos millones de personas? Haré un cálculo básico y el resto lo dejaré para los ingenieros. Asumamos que en un metro cuadrado caben cuatro personas, por tanto, en cien metro cuadrados caben cuatrocientas, en mil caben cuatro mil y así, sucesivamente, podemos deducir que para dos millones de ciudadanos se necesitan quinientos mil metros cuadrados. Es aquí donde deben entrar los ingenieros –quienes deben saber el ancho del autopista y de las avenidas aledañas a la Ceja de El Alto– para estimar, de acuerdo a las imágenes aéreas, si efectivamente el cabildo tuvo tan millonaria asistencia.

A priori –de acuerdo a datos censales–, me imagino que para que el cabildo haya convocado a más de dos millones de personas, necesariamente la hoyada ha debido quedar desierta –sin linchadores, obviamente–; es más, hasta los presos de San Pedro han debido ser trasladados al magno evento; los prostíbulos seguramente quedaron sin funcionarias; los cuarteles han debido parecer pueblos fantasmas –con bolas de paja atravesando sus patios–; los hospitalizados –camillas incluidas– han debido salir a tomar un poco de sol altiplánico; los cleferos y alcohólicos, también han debido aportar con su granito de arena decidiendo ir a inhalar y beber a la noble urbe alteña...

Que el cabildo fue un éxito, no lo dudo; pero no debemos caer en la alharaca, ni en la hiperbolización. De lejos, de todos los cabildos organizados en la historia de este país, fue el más concurrido, lo cual no implica que se deban largar cifras de asistencia alegremente. Aunque es necesario mencionar que tradicionalmente somos medidores; pareciera que esa maldita canción del Conejo Riky –“gusanito medidor...”– ha quedado incrustada en nuestro subconsciente. De hecho, el “ojo de buen cubero” se puede apreciar en cualquier transmisión futbolera, ya que los relatores, sin ninguna duda, suelen decir: “remató desde treinta metros...”, “el balón pasó a diez centímetros del poste...”, “los pillaron medio metro adelantado...”

En fin, hayan sido dos millones o doscientas mil personas, quedó claro que La Paz no quiere que la sede de gobierno sea trasladada. Pero más importante aún –según mi punto de vista– quedó demostrado que los paceños expresan un sentimiento más nacional que regional; digo esto por un hecho sencillo, y sin embargo relevante: de entre esa muchedumbre reunida en la Ceja, la bandera que más flameó fue la boliviana; luego, la paceña y, después y muy pocas, la wiphala.

Si el año pasado me preguntaban sobre este tema, con seguridad hubiera respondido que preferiría que la sede de gobierno se trasladase a otro departamento. Hoy, las cosas han cambiado, pues me parece que se está tratando de ponerle una zancadilla a la Constituyente. Hace algún tiempo ironicé sobre el cambio de escudo, pues me parecía una discusión irrelevante. Hoy no ironizo, pues la discusión me parece relevante, pero creo que no es el momento apropiado, ni la manera correcta de hacerlo. Ahora bien, si me aseguran que el cambio de sede de gobierno va a reducir la pobreza, eliminar la discriminación y el racismo, borrar la corrupción, aumentar el empleo o generar industria, entonces, de hecho, la apoyaré decididamente.

julio 17, 2007

Con o sin trenzas


“El reinado de CHOLITA PACEÑA 2007 duró minutos”, así titula un diminuto artículo publicado en La Prensa, en el que se cuenta que Mariela Mollinedo –quien había resultado ganadora- fue despojada del título por utilizar trenzas falsas. La escueta nota, sin embargo, alcanzó resonancia internacional, pues varios periódicos del mundo la han reproducido e incluso incrementado (Perfil, El Nuevo Herald, El Universal, Chicago Tribune, The New Zeland Herald, Spiegel).

Debo decir que apoyo totalmente la decisión del jurado, pues estos concursos deben premiar, ante todo, la belleza natural de las candidatas. Las trenzas postizas, en este caso, podrían ser comparables a los anabólicos en el atletismo; es decir, es hacer trampa de manera descarada.

Para prevenir que un escándalo semejante vuelva a repetirse, creo que debería constituirse una comisión de jaladores, quienes serían los encargados de comprobar la autenticidad de las trenzas, además que también podrían calificar el estilo del trenzado, verificando –lupa en mano– cuántos pelos están fuera de su sitio, de tal forma que se le asigne justa y real dimensión al peinado tradicional de la chola paceña. Para evitar exageraciones malintencionadas, deberían establecerse ciertas reglas, como que los jaladores sólo jalen tres veces cada trenza para realizar la comprobación, o que sea obligatorio que se laven las manos antes de hacerlo.

Y considerando que la elección de Miss Bolivia ya está cerca, creo que también en este certamen es necesario asumir medidas similares. Obviamente, en este caso las trenzas no interesan, pero sí se debería verificar la naturalidad de otras zonas del cuerpo, pues si un par de pichicas postizas originaron la descalificación de Mariela, me parece que igual castigo deberían sufrir quienes se han tuneado empleando silicona. Por tanto, urge que se conforme la comisión de tocadores.

Es probable que la señora Gloria Limpias –quien organiza el máximo evento de belleza en Bolivia– objete esta propuesta aduciendo que es un costo extra difícil de financiar; por eso, la comisión de tocadores tiene que estar conformada por ciudadanos desinteresados, que estén dispuestos a sacrificar su tiempo sin cobrar honorarios, sólo con el noble propósito de que nuestra futura Miss sea una digna representante de la auténtica y natural belleza boliviana. Siendo yo un cholo patriota, me ofrezco como miembro y organizador de esta comisión.

Demás está decir que la comisión de tocadores tendrá sobre sus hombros muchísima más responsabilidad que la comisión de jaladores, pues, al fin y al cabo, como lo demostró Mariela Mollinedo, una cholita se ve igual de linda con o sin trenzas; sin embargo, ¿Miss Bolivia se vería bien sin tetas?


julio 16, 2007

No estaba muerto, andaba de parranda...



Muerto, aún no. Sólo estoy muriendo, como todo aquel que ha nacido. Sin embargo, en ese morir, sé que debo darle tiempo al vivir. Robándole las palabras a un maestro, se podría decir que hay que morir viviendo.

Las exigencias cotidianas, biológicas y culturales nos obligan –si no a todos, a muchos- a sumergirnos en la rutina laboral, pues sólo así se puede conseguir lo necesario para prolongar el morir, siempre con la esperanza de que algún momento el orden de los verbos se invierta. Y así estoy actualmente, ocupando la mayor parte de mi vigilia detrás de un escritorio; pero debo admitir que lo tedioso y sofocante de una ocupación así –en mi caso- se disimula bastante bien, incluso llegando a ser agradable, pues el azar ha tenido la buena leche de que el escritorio contiguo esté ocupado por un jefe al cual, desde mi época universitaria, admiro y respeto, de tal forma que la jornada laboral se transforma, generalmente, en jornada de aprendizaje y tertulia. Así, a veces pienso que soy extremadamente afortunado, ya que además de estar aprendiendo de la experiencia y conocimiento de Rubén Vargas, -¡aunque usted no lo crea!- me pagan por hacerlo.

En fin, lo anterior fue sólo para explicar el porqué de mi desaparición. Obviamente, no voy a poder dedicar el tiempo que desearía a este blog, pero tampoco pretendo relegarlo al olvido. Prueba de esta voluntad es el nuevo diseño que hoy –saludando de Julio el gran día- las Crónicas Urbandinas estrenan. Conciente estoy de que no es gran cosa, mas si consideran que mis conocimientos informáticos son limitados, podrán darse cuenta de que me ha demandado mucho trabajo.

Y ya que estamos celebrando la efeméride paceña, quiero repetir un post antiguo, porque creo que es lo mejor que he escrito sobre este hueco.


Del Illimani, ahicitos


Habitamos una ciudad bulímica, que vomita febreros y octubres, para volvérselos a tragar, de tan hambrienta. Sí, pero también habitamos una ciudad mágica, cuenca de cíclope tuerto, construida con ingenio y, sobre todo, con imaginación. Y aunque no tuvimos un Arzáns que nos fundara en la ficción, tenemos una memoria colectiva que se encarga de erigir imaginarios, de crear una verosimilitud que hace posible la vida en medio del caos de esta ciudad con nombre, más que irónico, farsante. Sí, La Paz, desde su nombre, es ficción. Ficción que habitamos y que nos habita, que es escape y retorno, y que nos reclama, a aquellos que hemos sido embaucados por sus coqueterías, perpetuar en el lenguaje la imposibilidad de lo absoluto.

Así, pues, del Illimani, ahicitos, no sólo habrá un hueco lleno de hormigas multicolores, sino también universos enteros, prestos a ser explorados, conquistados y colonizados. Porque habrá acaso en la nasal voz de los postmodernos copilotos andinos algo más que la promesa de un destino, algo similar a un coro polifónico que irrumpe en medio de la sinfonía bocinesca, en medio de un escenario caótico repleto de extras y efectos de humareda, para conjurar el hechizo del frío, que entumece piernas y corazones, con la naturalidad que impone el hambre a los 3600 días de vida.

Habrá acaso debajo de los toldos multicolores algo más que frutas de temporada, ropas chilenas made in Bolivia o radio grabadoras Panatonic, algo más cercano al ingenio que al contrabando, una especie de picardía regida por las leyes de sobrevivencia, que manda al carajo los miles de artículos del aparato legislativo/justiciero.

Habrá acaso en las paredes algo más que blancura monopol, algo parecido a versos clandestinos, a memorias de poetas anónimos que plasman su impotencia, frustración, alegría, desengaño, esperanza, furia, ideología, ánimo, amor, odio, calumnias, verdades, amenazas o declaraciones, en ese maravilloso e inacabable papel que se extiende por cuadras y cuadras y se ofrece, tentador/seductor, a las brochas o aerosoles de la creatividad urbana, que no se cansa de escribir cosas tales como: Cristo viene... ¡Hazte pepa!

Habrá acaso en la ínclita ciudad algo más que el reflejo del Illimani, algo más que calles orinadas, crucificados en pelotas, marchadores de tiempo completo, burócratas que esperan el viernes para ocultar el aro de matrimonio y gastarse la quincena con una negra interesada, minibuses–sardineras contagiadores de gripe, discos de Julio Iglesias con tapa de Los Panchos, perros cagadores/cogedores/mordedores, trasvestis cuarentones con minifaldas fucsias, bailarines de tilín, carteristas/albertos/monreros/campanas/juglares que han aprendido las historias del tío. Habrá acaso algo más que eso –y también eso, por qué no–, junto –revuelto–, en paz –¿será?– y amor –¿será?–, para cantarlo, contarlo, pintarlo, gritarlo, archivarlo y hacerlo conocer para perpetua memoria.

junio 20, 2007

San Juan Bloguero Urbandino (6º encuentro)

Como se había anunciado hace algunas semanas, nuestro 6º Encuentro Bloguero Urbandino será en San Juan (sábado 23). Los datos están en la imagen/invitación que acompaña a este post (denle un clik para ampliarla). Para mayores informes: 70149590 - estido@gmail.com.

junio 16, 2007

Primero será el fútbol, luego...

Como buen cholo urbandino, siempre me he sentido muy orgulloso de vivir tan arriba. Este profundo orgullo incluso me ha hecho soltar una que otra cursilería, como la que me salió cuando, estando de paseo en Cusco, una gringa me preguntó “¿Tú eres peruano?”, y yo le contesté “Nooooooooo, yo vivo 3600 metros más cerca de las estrellas”, ocasionando que la mochilera pelirroja abriese ostensiblemente los ojos y replicara, con una mezcla de incredulidad e ignorancia, “¿vives en Hollywood?”.

Y claro, por eso resulta comprensible que sintamos nuestro orgullo pisoteado cuando cualquier hijo de vecino, alegremente, se atreve a vituperar la bendita altitud de la Ínclita. Así de ofendidos nos sentimos, hace algún tiempo, porque cierto DT extranjero señaló que jugar fútbol a esta altura resultaba “inhumano”. Me imagino que dijo eso en medio de la calentura originada por la derrota de su equipo, tratando de achacar a la altura paceña las consecuencias de la mala vida de sus dirigidos, quienes, la noche previa al encuentro, fueron seducidos por las fotos 100% originales de los anuncios XXX de la prensa, y contrataron los servicios de algunas damiselas, con las que no sólo desordenaron las sábanas, sino que también brindaron copiosamente por la belleza del cielo andino. Un partido de fútbol es una actividad física exigente, es cierto, pero no implica ni el 10% del esfuerzo que requieren los placeres del catre; por eso, no es de extrañar que luego de saborear la “carne buena del altiplano” toda la noche, sus dirigidos no hayan tenido el resto físico necesario para patear pelota noventa minutos.

Ahora bien, esa anécdota nos conduce hacia otra barrabasada, pues algunos turistas comenzaron un rumor que, últimamente, está adquiriendo demasiado cuerpo: “en esta altitud, el sexo puede ocasionar infartos o embolias”. Ese disparate carece de sentido, porque con una mínima preparación física y una máxima cachondez, los jóvenes cholos practican sanamente todo tipo de actividades amatorias en las partes más altas de esta ciudad. Así lo pude comprobar hace dos meses, cuando me dirigí hasta el mirador de Alto Pampahasi con la intención de tomar fotos panorámicas de la Ínclita y un par de muchachos corpulentos me impidieron el ingreso, indicándome que los fotógrafos del Extra tenían la exclusividad del evento. “¿Qué evento?”, les pregunté. “La maratón sexual, pues, ¿acaso no sabías?”, me contestaron, empleando un tonito burlón y señalando un afiche contiguo al letrero que identificaba al Mirador; y digo “identificaba”, pues a partir de esa noche los organizadores de la maratón optaron por hacerle una ligera modificación para que el lugar quedase rebautizado como “Tirador”. En fin, el hecho es que al día siguiente todos los atletas sexuales se encontraban muy bien de salud, con amplias sonrisas (incluso los perdedores) y con ganas de volver a competir. Por tanto, quedó demostrado que el sexo se puede practicar/ejercer/disfrutar/padecer a cualquier altitud; aunque, en honor a la verdad, los cholos paceños tenemos la ventaja de poder lograr con más facilidad que nuestras circunstanciales parejas “toquen el cielo”, o que por lo menos lo rocen, porque está bien cerquita. Lamentablemente, ese rumor malintencionado está originando, cada vez más, que las turistas se priven de una experiencia celestial. De cierto modo, se está vetando la actividad sexual en La Paz sólo por su altura, y creo que la Cancillería debería pronunciarse al respecto, pues es un grave atentado contra las relaciones internacionales.

Estos absurdos rumores sobre los efectos de la altura se están diversificando. Hace algunos años era normal encontrar turistas ebrios en los boliches, pues uno de los principales atractivos turísticos de este hueco es la, mundialmente conocida, Cerveza Paceña; sin embargo, desde que se comenzó a hacer tanto revuelo por los 3600 metros, los extranjeros evitan consumir bebidas alcohólicas, pues creen que aquí el trago sube más rápido y que, por ende, existe un gran riesgo de intoxicarse. Conociendo estos antecedentes, no me sorprendió mucho –aunque sí me indignó bastante- que un ciudadano español finalizase un post sobre su viaje a La Paz con una recomendación/veto en mayúsculas: “EN ESA CIUDAD EVITEN LAS BEBIDAS, PUES OS ASEGURO QUE BASTARÁN DOS COPAS PARA QUE VUESTROS CUERPOS DEJEN DE PERTENECEROS”. Me imagino que este hijo de... la madre patria es demasiado pollo o, peor aún, ni siquiera lo debe ser, ya que seguramente todavía no salió del cascarón y por eso es tremendo huevón. Entre paréntesis, este tipo me hizo recordar un chiste que, pensándolo bien, debe nomás estar basado en hechos reales:

-¿Aló? ¿Pepe?
-¡Manolo! ¡Qué gusto escucharos!
-Igualmente, hombre, igualmente.
-¿Y a qué se debe este milagro?
-Pues nada, que te llamo para saber si tenéis tiempo para hacer un viajecillo de la puta madre.
-Tiempo sí tengo, Manolo, pero ¿a dónde queréis viajar?
-¡A La Paz, Pepe, a La Paz!
-¡Joder, hombre! ¿Y eso dónde queda?
-¡Vaya tío más ignorante! Queda en Bolivia, hombre, en Sudamérica.
-¡Hostias! ¿Y para que queréis que viajemos tan lejos?
-Pues nada, que me contaron que allá se folla de puta madre.
-¡Joder leche! ¡Eso me agrada!
-¡Claro! Por eso mismo os he llamado.
-Pero no os quedéis mudo, proseguid, decidme más detallines.
-Pues nada, que me contaron que ni bien uno pisa el aeropuerto ya comienza a follar.
-Noooooo...
-Que sí. Y también me contaron que en cualquier bar, basta con tomar un trago para que se inicie una orgía de puta madre.
-Noooooo...
-Que sí, coño. Además, me contaron que cuando uno entra en el cine no puede ver la película, porque antes de que apaguen las luces ya comienza la follada.
-Joder, Manolo, ¿y quién te contó todo eso? ¿Es gente de fiar?
-Pues claro, Pepe, me lo contó mi propia hermana, coño.


Recordar este chiste me hizo dar cuenta de que los vetos a beber y a follar en la Ínclita forman un círculo vicioso: una turista sobria tiene la posibilidad de reflexionar fríamente y, de ese modo, autosugestionarse sobre el peligro físico de tener sexo a 3600 metros sobre el nivel del mar, y como no quiere arriesgar la vida en un motel paceño, decide mantener su buen juicio evitando el alcohol.

Por el momento, estos “vetos” a los placeres urbandinos no son oficiales; pero si el veto de la FIFA prospera, es muy probable que las autoridades correspondientes de cada país se pronuncien oficialmente sobre otros aspectos que atañen a la altura paceña. ¡Se imaginan! ¡El sexo y el trago podrían ser vetados! Por eso, es de vital importancia que logremos revertir la medida de la FIFA, seamos futboleros o no, pues de ello depende que nuestra “dieta” sexual no quede reducida al chuño y al cuñapé (sin desmerecer ambos manjares, por supuesto).

junio 10, 2007

Minificciones III

En la retaguardia

“Usted, Iriarte, quédese aquí y cave una trinchera de veinte metros”, le había ordenado el sargento antes de partir con el resto del pelotón para intentar retrasar el avance del enemigo. Él, sin dilación alguna, emprendió la tarea con entusiasmo, contento por no haber tenido que arriesgar la vida en la refriega. A medida que avanzaba su labor, llegaba a sus oídos el eco de disparos distantes, confundidos con el griterío aterrador de los heridos. Lamentaba la suerte de sus camaradas, pero, precisamente por eso, disfrutaba cada paleada de tierra.

Al final de la tarde, Iriarte terminó su faena. Salió de la zanja para poder apreciar mejor su obra. “El sargento va a quedar satisfecho”, pensó, creyendo que había cavado una magnífica trinchera; sin embargo, un francotirador se encargó de sacarlo del error: mientras se desplomaba, se dio cuenta que había cavado una desmesurada tumba.

La apuesta

“Dos”, dijo con seguridad y recibió el par de naipes. Sin llegar a desprenderla por completo de la mesa, vio que la primera carta era un rey de corazones. Aunque estaba entusiasmado, su apariencia y actitud no se alteró en lo más mínimo. Levantó apenas un extremo de la segunda carta y descubrió el rey de espadas. Ya no tenía por qué contenerse: volteó sus cinco naipes sobre la mesa y se paró gritando jubilosamente: “Te gané, mierda, te gané”. Su esposa lo miró con indulgencia y suspiró profundamente antes de decirle: “Bueno, pero es la última vez que apostamos quién lava los platos”.

Caso resuelto

Cuando tenía cuatro años, Martina por fin pudo pararse sobre una silla para alcanzar la jaula del canario. Sacó al animal con delicadeza y fue corriendo hasta el baño, donde lo sumergió en el inodoro hasta que se percató que el ave ya no se movía. Luego de un tiempo, le tocó turno al gato; después, al perro, claro que con distintos métodos de tortura. Sus padres, advirtiendo el talento natural que tenía, decidieron alentarla y, sobre todo, profesionalizarla. Así, la inscribieron en una academia de artes marciales, le consiguieron un profesor de esgrima y, cuando tuvo la fuerza necesaria como para disparar con firmeza un arma, comenzaron a llevarla al polígono de tiro para que perfeccionara su puntería. Obviamente, no descuidaron las clases de actuación, pues estaban concientes de que un asesino profesional debía ser un artista del disfraz.

La población, atónita y espantada, se enteró de todo eso cuando la policía reveló los detalles del caso que, tras varios meses de investigación, había llegado a resolver. Con diez años de edad, Martina ya había adquirido los conocimientos necesarios para comenzar a ejercer su oficio. Su padre renunció al trabajo para dedicarse por completo a manejar la carrera de su hija. Sabía que ella generaría bastante dinero y no estaba dispuesto a compartirlo con su esposa; por eso, diciéndole que debía demostrar su frialdad y profesionalismo, le encargó a Martina que matara a su madre y le dio una muñeca nueva como pago. La niña, feliz por la muñeca, aceptó el trabajo sin dubitación y se fue a jugar al patio. Tarareando una melodía infantil, acomodó la muñeca en la canastilla de la bicicleta que su mamá, horas antes, le había dado al contratarla para deshacerse de su esposo. Más tarde, después de un normal y ameno almuerzo familiar, mientras sus padres dormían la siesta, Martina canturreaba “ta, te, ti, ta, te, to, ta, te, tu, el que use serás tú”, marcando el ritmo con los toquecitos que su índice daba a los cuchillos sucios del fregadero...

junio 04, 2007

La Muralla

Si no canto lo que siento
me voy a morir por dentro
he de gritarle a los vientos hasta reventar
aunque sólo quede tiempo en mi lugar.

Luis Alberto Spinetta


No recordaba cuándo fue la última vez que la había escuchado; de todas formas, y aunque la radio del taxi no tenía una fidelidad adecuada, oír nuevamente “Muchacha ojos de papel” rescató del olvido un período de su vida. Tenía unos quince años, pocos más o menos, cuando la voz de Spinetta y las disonancias de su guitarra le abrieron, en la mente y el corazón, un horizonte nuevo, alejándolo del “Para el pueblo lo que es del pueblo” que, con su monotonía y arenga, había tomado el lugar central de toda guitarreada.

El indolente de su hermano, ajeno a los trajines de la época, a las ideas revolucionarias y, por consiguiente, a su música, quién sabe cómo se daba modos para conseguir cintas de ese músico argentino que insertaba poesía en melodías inverosímiles. Así, seguramente en una tarde de ocio, antes que escuchar alguna marcha militar en la radio, prefirió escarbar entre las pertenencias del hermano y poner en la radiograbadora la primera cinta que pudo rescatar de entre ese caos de ropas, botellas, toallas, libros, cuadernos, discos, y otras tantas porquerías que ni siquiera eran identificables. Apretó el “play” y cambió su vida: la voz del Flaco penetró sus oídos y los desvirgó, reventando el himen que durante tantos años le había obstaculizado el placer de sentir la buena música.

El cambio fue notorio, y eso le hubiera costado ser repudiado por su pequeño grupo de revolucionarios trasnochados, de no haber finalizado, justo ese año, la larga presencia de las dictaduras en la conducción del país. Para Boris, democracia fue sinónimo de rock.

De su primera vez con el Flaco, a comprarse una guitarra y comenzar a tocar y cantar él mismo las canciones de su ídolo, transcurrieron apenas algunos meses. La labor no fue muy fácil, pues los acordes de Spinetta eran de una complejidad extrema; sin embargo, con las ganas que le puso y los sabios consejos de su vanguardista hermano, en cosa de un año, Boris ya amenizaba guitarreadas con las melodías de ese gaucho magistral. Y no faltó algún destetado con ínfulas de musicólogo que le dijera que esa música era de los setentas, simple resabio de una rebeldía pasada de moda. Pero Boris sólo respondía con una mirada de desprecio; el Flaco jamás sería anacrónico.

Años después, con la melena crecida y una barba incipiente contrastando con la palidez de su rostro, se alejó de las guitarreadas para ganar espacio en boliches subterráneos, en compañía de tres amigos que lo secundaban en el escenario: Boris Paredes había formado el grupo La Muralla. Con el ego bastante crecido, mucho más luego de fumarse unas yerbas buenas –como él decía–, no tenía el menor pudor a la hora tomar el micrófono y, con voz de trasnoche, proclamar que él era como un muro de contención que evitaba que la buena música se derrumbara finalmente en este país.

No, definitivamente no recordaba cuándo había escuchado por última vez la voz del Flaco; pero sí tenía en la memoria la última vez que había entonado una de sus canciones. Fue la misma vez que el dueño de La Caverna le dijo que la onda había cambiado: “No es nada personal, viejito, pero tu grupo ya no tiene público. Si por lo menos te decidieras a grabar algún disco, a meterle más ritmo a las rolas... quién sabe, talvez así...”. Sólo una mirada de desprecio, nada más, ese ignorante no se merecía ni siquiera el “hijo de puta” que Boris tenía atravesado en la garganta. Él jamás iba a someterse a la tiranía comercial de las disqueras. “Si aquí no nos quieren, ya encontraremos otro lugar donde sepan apreciar la buena música”, les dijo a sus compañeros, quienes para ese entonces ya habían hecho algunos contactos y tocadas clandestinas con otras agrupaciones, menos fieles al rock, pero que ofrecían, en una sola presentación, los ingresos que La Muralla no recaudaba en un año entero.

La muralla se fue derrumbando ladrillo a ladrillo, y ni siquiera el pilar principal pudo resistir el embate del huracán.

En cosa de dos meses, el grupo se disolvió y sus intentos de formar otro fracasaron rotundamente. Agobiado por algunas deudas, incitado por los ex compañeros, atraído por los billetes, Boris Paredes se fue acercando, poco a poco, a las movidas tropicaleras que reinaban en los boliches de la ciudad. Al principio, asistía a las presentaciones de sus ex compañeros sólo por evitar la soledad que comenzaba a aprisionarlo. No podía dar crédito a lo que sus ojos veían y, menos aún, a lo que sus oídos escuchaban: los muchachos, enfundados en cuerinas ajustadas, tocando sucesiones de cuatro acordes comunes, acompañaban a un gordito fosforescente que agitaba permanentemente sus rulos artificiales, dotando a su mímica de un histrionismo exagerado, mientras berreaba: “que no quede huella, que no y que no, que no quede huella...”.

Si ese desorejado podía congregar a unas quinientas personas sólo con el respaldo de un ritmo pegajoso, sin prestar la menor atención al tono de la canción, él podía llenar estadios. Conseguir grupo no fue difícil, sus cualidades vocales eran innegables. Pero claro, con eso no bastaba; todavía tuvieron que pasar algunos meses hasta que el ritmo le fue familiar y pudo comenzar a contonearse con la soltura del gordito encrespado.

El debut no fue auspicioso; no porque el grupo fuese malo, sino porque ya había demasiada competencia. A pesar de ello, quedó gratamente sorprendido cuando se realizó la repartición de las ganancias. Si así les iba en una mala noche, después de unos meses, cuando ya estuviesen más consolidados en el ambiente tropicalero, calculó, ganaría lo suficiente como para liberarse de deudas, ahorrar una buena suma que le permitiera vivir austeramente un par de años y dedicarse, aunque tuviera que hacerlo solo, a entonar las canciones de Spinetta.

Los meses calculados pasaron sin pena ni gloria. Y así vinieron otros más, hasta que sumaron tres años. Su grupo era una suerte de equipo de media tabla, no tan malo como para descender, ni tan bueno como para campeonar. Boris se encontraba tan desanimado como resignado, y de repente, mientras caminaba por una calle del casco viejo, vio una tienda de instrumentos folklóricos e inmediatamente surgió la idea, ese momento de iluminación que puede transformarlo todo. Por qué no introducir esos instrumentos al grupo, combinar ritmos nacionales con la pegajosa cumbia; no se perdía nada intentando. Sus compañeros no aceptaron de buen agrado la sugerencia, pero su insistencia y la amenaza de dejar el grupo si no lo complacían determinaron el nuevo rumbo musical –no muy alejado del anterior, por cierto– de Los Indomables.

Durante los ensayos, un aire de “se los dije” aparecía en la mirada de Boris cada vez que contemplaba el disco de oro que habían ganado. Su idea los había lanzado al primer puesto en las radios especializadas; tocaban de miércoles a domingo, ya sea en discotecas o fiestas particulares, con frecuencia salían de viaje al interior del país para realizar presentaciones y no faltaban las oportunidades para llevar su cumbia chicha más allá de las fronteras.

“...sueña un sueño despacito entre mis manos...”, seguía el Flaco en la radio, mientras el taxista, de tanto en tanto, levantaba la vista para observar por el retrovisor ese rostro que le parecía familiar. “Tú cantabas en La Muralla, ¿no?”, le dijo a Boris, sacándolo de sus recuerdos.

–¿Qué?
–Tú cantabas en ese grupo que tocaba canciones de Spinetta, ¿no?
–Ah, sí. Hace mucho tiempo ya.
–Sí pues, yo los fui a ver unas cuantas veces al boliche ese, ese... cómo se llamaba pues... la... la...
–Caverna. La Caverna.
–Sí pues, La Caverna. Lindo era ese local. Buena música, buena onda... pero después se ha jodido. Ustedes dejaron de tocar y vinieron otros grupos que hacían cosas más de moda, sin tanto sentimiento, ¿no?
–Sí, tuvo su buena época.
–Sí pues. Pero a ti casi no te he reconocido, has cambiado harto.
–Los años no pasan en vano...
–No, no es eso. Estás con otro aire, medio cambiado... no sé. ¿Ya has dejado la música?

Seguro lo estaba jodiendo, por lo menos eso pensó Boris. Cómo podía ser posible que no le haya escuchado cantar alguno de sus grandes éxitos, sobre todo el que estaba de moda, una reedición con injertos folklóricos de “Que no quede huella”. Era líder del grupo más exitoso, revolucionador de la cumbia chicha, ¿y este tipejo no lo sabía? Sin embargo, a pesar del orgullo herido, estaba conciente de que el taxista tenía razón, había cambiado mucho. Y mientras los acordes de la guitarra del Flaco, que se entremezclaban con sus pensamientos, comenzaban a atormentar su memoria, una nostalgia inmensa, de esas que fácilmente devienen depresión, lo invadió de repente.

–Creo que sí, hace tiempo ya no hago música.
–Qué pena, bueno era tu grupo.
–Los años no pasan en vano...

Y el recuerdo llegó. Un flash del pasado que lo encandiló, alejándolo de sus ansias previas, del nerviosismo agradable con el que había abordado el taxi. Era una gran noche, tenían que abrir el Festival Internacional de la Cumbia, un evento importante que por primera vez se organizaba en su ciudad. Sí, por fin recordó. Fue el día que cumplió veintitrés años. Sus compañeros de música habían organizado una tocada en su honor, con muchos invitados que alternaron en el escenario. Luego, se habían quedado en La Caverna para proseguir el festejo en compañía de varios discos del Flaco. Ebrios, compartiendo porros, juraron solemnemente dedicar sus vidas a rendir tributo musical a Spinetta. Sí, esa fue la última vez que lo había escuchado.

–¿Y no piensas volver a tocar?
–Tal vez.
–¿O la cumbia ya te ha agarrado?
–¿Qué?
–Es que como estás yendo al festival...
–Ah. No. Vivo por ahí.
–Qué huevada, te van a torturar los chicheros. Lo que es yo, jamás pongo esas radios tropicaleras en mi auto. Spinetta, Charly, Fito, a veces algunas bandas mexicanas, rock nacional, toda esa onda, tú sabes, el rock es más que música; creo que tú dijiste en un concierto algo así, no me acuerdo bien, que el rock es una filosofía, una forma de vida, ¿no?
–Ah... Sí, yo lo dije; eso era... eso es el rock.
–Bueno, ya llegamos. Que la pases bien.
–¿Cuánto te debo?
–No es nada, viejo; ha sido bueno charlar con un rockero de la vieja guardia.
–Gracias.

Bajó del taxi rápidamente y corrió hacia la puerta de ingreso de los artistas. Parecía como si quisiera escapar de la mirada curiosa del chofer. Saludó displicentemente a los conocidos y se encerró en su camerino. “Te has atrasado, pendejo, en quince minutos tenemos que subir al escenario”, le gritó una voz del otro lado de la puerta, “apurate”. Boris estaba listo, había preferido ir cambiado a la actuación, pues se sentía orgulloso del atuendo que esa noche iba a estrenar. Se miró al espejo y casi no se reconoció. La voz del Flaco le había hecho retroceder en el tiempo y le costaba identificarse con el gordito del espejo –enfundado en un traje de cuero negro, con flecos en las piernas y mangas, las botas con punta de metal, y el cabello rizado en peluquería–, tan lejano de aquel muchacho esmirriado que vestía jeans deshilachados, despreocupado totalmente por la apariencia física, con el cabello largo y lacio, que empuñaba su guitarra con firmeza para tocarla con pasión. Su guitarra, ¿qué sería de ella? Nunca la volvió a tocar. ¿Para qué?, si él era el vocalista, la estrella. Además, las disonancias de su compañera no servían para la cumbia. “Ya es hora”, le gritaron. Salió del camerino y buscó al guitarrista del grupo.

–Pepe, ¿trajiste tus dos guitarras?
–Sí, ¿por qué?
–Prestame una.
–¡Para qué!
–Quiero hacer algo diferente.
–¿Qué cosa?
–Quisiera hacer una canción yo solo, antes de tocar nuestro hit.

Pepe lo miró contrariado, pero Boris era el líder. Accedió. Subieron al escenario precedidos de una grandilocuente verborrea del presentador. Recibimiento atronador. Aplausos, gritos, “Boris, te amooooo”. Los Indomables dieron comienzo al Festival. Una tras otra sus canciones fueron coreadas y bailadas por el público. Se acercaba el fin de la actuación, debían tocar su hit. Boris le pidió la guitarra a Pepe. Los demás integrantes del grupo se miraron sin entender nada. “Creo que se le ha ocurrido algo nuevo para introducir el tema”, les dijo Pepe para calmarlos.

Se acercó al micrófono, agarrando temblorosamente la guitarra. “Hace muchos años, cuando muchos de ustedes eran niños, yo me inicié en la música...”, el público calló, “...tocando unas canciones bellísimas...”, algunas sentimentales comenzaron a lagrimear, “...y hoy quisiera compartir con ustedes, mi público, que siempre me ha apoyado...”, los aplausos brotaron espontáneamente, “...esa parte de mi vida”. En medio de la ensordecedora aclamación de los presentes, Boris comenzó a tocar los acordes del Flaco. “Muchacha ojos de papel, a dónde vas...”, el publicó calló, “...quédate hasta el alba...”, sus compañeros se miraron perplejos, “...muchacha, pequeños pies, no corras más...”, las sentimentales recogieron sus lágrimas, “...quédate hasta el alba...”, algunos silbidos se escucharon, “...sueña un sueño, despacito entre mis manos...”, Pepe se acercó a sus compañeros, “...hasta que por la ventana suba el sol...”, la rechifla se hizo general, “...muchacha, piel de rayón, no corras más...”, el baterista miró a Pepe esperando la señal, “...tu tiempo es hoy...”, algunas latas de cerveza llegaron violentamente al escenario, “...y no hables más muchacha, corazón de tiza...”, Pepe bajó el brazo con energía, “...cuando todo duerma, te robaré un color...”, el baterista entendió la seña y comenzó a marcar el ritmo, acompañando el canto de Boris. Inmediatamente, los demás se acoplaron. Boris los miró de reojo y le fue imposible no dejarse llevar por el ritmo que sus compañeros habían comenzado. La canción del Flaco quedó convertida en tropicalera introducción del hit, pues con una diestra maniobra, Pepe empezó a llevar la melodía hacia la canción que tanto éxito les había dado. Boris, impotente, resignado, comprendió la intención del guitarrista y comenzó a cantar con la voz quebrada, cosa que originó una aclamación espectacular del público, el hit de Los Indomables. “Esta canción que traigo, amigo, es una más de dolor...”, se escuchó en el Festival, mientras un par de lágrimas jugaban veloz carrera sobre las regordetas mejillas de La Muralla.





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EL JUEGO/DESAFÍO SIGUE EN PIE, CONTINÚEN ESCRIBIENDO.