diciembre 26, 2006

Noche de estreno

El cuerpo está colgado de un poste. Es el único poste que aún alumbra, lo cual produce un extraño efecto: parece que el cuerpo estuviera flotando en la oscuridad de esta plaza. Una cuerda gruesa, de las que usan los cargadores, lo sostiene por el cuello. El rostro no está morado, lo que delata que fue colgado después de morir. Completamente desnudo, el cuerpo muestra un sin fin de moretones y rasmilladuras. La cara deforme, signo inequívoco de que fue golpeado brutalmente. En la boca, completamente abierta, le han introducido sus órganos genitales. Mucha sangre coagulada en la entrepierna. Recibió el castigo que la turba da a los violadores. Ya no hay gente por el lugar. Al pie del poste está un documento de identidad, probablemente el del difunto, donde, haciendo un esfuerzo, pues la sangre lo ha manchado, se puede leer un nombre: “Francisco Gabriel Vargas Mejía”.

19/04/03
Este feriado ha estado bien nomas. Las prosesiones me gustan mucho, siempre hay chicos apretados, ni siquiera se dan cuenta que los estoy tocando. También lo he visto al Pancho. Está bien rico. ¿Será sierto que se vende? Si fuera así, tengo que ahorrarme platita. Pasado mañana es mi cumple, seguro me van ha dar unos 50 pesos, me los tengo que guardar. Pucha, 14 años y virgen todavía. El Raymundo (inmundo) me a contado que el a sus doce ya estaba bien matrero. Pero con ese yo no me meto, además nisiquiera se le debe parar, solo le gusta hacerse dar. Con el Pancho debe ser bien. Me voy a guardar lo de mi cumple, porsiaca.


Francisco Vargas, más conocido como el Pancho, salió de su casa, denotando cierta dificultada al andar, para encontrarse con su madre, a quien le había prometido acompañarla en la procesión de Semana Santa. Seguía medio atontado por los alcoholes de la víspera. No era su costumbre beber, pero fue la única forma de calmar el dolor que tenía en el recto. Imposible visitar a un médico, le daba vergüenza. En unos días se le pasarían las lastimaduras, pero iban a ser días en los que no podría llevar dinero a su casa.

–¿Te gusta?
–Parece que no escucha, mi teniente.
–Conque haciéndose al sordito, ¿no? ¡Más adentro!
–Aaaaaay mierda...
–Malhablado el putito. Respondé, carajo, ¿te gusta?
–Feliz debe estar, mi teniente.
–Claro pues, tan grande, tan duro, así le debe gustar. ¡Más adentro!
–Noooo... aaaaaaaaay... aaay...
–Respondé, ¿te gusta? A ver, cabo, hágale responder.
–Su orden, mi teniente. Ya pues putito, tienes que decir “me gusta, rico es el bastón policial”. A ver, repetí: “me-gus-ta-el-bas-tón-po-li-cial”. ¿Sordo serás? No seas cojudo, repetí y te dejamos tranquilo. Parece que no escucha, mi teniente.
–¡Más adentro, carajo!
–Ayayaaaaayyyy... Me gus... me gusta el bas... bastón policial.
–Irrespetuoso el puto este. Enséñele, cabo.
–A ver putito, no seas sonso. Fácil es: “me gusta el bastón policial, mi teniente”. Así nomás es.
–Para que aprenda, ¡más adentro!
–Aaaaaaaayyyyyy, ya no, ayyy...
–Repetí bien pues, entonces.
–Me gusta el bastón po... policial, mi teniente.
–Ajá, ya que le gusta, ¡hasta el fondo!
–Aaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyy...

30/04/03
Me han confirmado que el Pancho es puto. Y no cobra mucho. Según el viejo Farías, cobra 100 pesos si lo montas y 70 si él pone el chorizo. Ese viejo asqueroso, queriendo meterme mano. Le he dicho que nunca. Ya vas a estar viniendo, cuando quieras para tu cine, me a dicho el desgrasiado. Por diosito que nunca. Ay Panchito, ya tengo 70. Pero como le voy a decir. ¿Y si se niega? Ojalá que no. Tenerlo dentro de mi, pucha que va ser rico. Ya no voy a ser virgen y hasta por ay consigo pareja. Por ay le gusto al Panchito. Ay diosito, ayudame pues.


Se había comprado una camisa nueva, muy cara. Tenía que estar bien vestido, así atraía a más clientes, además que quería conquistar a una chica que había conocido en la universidad. Con un par de libros bajo el brazo, caminó hasta la avenida tratando de no arrugar la manga de su nueva adquisición. Subió a un micro y detrás de él subió también Jacinto, más conocido como el Toti. Francisco se sentó en la última fila, Jacinto, a su lado. El Pancho y el Toti: diez años, quince centímetros y veintidós quilos de diferencia. El adolescente, un tanto nervioso, miraba de reojo al Pancho, como buscando un contacto visual que le diera pie para hablar algo. Inútil, Francisco tenía la mente puesta en otro lugar. La chica era especial, no tanto en lo físico, sino más bien en su forma de ser; era, como coloquialmente se dice, una chica de su casa.

–¿Ya lo han registrado al tal Pancho?
–Sí, mi teniente. Pero el doctor medio que ha estado molestando, preguntando que por qué tiene esas heridas. Lo han debido violar, yo le he dicho.
–Estos doctorcitos, siempre hechos a los defensores. ¿Y el Pancho no ha dicho nada?
–Nada mi teniente, pero colorado estaba, no sé si de rabia o de vergüenza.
–Qué va a ser de vergüenza, tremendo puto. Quién lo imaginaría, y tan hecho al pendex que era.
–¿Usted ya lo conocía?, mi teniente.
–Sí, él debe ser unos tres años menor que yo, éramos vecinos. Su padre tenía un negocio de no sé qué cosa, tenían plata, pues. Siempre nos miraba de arriba el Francisco, no le gustaba que le digan Pancho, se emputaba.
–De cómo se habrá vuelto puto, ¿no?
–Siempre ha debido ser marica, pero yo creo que ha empezado a cobrar cuando su padre se ha matado. Parece que tenía deudas el viejo.
–Que pena, ¿no?
–¡Ninguna pena! A los degenerados no hay que tenerles pena, y menos a estos que se creen mucha cosa.
–Cierto, mi teniente.
–Bueno, lo importante es que ya está registrado. ¿Le han dicho que tiene que hacer su control médico cada quince días?
–Sí, mi teniente, pero creo que no va a ir, nada nos ha respondido.
–Tienen que averiguar. Si no va, vamos a tener que charlar con él otra vuelta.
–Su orden, mi teniente.

Una señora ha llegado hasta el poste donde cuelga el cuerpo. Algunas personas la acompañan y tratan de calamar sus arranques de histeria. Un vecino se ha aproximado con una escalera, seguramente con el propósito de descolgar el cuerpo. Sin embargo, y a pesar de los ruegos de la señora –probablemente la madre del difunto–, algunas voces se han pronunciando indicando que se debe esperar el arribo de la policía. Es lo más prudente dadas las circunstancias. La señora ha quedado postrada al pie del poste y sus acompañantes han formado una especie de corral alrededor de ella. Ninguno levanta la cabeza; así, el cuerpo, a pesar de la compañía, permanece sólo, aislado.

05/05/03
No me animo a decirle al Pancho. Pucha, lo peor es que me gusta arto. Quisiera que no me cobre, que lo haga por gusto. Pero mañana me voy a animar, como sea. Según el Raymundo (inmundo), es mejor que de frente le diga, ¿cuanto cobras?. Pero me da no se que. Igual le voy a hablar. Poco a poco le voy a ir gustando. Ojalá mañana pueda escribir contando como había sido el cuerpo del Pancho. Diosito, ayudame.


El timbre despertó a Francisco. Tardó bastante en darse que cuenta que no era el despertador el que lo sacaba de su profundo sueño. Sólo se puso un pantalón y salió a abrir la puerta con desgano. Se topó con la infantil figura del Toti, que viéndolo con el torso desnudo se puso muy nervioso y apenas pudo articular un “hola”. Francisco recordaba haber visto alguna vez a ese mocoso por el barrio, pero ni se imaginaba la propuesta que iba a recibir de él. El Toti, reponiéndose de la impactante visión, repitió, casi de memoria, lo que durante toda la noche había planeado decir.

06/05/03
Es un hijo de puta. Que se creerá. No ha querido, ni siquiera por 100 pesos. Y es un mentiroso, hecho al que no se mete con menores, pero el Raymundo ya me había contado que con él ha estado varias veces. Además, yo lo quiero. No, mentira, lo odio, ahora lo odio. No debia decirle que lo quería. Se a reído el estúpido. Ya le voy a demostrar que no soy ningún feto. Juro por Dios que me voy a desvirginar bien pronto. Dando o recibiendo, no importa. Como sea, ya va a ver. Yo soy un burro, como me voy a fijar en ese animal. Solo es un puto, ni siquiera es tan lindo.


El Toti no podía contar su fracaso, imposible, Raymundo se habría reído de él tanto o más de lo que río Francisco cuando le declaró su amor. Era mejor decir que todo estuvo muy bien, que habían concertado otra cita, esta vez sin dinero de por medio. Y luego, que iban al cine, que Francisco lo recogía del colegio y lo llevaba a tomar helados, que pensaban escapar juntos para amarse sin esconderse. En unas semanas, de acuerdo con el Toti, Francisco estaba tan enamorado de él que pronto dejaría de venderse para ser suyo exclusivamente. Y como el barrio era pequeño y Raymundo un lengua suelta, la historia de ese amor prohibido llegó a oídos de Francisco. Al principio no le dio importancia, consideró que eran fantasías de ese chiquilín; pero luego, cuando se percató de lo peligroso que podía ser si esos cada vez más crecientes rumores eran creídos por más personas que Raymundo, decidió ponerle un alto. El remedio fue peor que la enfermedad. Francisco fue a la casa del Toti, le habló muy seriamente de lo que podría acarrear su mentira y le pidió, en un tono medio amenazador, que dejara de inventar cosas. El chiquillo, al parecer asustado, juró no seguir con sus fantasías, pero cuando se fue Francisco, Raymundo, que había estado espiando desde su ventana, corrió a la casa del Toti para averiguar el porqué de la discusión entre los enamorados, y la febril mente del adolescente fabricó una respuesta inmediata: “no fue nada, sólo está celoso por lo que hablo contigo”.

29/05/03
Soy un bruto, he pensado que el Pancho ha venido a verme, a pedirme perdón. Pero ese Raymundo se pasa de hablador, seguro a todo el barrio a contado las cosas que le he dicho. Que me importa. Mejor que todos piensen que estoy con el Pancho. Pero igual sigo virgen, ya no se que hacer. Pero de esta semana no pasa, juro. Mi vecinito es un buen candidato.


–Qué quiere, ¿no ve que estoy ocupado?
–Disculpe, mi teniente, pero creo que es importante. Es sobre el putito del otro día.
–¿Qué pasa con ese marica?
–Ha venido uno que dice que es su amigo para informar que el Pancho va a maltratar a un menor.
–¿Cómo es eso?
–No le he entendido muy bien, mi teniente, sería mejor que a usted nomás le hable.
–Hágalo pasar.
–Su orden, mi teniente.
–A ver, ¿qué pasa con tu amiguito?
–Loco parece, señor, bien furioso estaba, con ganas de matarlo a un chango que había hablado macanas de él.
–Yo también tengo ganas de matarte a vos, pero no por eso me van a denunciar.
–No pues, señor, esto es grave. El Pancho nunca es así, siempre es bien tranquilo, todo se aguanta. Pero este chico, el Toti, ha estado diciendo que el Pancho se lo monta cada vez y eso lo ha puesto furioso.
–Ajá, ya sé lo que pasa, vos estás celoso, ¿no?
–Cómo pues. Yo no soy ningún marica.
–Entonces qué te importa con quién se revuelca el Pancho.
–No me importa, señor, pero esta vez él no ha tenido nada con el chango, por lo menos eso me ha dicho. Él dice que no se mete con menores.
–Ya, o sea que este pendejito se está tirando a niños.
–Tampoco es tan niño, ya debe andar por los quince. Además, como le he dicho, el Pancho dice que no es verdad y por eso se ha enojado grave.
–Ya vamos a averiguar si es verdad o no. Si el río suena es porque piedras trae.
–Está bien, luego van a averiguar. Pero el Pancho estaba furioso. El Raymundo parece que le ha contado lo que el chango está diciendo por ahí...
–¿Quién es el Raymundo?
–Es un mariquita que siempre ha estado tras del Pancho, pero no tiene plata para pagarle. Además es amigo del Toti, parece.
–¿Y quién carajos es el Toti?
–Es el chango, pues, el que ha estado inventando sus amores con el Pancho.
–Ya, ya. Con que este barrio había estado lleno de maricas. Ahora, ¿cuál es lío?
–Ya le he dicho, el Pancho lo quiere matar al Toti. “Tanto que quiere, le voy a partir el culo a ese feto”, me ha dicho. “Como los policías me han hecho, igualito le voy a hacer, para que aprenda a no estar inventando huevadas”. Y se ha ido a buscarlo al Toti.
–Vos qué tiene que hablar de los policías, nosotros no hacemos nada a nadie, ¿me entiendes?
–Perdón, señor. Yo sólo le repito lo que el Pancho me ha dicho.
–Pues no repitas huevadas. Mejor decime dónde vive el tal Toti.

Siempre había sabido contener sus impulsos, eso era indispensable para llevar la vida que llevaba; sin embargo, esta vez Francisco no pudo contenerse. Ya le había advertido al mocoso que dejara de esparcir falsedades por el barrio. No era un juego de niños, sus palabras podían acarrear problemas muy serios, sobre todo si los padres del Toti llegaban a escuchar los rumores. Mientras caminaba hacia la casa del muchacho, no sabía qué iba a hacerle o decirle. Si bien su primera idea fue encajarle un palo en el recto para que se diera cuenta de que con él no se jugaba, luego pensó que quizás lo mejor sería darle gusto por una única vez, para por lo menos dejarlo calmado. De todas formas, debía ser duro, incluso llegar a golpearlo, un par de sopapos a lo mucho, para que el Toti dejara las habladurías. Con esas ideas en mente, llegó a la puerta y golpeó con fuerza unas seis veces hasta que el muchacho abrió.

La policía ha acordonado el lugar del linchamiento. Se ha confirmado la identidad del difunto: Francisco Vargas, alias el pancho, veinticuatro años, estudiante universitario, trabajador sexual recientemente registrado. Su madre, que entre desmayos clamaba por justicia, fue trasladada a un hospital cercano. El cuerpo ha sido descolgado. En el suelo luce menos grande. Las intermitencias azules de las luces policiales, mezcladas con la tenue iluminación del poste, hacen surgir muecas en el desfigurado rostro. Un teniente, casi con desgano, toma apuntes en una pequeña libreta: “Al parecer, el menor víctima de la violación se dio modos para señalar hacia dónde había corrido el violador. Los padres de la víctima, acompañados por unos parientes, amigos y otros curiosos, que en estos casos siempre se suman a la turba, sorprendieron al violador cuando trataba de ingresar en una vivienda vecina, seguramente con el propósito de esconderse. Según los pocos testigos (todos menores de edad, por lo que su testimonio no será de gran ayuda), Francisco Vargas gritaba que él no fue (lo mismo dicen todos los maleantes), pero la muchedumbre no prestó oídos a sus mentiras y procedieron a escarmentarlo cruelmente. Su martirio no ha debido durar más de veinte minutos.”

04/06/03
Por fin. Ya estoy estrenado. Que rico habia sido. Aunque al principio me ha dolido un poco, pero luego a estado bien. Creo que ha sido un buen debut. Gracias diosito, pucha, me has salvado de una buena. Jodido me he asustado. Tanta gente gritando, con sus palos, sus chicotes. Como se habrán dado cuenta. Ha debido seguir llorando el feto. En otra me tengo que buscar a uno de mi edad, hasta con el Raymundo puede ser. Que feto llorón. Pero le he dado dulces para que no llore, tranquilito lo he dejado. Tan chango, ni siquiera habla bien, no ha debido poder decir nada. Como se habrán dado cuenta. Tres añitos nomás debe tener. Pero estaba bien rico, carnosito. Gracias diosito, vos seguro lo has mandado al Pancho. ¿Para que habrá venido? Bien pero, si no venía ese gil, creo que me mataban. Que le habrán hecho. Lo han debido chicotear grave. Seguro ya no me va querer hablar. Ni modo, el nomas se jode.

diciembre 25, 2006

Una buena despedida al 2006



Un gran año para los blogueros urbandinos; especialmente, porque nos conocimos las caras. Y la parrillada bloguera urbandina fue el corolario perfecto para cerrar una gestión que deparó tantas sorpresas agradables. En lo personal, y creo que esto también podría ser voz de todos los que asistimos a las reuniones blogueras, este espacio virtual tuvo la virtud de acercarme a personas diversas, pero todas excelentes, a muchas de las cuales ya considero como amigas.

Fue la mayor concurrencia de las reuniones blogueras (bueno, sólo han sido tres), e incluso recibimos la llamada del cumpa Marco, quien, curando el chaqui en Tarija, se sumo vía celular a la farrillada urbandina.

El chef, el viejo can, Perro Rabioso, se lució en la parrilla y ofreció a los presentes carnes y chorizos en el punto adecuado para cada gusto. Vania (Cápsula del Tiempo), Oso (Cicatriz), Paul (Ganjartek), Ale (Bolivia Eterna), Mauro (Levedad Ocre), Camila (Ambar Violenta), Ceci (Sakura), Vero (Conciobediencia), Willy (Estido) y Mario (Palabras Libres), además de varios lectores y comentaristas (Bis, Humito, Clau, Martín, Rosalyn), podemos dar fe de la habilidad del Perro.

Para rematar, llegó el Dani junto con un par de preciosas señoritas, miembros de su equipo de filmación, desde la Argentina, dándole el toque internacional a la velada.

Carnes, palabras, guitarra y, sobre todo, muchas ganas y buena onda, confirmaron que el movimiento bloguero urbandino va por buen camino. Estamos empezando, pero pronto tendremos resultados. No somos los más leídos, pero sí los más unidos. ¡Fuerza!

A todos los amigos y amigas, gracias por haber posibilitado esto; les deseo una feliz navidad y un gran año nuevo.

¡Salud!




















La próxima será en la casa del Can Colérico. Estén atentos.

diciembre 20, 2006

Parrillada Bloguera Urbandina



!!!Confirmadísima!!!

El sábado 23 de diciembre, nos juntaremos en la PARRILADA BLOGUERA URBANDINA. Quedan invitad@s tod@s l@s bloguer@s y los lectores comentaristas.

Lugar: Bajo Següencoma
Hora: 15:00
Cuota: Bs. 25.-
Chef: El Perro Rabioso

Para reservaciones o mayores informes, enviar un mail a la brevedad posible. estido@gmail.com

diciembre 19, 2006

Tomó al toro por las astas

Nadie sabrá que tu pecho
juntito al mío ha latido,
que disfrutamos instantes
de fascinante dulzura.
Nunca diré que hubo noches
que te adoré con locura,
nadie sabrá que en tus brazos,
borracho de amor, me quedé dormido
.
Félix Pasache


Con un fuerte empellón salió expulsado del departamento y la puerta se cerró tras de él con violento estruendo. Asombrado y furioso, se dio la vuelta para tocar el timbre desesperadamente. Lo que su dedo no conseguía, tal vez podían conseguirlo sus pies. Inútil esfuerzo. Ni con las tremendas patadas que amenazaron romper la puerta logró que alguien le abriera nuevamente. Pero de los departamentos vecinos sí salieron muchas voces, algunas llamándolo a la calma, otras mentándole a la madre y otras comunicándole, en tono más o menos serio, que la policía ya había sido notificada. Inútil esfuerzo también. Él no escuchaba nada, ni siquiera a sí mismo. Asombrado, furioso, exhausto, avergonzado, Gonzalo cayó de rodillas y rompió en llanto, mientras daba ligeros cabezazos a la puerta del 12–B.

El viernes 11 de abril hubiera sido un día más en la vida de Gonzalo Bilbao de no haberse encontrado un papelito que seguramente dejó en el taxi algún pasajero anterior. Era una invitación a la inauguración de una discoteca. “Canilla abierta hasta las 12:00”, fue lo que más le interesó. La suerte estaba con él. Toda la semana había sido terrible en el banco, ser cajero no es nada fácil, y ahora se le presentaba una inmejorable oportunidad para desestresarse. Llegando a su casa llamó a dos amigos para contarles que “me han invitado a la inauguración del Salsódromo, el dueño es mi gran cuate”. Todos de acuerdo y contentos. El plan ya estaba diseñado: emperifollarse, bañarse en loción, tomar unos tragos –o, lo que es lo mismo, tomar valor–, conocer mujeres y, si es que el repertorio de frases funcionaba, acostarse con alguna de ellas.

Faltando pocos minutos para las once de la noche, los tres amigos llegaron al Salsódromo. Gonzalo se adelantó para exhibir al tipo de la puerta la invitación que “su gran cuate” le había dado. Todo OK: entraron al paraíso. La voz de Elvis Crespo saturaba el ambiente, las meseras iban de un lado al otro llevando copas por docenas, luciendo unas ajustadas minifaldas que les asegurarían buenas propinas. Gonzalo retuvo a una, “Conseguime tres wiscachos, reinita”, le dijo, y ella con un guiño dio por aprobada la petición. Luego de una hora, ya con bastante alcohol/valor en el cuerpo, cada uno fue a conseguir lo suyo. Sus amigos no eran exigentes, fueron bailar con la primera que encontraron; pero Gonzalo, no. Él tenía que ligarse a una belleza, era su noche, la suerte estaba con él.

–¿Bailamos?
–No, gracias.
–Vamos, animate.
–Te dije que no.

Mala técnica. “Estas son medio refinadas. Habrá que hablarles lindo”, pensó. Y divisó a su siguiente presa, una morena ultramaquillada, con un escote que prácticamente no dejaba nada a la imaginación. Se puso un dulce de menta en la boca y se acercó con disimulo, fingiendo tropezar con ella.

–Perdón, no sabía que los ángeles tenían libre hoy día.
–¿Qué?
–Te digo que pareces un ángel.
–Y seguro te tropezaste con mis alas, ¿no?
–Ja, ja. Además de linda, con sentido del humor. ¿Te invito un trago?
–¿Y tienes para pagarlo?

Gonzalo prefirió pasar por alto ese pequeño desdén y demostrar su poder adquisitivo comprando una botella. Cuatro horas después, completamente borracho, trataba de robar un beso a Fatty –sólo sus padres le decían Fátima–, antes de embarcarla en un taxi.

–No Chalo, recién nos conocemos.
–Ya pues, sólo unito, para no olvidarte nunca, para quererte siempre.

A veces subestimamos el poder de las palabras. Si no fuera así, jamás diríamos algunas cosas que pueden llegar a convertirse en hechos. Fatty cedió, más por librarse del borracho que por gusto.

–Chau reinita, te llamo mañana.
–Bueno, chau.

Gonzalo durmió pesadamente hasta las tres de la tarde. Lo despertó el teléfono que chillaba sin tregua. Era uno de sus amigos para contarle de la maratón sexual que tuvo con una de las meseras. Y ante el inevitable “y a ti, qué tal te fue”, Gonzalo respondió, desde el fondo del corazón, “de perlas, viejito, de perlas”.

–Buenas tetas tenía tu negra, ¿duritas?
–Vos pareces un orangután en celo.
–O sea que no hiciste nada.
–Sí hice. La besé.
–Repito: o sea que no hiciste nada.
–Definitivamente eres un bruto. La besé, entiendes, la besé. Y con eso me bastó. Esa mujer me ha dejado en shock. Nunca me han besado tan rico. Es muy especial, realmente me ha gustado.
–O sea que no hiciste nada.
–Click.

Mientras se duchaba, Gonzalo recordaba a Fatty. Su pelo negro, rizado; sus ojos cafés, comunes pero muy expresivos; el escote, claro que sí; pero sobre todo, los labios, esos labios que fueron suyos tres segundos, que tatuaron en su corazón cinco letras, efe, a, te, te, i griega. Tenía que llamarla, salir con ella, besarla nuevamente, besarla tiernamente, sólo besarla, lo demás vendría luego, no había prisa, por primera vez no pensaba sólo en el presente, sino también en el futuro, en ese maravilloso futuro besando a Fatty.

Fátima (Nuestra Señora de), nombre de virgen. Fátima (Villa), nombre de barrio. Fátima (Fernández), nombre de hija. Fátima durmiendo, ¿soñando? Hace mucho que no soñaba, o por lo menos ya no prestaba atención a los sueños. Fátima despertando, pensando, recordando. Había sido una noche para ella sola. ¿Por qué no se lo trajo a dormir?, el tipo no estaba tan mal, se notaba que tenía un trabajo fijo, ingreso mensual, bien vestido, loción ordinaria, eso sí. Muy borracho. No quería estar con un borracho. No debía darle el beso. Pero si no se lo daba, nunca la dejaba ir. Qué importancia tenía, jamás lo volvería a ver. El timbre del teléfono la sacó de sus reflexiones.

–¿Fatty?
–Sí, ¿quién habla?
–Soy yo, Chalo. Nos conocimos ayer, en la discoteca de mi amigo.
Sorprendida. No estaba tan mal. Bien vestido, ingreso fijo.
–Hola, cómo está la cabeza.
–Más o menos. Tú no tomaste mucho, yo me tuve que acabar la botella.
–Es que no tenía ganas.
–¿Y será que hoy tienes ganas de tomar un traguito? Conozco un pub buena onda.
–No sé. Es que trabajo en una farmacia, hago los turnos de noche. Ayer era mi día libre.
–Entonces podemos ir al cine o a tomar helados. ¿Qué dices?
Sorprendida. ¿Por qué no? No estaba tan mal.
–No sé, Chalo. Estoy muy cansada. Llamame más tarde y te aviso.
–Está bien. Te llamo a las seis.

De la película vieron sólo los primeros minutos. Luego besos, abrazos, manos velludas que buscaban lo que la noche previa el escote dejaba ver, manos delgadas que trataban de retener a las otras manos, más besos, humedad, erección, deseo, contención, ataque, defensa, más besos. Fin. Al salir, ella no quiso ir a comer, tenía que ir a trabajar. Gonzalo quería retenerla más, hablar más, conocerla más, contarle más de él, todo más. Pero el deber es el deber, “si no voy, me botan”, le dijo, “llamame mañana, tal vez pueda ir a tu casa en la tarde”.

El cazador cazado. Enamorado. Gonzalo Bilbao “de Fernández”. No pasó mucho tiempo y Fátima recibió un modesto anillo, señal inequívoca de que quería casarse con ella. ¿Lo quería? Tal vez sí, tal vez no. En todo caso, él no estaba tan mal. Ingreso fijo. Dos lágrimas y un “sí” completaron la felicidad de Gonzalo. ¿La quería? Sí. Trabajadora, linda, fogosa. Además, el matrimonio es sólo un papel, si no funciona, se lo quema. Fijaron el 14 de junio para realizar la boda.

–¿Estás seguro de lo que haces?
–Más que seguro, viejito, segurísimo.
–Pero apenas la conoces un mes.
–Un mes y ocho días.
–No jodas. Casarse no es un chiste. Qué dicen los papás de ella.
–No viven aquí. Pero Fatty ya les dijo y están alegres, vendrán para el matrimonio.
–Admito que ella es muy linda, pero si te quiere, no se va a escapar, pueden esperar un poco más.
–Para qué esperar. Mirá, tengo treinta y dos años, posibilidades de ascender en el banco, ella veintiocho y es farmacéutica. Podemos vivir en mi casa y todo arreglado.
–Muy bien, ya has tomado tu decisión, pero ni se te ocurra nombrarme padrino de algo, estoy sin trabajo.

Enamorado, sí; pero no por eso Gonzalo podía reprimir sus gustitos. Desde la primera vez, cuando tenía diecisiete, en un sucio cuarto, pequeñísimo, con esa gorda que sólo decía “¿ya está, cómo es, ya está?”, acudía periódicamente a cualquier lenocinio, claro que desde que ganaba dinero, buscaba a las mejores, las más jóvenes, las más complacientes, las que fingían gemidos, las que lo despedían con un beso. Y no por casarse tendría que poner fin a sus diversiones. De hecho, ya era más de un mes que no buscaba alguna compañía pagada, y si bien Fátima era lo suficientemente ardiente, las viejas costumbres no se pierden así de fácil, menos aún cuando son asuntos de sábanas.

Así, mientras buscaba en la sección de avisos clasificados del periódico algún local donde realizar la fiesta del matrimonio, se topó con la página rosa. Más de cien anuncios que prometían placer por distintos precios. “Chicas del oriente, 7 servicios por 50 pesos”; “Jóvenes universitarias, placer total, 70 pesos la hora”; “Realiza tus fantasías, 150 por dos chicas”; uno tras otro los fue leyendo, olvidándose del local, seducido por las fotos –extraídas de internet– de mujeres desnudas, “100% originales”, que adornaban los anuncios. No tuvo que pensar mucho, sus manos ya habían alcanzado el teléfono y estaban discando el número de un salón que ofrecía dos chicas por 100 pesos.

–Aló, llamo para averiguar los servicios.

Una sensual voz, que puso movimiento a la imagen del periódico, le contestó del otro lado.

–Bueno. La hora te cuesta 80 pesos. Si quieres dos chicas, tienes que aumentar veinte más. El precio incluye un masaje, una relación vaginal, una oral y una anal si es que le aumentas plata a la chica. ¿Te doy la dirección?
–Dictame.

Un edificio familiar, perfecto camuflaje para no ser molestados por la policía. Departamento 12–B. Ningún letrero en la puerta, nada que haga sospechar algo. ¿Se habría equivocado? –revisó el papelito en el que apuntó la dirección–, no, estaba bien, ese era el lugar. Tocó el timbre dos veces, esperó pocos segundos y le abrió la puerta un sujeto malencarado, aunque más pequeño que él.

–Vine por el anuncio del periódico.
–En este momento sólo tengo dos chicas disponibles, ¿las quieres ver?
–Es sin compromiso, ¿verdad?
–Sí. Si no te gustan, puedes volver más tarde, ya van a estar las demás desocupadas.
–Ya. Entonces las veré nomás.

Se sentó en un sillón para esperar la salida de las chicas. Pensó que le daba flojera ir a buscar otro lugar, o sea que se quedaría con alguna de las que salieran. El bulín parecía decente. Estaba limpio, música con bajo volumen, cuadros en las paredes...

–¿Fatty? ¡Fátima! ¿Qué significa esto? ¿Qué haces aquí?

Sorprendida. Una leve tonalidad rojiza apareció en su rostro. Se puso detrás de la otra, quien miraba al par de novios sin entender nada.

–¡Carajo, contestá! ¿Qué mierda haces aquí?

Asustada. Aferrada al brazo de la otra, casi lastimándola, muda súplica de protección, un “no me dejes sola” implícito en las uñas clavando la carne de su compañera.

–¡Fátima, respondeme! ¿Así que esta es la farmacia donde no podía ir porque tu jefe era muy renegón? Entonces esta puta debe ser tu tía, a la que no le gusta que recibas visitas.

Sólo sus padres le decían Fátima. Fátima (Nuestra Señora de), nombre de virgen. Fátima (Villa), nombre de barrio. Fatty (la), nombre de batalla. Prostituta desde los quince. Mujer de agallas, forjó su carácter en el catre. Un día libre a la semana: a veces dormir, a veces ir a bailar, como a la inauguración del Salsódromo, porque el dueño, su cliente, le había dado la invitación. A veces ligarse un tipo, a veces disfrutar de verdad. Fatty, la puta. Fátima, la novia. Qué era más fuerte: un mes de besos apasionados y un anillo bañado en oro con piedra falsa, o trece años de abrir las piernas y cinco mil dólares en el banco.

–¡Eres una Puta! ¡Hipócrita!

Descubierta. La Fatty, ¿acorralada en su territorio? Nunca. Trece años de manejar hombres, trece años de hurgar bolsillos, de escuchar historias, de secar lágrimas ajenas, de soportar borrachos. Cuatro abortos y un casi matrimonio. No estaba mal. El tipo tampoco. Sueldo fijo. Puta, sí, pero no para que se lo encararan de esa manera. Soltó a su compañera y tomó al toro por las astas.

–Y vos a qué viniste. ¿No que me querías?, ¿que me ibas a ser fiel siempre?, ¿que no ibas a estar con otra mujer nunca más?, ¿que nunca habías gozado tanto como conmigo?
–Sí, pero...
–Pero nada, eres un maricón, te faltan bolas. Si fueras un macho de verdad por lo menos me engañarías conquistando una mujer, no buscando putas. Así que no me reclames nada.
–Yo sólo vine a...
–Tú viniste a tirarte una puta, a engañarme, a pintarme los cuernos. Y claro, yo boluda, que te creía lo del amor, lo de la fidelidad, lo del matrimonio. Hipócrita de mierda. Andate de aquí, no te quiero ver nunca más.

Y se abalanzó contra él, empujándolo con vehemencia, ayudado por su compañera, quien no terminaba de comprender nada. Antes de poder reaccionar, ya había sido expulsado del departamento. Inútiles sus posteriores patadas a la puerta, su insistencia con el timbre. Sólo le quedó llorar de rabia, de amor, de vergüenza, arrodillado, marcando el ritmo de sus lamentos con golpes de cabeza en la puerta, saboreando moco, implorando, a esos oídos que se regocijaban dentro, “perdoname, Fatty, perdoname, nunca más te vuelvo a engañar, no me dejes...”

diciembre 16, 2006

Chuquiago Market: p'ajpakus farmacéuticos


La Plaza Pérez Velasco es el corazón de La Paz y, como tal, nunca duerme. No importa la hora, este lugar siempre está poblado. Por eso, con toda seguridad, en la Pérez y sus alrededores se han ubicado los miembros de un gremio muy particular, quienes, con labia sorprendente, intentan “pescar” a alguno de los miles de urbandinos que transitan diariamente por ese sector.

Los p’ajpakus no son sólo vendedores callejeros, son también inventores y fabricantes. Su habilidad oratoria va a la par con su ingenio; para ellos, todo tiene utilidad. Así, pueden convertir piedras en amuletos, alambres desechados en antenas semiparabólicas, o manteca rancia en ungüento milagroso. De acuerdo con sus respectivas especialidades, los p’ajpakus pueden ser clasificados en distintos grupos. En próximas entregas, iremos mostrando las características de cada uno; ahora, nos centraremos en los “p’ajpakus farmacéuticos”.

Hace algunos años, adquirió fama y clientela un señor de mediana edad que, rodeado de serpientes y lagartos, explicaba las virtudes curativas de la grasa proveniente de esos animales. Serpiente en mano, incitaba la curiosidad de los transeúntes y los invitaba a escuchar sus argumentos “sin compromiso”. “Acérquese nomás, no tenga miedo, caballero; joven, señorita, miren tranquilos, no hacen nada los animalitos; a ver, cholita, ven, vas a tocar la viborita”. Obviamente, la cholita no se animaba a estirar la mano; entonces, él se acercaba y, con disimulada dulzura, le decía: “Tranquilita, no hace nada, tocala nomás”. “¿Y si me muerde?”. “Qué miedosa, che; pero no importa, más luego te puedo mostrar otra viborita, esa no muerde, sólo escupe, ¿ya?”. Y la cholita, entre tímida y coqueta, respondía a la pícara propuesta con la ambigüedad de una risita fingida.

Cuando ya contaba con un nutrido círculo de curiosos, comenzaba su exposición, durante la cual manoseaba serpientes y lagartos, decapitaba lagartijas y se bebía su sangre, ofrecía ínfimas muestras gratuitas y, finalmente, repartía entre el público varios frasquitos del “poderoso ungüento de grasa de reptiles, elaborado sin químicos, con la receta ancestral de los pueblos selváticos”. “Agarre nomás, joven, sin compromiso; señora, tenga un frasquito, lea las indicaciones...”. “Para el reumatismo, la artritis, luxaciones, fracturas, esguinces, esto es lo mejor. Los médicos, para justificar las barbaridades que cobran, todo quieren enyesar; ¡macanas!, nuestros pueblos del oriente nunca han conocido el yeso y siempre se han curado totalmente sólo con la grasa de los reptiles de nuestras selvas vírgenes. Ahora, por un módico precio, usted, señor, tú, cholita, todos pueden llevarse este ungüento ancestral y ahorrarse el dineral que los matasanos cobran. Y es tan barato, porque sólo quiero recuperar la materia prima; yo no tengo fines de lucro. Anímense, no hay hueso que no cure, por más grave que sea la fractura...”. Con el atrevimiento de la adolescencia, una vez, cuando este p’ajpaku dijo “pregunten nomás, cualquier duda les voy aclarar”, le hice la pregunta que, seguramente, todos querían hacerle, pero nadie se animaba: “Si todo cura esta pomada, ¿por qué no se ha curado su nariz?”. Las carcajadas del público cesaron de golpe cuando él rugió intimidadoramente: “¡Silencio!”. “Mi nariz es así de nacimiento”, dijo a gritos, mientras agarraba con el índice y el pulgar el tabique desviado, quién sabe cuándo y en qué pelea de cantina. “Si a usted le parece fea, no me importa; así he nacido y así voy a morir; pero basta de macanas. Diez pesitos, nada más, diez pesitos cuesta este poderoso ungüento; los que no lo deseen, devuélvanme los frasquitos, por favor”. Antes de que alguien pudiese intentar la devolución, un sujeto, esforzándose por ser escuchado, a tiempo de extender un billete de veinte, solicitó: “A mí déme dos, por favor”. Siguiendo el ejemplo, ante semejante muestra de confianza y seguridad en el ungüento, algunos ingenuos se quedaron con el frasco y entregaron diez pesos cuando el p’ajpaku pasó por sus sitios. Al llegar a mi puesto, le devolví el frasco con educación, “no gracias”, diciendo; pero él, mandando al carajo la reciprocidad, me arrebató el ungüento y, mirándome con odio, me dijo: “chango de mierda, hazte pepa antes de que tu nariz quede como la mía”. Yo, obediente y cobarde, di media vuelta y salí del grupo de curiosos con intención de alejarme rápidamente, pero el sujeto que había comprado los dos frascos me tomó del brazo con torpeza para advertirme: “Cuidadito con volver a joder por aquí, huevoncito; si te veo otra vez, te arranco las bolas”. Tuvieron que pasar muchos años, hasta que, dejándome crecer la barba, pude cambiar mi fisonomía y, así, volver a escuchar las virtudes del ungüento amazónico sin el peligro de ser reconocido y privado de descendencia.

Ese p’ajpaku pertenecía a la vieja guardia; exponía sus argumentos con seriedad académica, mostrando textos y fotografías para sustentarlos. La nueva generación, por el contrario, ha dejado la sobriedad y ha incorporado en su discurso un elemento que les permite salir airosos ante cualquier preguntón hinchapelotas: el humor. Además, no recurren a la parafernalia expositiva, sino que se contentan con una mesita plegable y un mantelito algo limpio.

“Acérquense, señores, voy a explicarles cómo mantener a una mujer a su lado para siempre; ya se acabaron los cornudos, los abandonados, los solterones...”. La oferta ha logrado su cometido: casi veinte hombres, de distintas edades, han formado un semicírculo frente a la mesita repleta de sobres que contienen “el verdadero viagra andino. Así es, señores; tomando medio sobrecito en el almuerzo y medio sobrecito en la cena, ya no van a desayunar, van a despertar listos para el mañanero. Las mujeres se van cuando el hombre ya no mete goles, ¿me entienden?; se buscan otro, cuando la escopeta ya no apunta, ¿no ve?”. El público ha resultado difícil: nadie ríe. No importa, el p’ajpaku sabe cómo romper el hielo, aunque sea a costa de la dignidad ajena. Rápidamente, observa todos los rostros y ubica al gil de turno. “A ver, vos, contanos cuántas veces te ha fallado”. “¿A míiii? No, nunca”. “Yaaaaaaaa, no seas mentiroso, che, ¿con esa cara de impotente nos quieres mamar?”. El truco funciona: todos miran el rostro del joven teñirse de rojo y, sin compasión, sueltan exageradas risotadas. Aprovechando la pasividad del cordero, el p’ajpaku vuelve a la carga: “No se rían, por favor, me he equivocado, el joven no tienen cara de impotente; tiene cara de cartucho, por eso nunca le ha fallado, ¿cómo le va a fallar si no lo ha utilizado?”. Inexplicablemente, el muchacho acepta el chascarrillo y, aun más, se une a las carcajadas del resto. El clima ya está creado; ahora, el p’ajpaku puede desarrollar todo su cuento. Al acabar, luego de adjetivar la cara del joven unas cuantas veces más, habrá vendido algunos sobrecitos del verdadero viagra andino, fabricado, con dedicación y esmero, a base de cáscara de naranja, seca y rallada, sultana molida y dextrotón vencido.

Como estos, hay otros p’ajpakus farmacéuticos, cada cual con alguna novedad de propia invención: blanqueadores dentales, lociones capilares, pastillas para la tos, tónicos para la memoria, cigarrillos sin nicotina, etc. Todos ellos y, sobre todo, sus compradores, confirman la validez del axioma estadístico que indica: Para toda ciudad, a mayor cantidad de habitantes, mayor cantidad de boludos.

diciembre 14, 2006

La derrota de Courtrai



Cada cierto tiempo, afanado por conocer algo de la Historia Universal, reviso enciclopedias o documentos históricos que descargo de la Red. Por motivos que, ahora, no vienen a cuento, hace algunos años me interesé por una batalla que, hoy por hoy, es considerada histórica y legendaria: la Batalla de Courtrai. Recientemente, sin embargo, en La Historia del Mundo (Pijoan, 1968. Salvat Editores, Barcelona), descubrí un relato que, sin contradecir el resultado final de la escaramuza, señalaba que Robert d’Artois, comandante de los Caballeros Franceses, había fallecido en dicha batalla. Esto me impulsó a investigar más sobre ese episodio, pero, hasta ahora, no he podido encontrar ningún documento que certifique esta otra versión. A pesar de esto, me parece interesante que todos puedan conocer esta “historia” alternativa; por tal motivo, les transcribo el relato mencionado:


La Batalla de Courtrai


En el reino de Francia, a comienzos del Siglo XIV, el duque Robert d’Artois gozaba de mucho prestigio y poder, debido, en gran parte, a su íntima amistad con el soberano, Felipe IV, el hermoso, quien le había encomendado la tarea de capitanear el ejercito de caballeros franceses. Este duque, aparte de ser un eximio jinete y diestro con la espada, era también conocido por sus dotes de seductor. No había ninguna doncella que hubiese podido resistir su retórica de conquista, por lo que seducir a una parecía no presentarle ningún desafío. Tal vez por eso, o porque en los campos de batalla no hay doncellas, adquirió la manía, que cada vez se hizo más frecuente, de seducir mancebos, labor en la cual, si bien tuvo algunos éxitos, las más de las veces se encontró con negativas y rostros horrorizados; y no porque los jóvenes estuviesen faltos de costumbre en esas prácticas, muy comunes en la corte, sino porque el duque, al tener ante sí a un muchacho, realizaba el mismo ritual amatorio con el que, en su larga experiencia de galante desbravador, había hecho sucumbir los pudores femeninos: palabras dulces, elogios a la belleza, delicados besos y suaves caricias. Eso ofendía el orgullo varonil de cualquier joven, pues estos necesitaban algo más de rudeza a la hora del preámbulo amoroso. Así, el desafío que representaban los jóvenes a la hora de la conquista fue ocupando toda su atención, en cuanto a aventuras de alcoba se refiere, llegando incluso a enamorarse de algunos, y las veces que su pasión no era correspondida, entraba en profundos periodos depresivos, los cuales podían ser perjudiciales si se encontraba en batalla.

A oídos del Rey llegó la noticia de que tropas flamencas avanzaban hacia su reino, comandadas por el mismísimo conde de Flandes, Gui de Dampierre, con el fin de ampliar los límites de lo que dicho conde consideraba sus dominios. A fin de castigar tal insolencia, y así sentar definitivo precedente, pues ese tipo de problemas habían empezado a aumentar en los últimos años, Felipe IV decidió enviar a su poderosa caballería real, compuesta por los más valerosos caballeros franceses, para limpiar su territorio de súbditos de Flandes, ordenando, en sesión privada, a Robert d’Artois, no tener misericordia y acabar con la vida de cuanto soldado flamenco se pudiera. El duque, que desde hace años cargaba un rencor originado por rencillas de amores, quería demostrar al mundo su superioridad masculina cortando la cabeza del conde de Flandes, por lo cual aceptó, más que contento, la orden de su soberano, prometiéndole traer una nueva gloria para engrosar las páginas de la historia militar francesa.

Así, los caballeros franceses se encaminaron a los campos de Courtrai, lugar en el cual tenían que establecer campamento e informarse sobre los movimientos del enemigo. Una vez ahí, la tropa armó sus tiendas y procedieron a matar el tiempo mientras llegaban las órdenes de combate. Algunos jugaban a los naipes; otros apostaban a sus respectivas habilidades con el arco; los menos se distraían con la lectura; muchos, impacientes sanguinarios, no se cansaban de afilar sus espadas y pulir sus corazas; y, finalmente, varios, ardientes insaciables, se dedicaban a cortejar a los jóvenes portabanderas y tamborileros. Muchos caballeros, expertos en el arte de la conquista, pasaban las noches haciendo resonar en el campamento sus gemidos de placer y los gritos de dolor de los muchachos, cosa que provocaba envidia y cólera al duque, quien no había podido conquistar a ninguno.

Pasados algunos días, el duque, sabiendo por medio de informantes que las tropas flamencas estaban cerca y, así, que también se acercaba el día de la batalla, decidió descargar su nerviosismo y tensión, por las buenas o por las malas, para estar relajado el día de gloria. Con esa intención, ordenó que a su tienda viniera un joven que fungía como portabandera, quien no pasaba de los dieciocho años y respondía al nombre de Frederic Calais. Una vez juntos y solos, el duque, que no tenía tiempo ni ganas para ejercitar el arte de la seducción y, posiblemente, verse en situación de rechazo, estremeció las mandíbulas del muchacho con un golpe de puño impulsado por toda la fortaleza que su enorme humanidad le permitió. Desmayado el mancebo, fue desnudado con torpeza y desculado con violencia, no una, sino varias veces, en lo que tomó al duque adquirir templanza para el combate. Pasadas unas tres horas, el joven se vistió rápidamente y salió, casi corriendo, del lugar de su deshonra. Poco faltó para que se ahorcara, mas no lo hizo, por preferir la venganza antes que la honorable autoinmolación.

Al día siguiente, el duque, que ya se sentía con nervios firmes para entrar en combate, ordenó que se mandase al portabandera hasta las líneas enemigas para que observara todo cuanto sus ojos y sagacidad le permitiesen, y así los caballeros franceses estuvieran mejor informados y preparados para arremeter contra el enemigo. En realidad, la intención d’Artois no era esa, porque en ningún momento dudaba de la victoria de la hueste real ante un ejercito de soldados villanos, sino que tenía la seguridad de que el joven sería descubierto y ejecutado por los exploradores de vanguardia flamencos. Y deseaba su muerte porque consideraba que el joven era un malagradecido, ya que lejos de agradecer y sentirse honrado de ser el depositario de su pasión, se sintió ofendido y sin decir palabra escapó de la tienda, dejando al duque sin la posibilidad de despertar y dar una última estocada. Así, el muchacho tuvo que salir del campamento aguantando estoicamente el dolor que le provocaba sostenerse en la montura.

Grande fue la sorpresa de Robert d’Artois, cuando a los dos días el muchacho apareció, sin mayor daño que la marca que él mismo dejara en su lampiño rostro, pero con información que podía ser decisiva en la batalla. El muchacho contó que después de cabalgar con trote suelto durante seis horas, divisó el campamento enemigo y se quedó casi dos días, muy bien oculto entre unas rocas y arbustos, dejando a su caballo detrás de una peña, observando como los flamencos se disponían para la batalla.

–Como nuestro ilustre capitán, el valeroso duque Robert d’Artois, pensaba –relató el muchacho–, ese grupo de flamencos plebeyos, sin ninguna preparación en el arte de la guerra, no ofrecerán ninguna resistencia ante nuestro ataque. Más que tropa parecen un conjunto de animales, sucios y sin disciplina, que se pasan todo el día bebiendo, además de no poseer más que unos cinco caballos famélicos, que son usados por los que osan llamarse oficiales. De hecho, no podrán repeler un ataque de nuestra caballería, y la victoria será alcanzada sin un mínimo de esfuerzo, aunque puedo casi asegurar que ese grupo de indigentes, huirá sin ofrecer batalla, pues en sus rostros se nota la cobardía.

El duque quedó satisfecho por lo que el muchacho dijo, tanto así, que el enojo que tenía contra él se desvaneció, y no sólo eso, sino que también pensó que el joven merecía una segunda oportunidad en su lecho. Con esa idea en mente, decidió atacar de una vez, para así poder disfrutar de la piel del joven esa misma noche. Dio la orden de formación e inmediatamente se dirigieron hacia el campamento enemigo.

Cuando divisaron el campamento flamenco, constataron que lo que había dicho Calais era absolutamente cierto, por lo que se alegraron bastante, pues aunque jamás dudaron de su victoria, ya que los caballeros franceses podían contra cualquier enemigo, también es cierto que estaban lejos de imaginar que su gloria sería alcanzada de manera tan simple. Ajustaron sus corazas, pusiéronse los yelmos, y con la espada desenvainada, al grito de “por el rey y por Francia”, dado por d’Artois, se lanzaron en furiosos galope contra los desprevenidos enemigos, quienes al verlos, lejos de huir, como el duque, alentado por las palabras de Calais, pensó que pasaría, desenvainaron espadas y formando una especie de muralla humana, esperaron a los jinetes franceses.

La poderosa caballería francesa ya se encontraba a poca distancia de bautizar con sangre ajena el nombre de una nueva victoria, y a no dudar que lo habría hecho, de no ser por un foso, lo suficientemente profundo como para que un caballo se perdiese y de poco menos de media legua de largo, que habían cavado los flamencos un par de días antes, en el cual la vanguardia francesa cayó sorpresivamente, quedando solamente las cabezas de los caballeros por encima del nivel del suelo. Obviamente que no quedaron ahí por mucho tiempo, pues los flamencos que habían estado esperando al enemigo con las espadas en las manos, comenzaron a decapitar a los desafortunados jinetes, quedando muertos más de trescientos en menos de dos minutos. Sólo uno quedó con vida: Robert d’Artois, quien clamaba por ayuda desesperadamente, la misma que nunca llegaría, pues la retaguardia francesa emprendió veloz fuga al observar tal descalabro. En esa situación, su última visión fue la figura del joven Calais, empuñando con ambas manos una espada flamenca, completamente erguido, en pose que facilitaba el impulso que le sirvió para cercenar de un solo tajo la cabeza del tronco del sorprendido duque.

En medio del despojo que efectuaban los flamencos en los cadáveres, extrayendo dientes de oro, armas, joyas y todo aquello que fuese de valor, Gui de Dampierre se acercó al mancebo francés y con mucha ternura, que era habitual en él, lo subió a la grupa de su caballo. Así, dejando atrás el horror de la carnicería, partieron rumbo a Flandes, donde a Calais le esperaba la honra de ser el primero que compartiría por segunda vez el lecho del conde.

diciembre 11, 2006

Del Montículo al Prado



Los viejos urbandinos, con toda seguridad, deben guardar en la memoria gratos recuerdos sobre el Montículo, pues este tradicional lugar, enclavado en Sopocachi, antiguo barrio jailón de la ciudad, era el refugio de los enamorados, quienes, teniendo como fondo una impresionante vista de la hoyada, se demostraban cariño con tiernos y disimulados besos, en los comienzos del idilio. Si la cosa funcionaba y el afecto crecía, las damas concedían esporádicos permisos para que la lengua masculina explorase lo que se escondía detrás de la sonrisa que los había cautivado. Eran otros tiempos; las mujeres no usaban pantalones y sus faldas debían llegar hasta algunos centímetros más abajo de las rodillas. Los hombres, por su parte, debían demostrar caballerosidad en todo momento y tener un buen surtido de frases románticas o fragmentos de poemas para endulzar el oído femenino y, así, conseguir más y mayores permisos.

La ciudad ha crecido bastante y el Montículo dejó de ser el sitio preferido para enamorar. No obstante, aún se pueden encontrar parejas, o tríos, prodigándose amor en un beso. Claro que, en esta época, “beso” resulta ser un eufemismo; “succión”, sería el término adecuado. Quienes aún van al Montículo, aunque resulte difícil de creer, son los más tímidos, ya que la mayoría ha optado por lugares más transitados para exteriorizar y hacer conocer al mundo la pasión que se tienen. El paseo del Prado, por ejemplo, es uno de los sitios más populares para sacarse ampollas en los labios.

Las cosas, obviamente, han cambiado mucho. La mujer usa pantalones y sus faldas deben llegar hasta algunos centímetros más abajo del ombligo. Los hombres, por su parte, deben demostrar cuán péndex son, calentando el oído femenino con relatos de sus peleas, conquistas y borracheras, empleando la mayor cantidad de groserías posibles. Los permisos son pajas de los ancestros; a partir del primer beso, las parejas se penetran lingüísticamente y descubren mutuamente los secretos que se ocultaban detrás de las sonrisas lascivas: desde los gustos culinarios (“Mmmmm, a esta le gusta el ají de fideo”), hasta el historial odontológico (“Utaaaa, este no debe conocer el dentífrico, tiene seis tapaduras y tres muelas careadas”).

Estos ardores públicos, sin embargo, sólo disimulan la doble moral urbandina, pues el sexo continúa siendo el territorio de lo prohibido y pecaminoso. Cuando el chico considera que ya ha pasado un tiempo razonable como para descender un poco y besar otros labios, tiene que ingeniárselas para convencer a su pareja de que “no tiene nada de malo; tú me gustas, yo te gusto, ya estamos saliendo cinco días...”. “No sé, no estoy segura; esperaremos un poco”. “Bueno, entonces, ¿mañana?”. “Talvez, si se me pasan los nervios”. “Traaaanquis, reinita, no tengas miedo, de a poco lo vamos a hacer, pero intentaremos. Mañana mis jovatos tienen fiesta, o sea que la casa va ser sólo para nosotros...”. “Pucha, no sé, men, veremos si hay filin mañana”. “No seas tontita, sabes que te mueres de ganas”. “Sí, pero me da cosas, ¿no entiendes?”. “Suaaave, no te rayes, yo entiendo. No te voy a presionar, vamos a ir con calma para que se te vaya pasando el miedo, ¿yaaaa? Sólo la puntita, nada más”. “¿Juras?” “Por diosito, corazón, te lo juro, sólo la puntita”.

En la época dorada del Montículo, si algún verseador eximio conseguía quebrantar los principios y derribar las vergüenzas de una dama, lo más probable era que el asunto terminara en matrimonio de urgencia y que, luego de nueve meses, naciera un sietemesino más en la ínclita ciudad. Es que en esos tiempos no había mucha información sobre los métodos anticonceptivos, además que la tecnología de la industria sexual no estaba tan avanzada como ahora. Los preservativos, por ejemplo, parecían haber sido fabricados con hule, de tal forma que al utilizarlos, la intensidad del placer masculino menguaba considerablemente. Mi abuelo, que tuvo diez hijos, solía decir que “los condones eran una huevada, sólo una vez he utilizado y fue como meter mano con guante”.

Ahora hay información por montones y la tecnología del sexo ha desarrollado productos que, a parte de espantar la cigüeña, multiplican las sensaciones. Así, las jóvenes parejas que deciden hacer crujir el catre o probar la resistencia de los amortiguadores del coche, pueden hacerlo sin temer que eso los conduzca a cometer matricidio. Pero antes, claro, se debe vencer el temor/pudor impuesto por la moralidad urbandina. “Acordate, me has dicho que sólo la puntita”. “Traaaanquis, princesa, ni vas a notar”. “Te quiero”. “Aaaah, sí, yo también”. “Sólo es la puntita, ¿no?”. “Sí, corazoncito; ves, no duele, ¿te gusta?”. “Sí, sí, sí...”. “¿Quieres que entre más”. “Sí, sí, sí...”. “Espera un rato, conejita, me voy a poner forro”. “No, no pares”. “Traaaanquis, muñequita, sólo dame dos segundos”. “No. Seguí, seguí; yo tengo protección, no hay problema”. El chango, por un instante, queda desubicado, pero no es momento para pedir aclaraciones, ya habrá tiempo después para eso. Con la tranquilidad y confianza proporcionadas por la industria del sexo seguro, darán rienda suelta a sus deseos y se amarán, sin medida ni clemencia, una y otra vez, hasta sacarle brillo a la T de Cobre. Si el artefacto, por azar del destino, llegara a fallar, dentro de nueve meses habrá nacido otro sietemesino, o lo que ya es común, dentro de dos meses un matasanos habrá ganado quinientos pesos por un aborto clandestino.

Del Montículo al Prado, hay diez cuadras y cinco décadas de distancia.

diciembre 08, 2006

El santo de los verdaderos milagros



Cuando el doctor Loza dictaminó que el himen de Facunda estaba intacto, las señoras que presenciaron el examen cayeron postradas ante ella. Agarrando alguna parte de su pollera o su blusa, rezaban, en medio de sollozos, avemarías y padrenuestros. Y la noticia corrió tan rápido que en menos de una hora la casa de los Loza estaba atestada de personas, todas ansiosas por ver y tocar a la negrita Facunda. El párroco, anoticiado de tal prodigio, inmediatamente dispuso el traslado de Facunda a la iglesia, arguyendo que el sagrado recinto ofrecía mayor comodidad a los visitantes, además que, dada la cantidad de gente, el mobiliario de los Loza podría resultar dañado; pero en realidad el Padre Julián olió que de eso, milagro o no, se podía sacar un buen dinero.

En la iglesia, el padre Julián organizó las cosas de la mejor manera posible: ayudado por siete sacristanes hizo que la gente formara una fila y uno por uno iban ingresando a la oficina parroquial, previo depósito “voluntario” de diez pesos en la alcancía, para rezar y pedir favores a la virgen negra. Después de tres días, la gente del pueblo, siempre predispuesta a los desbordes demostrativos de alegría, tristeza o fe, comenzó a exigir que a Facunda se la ubicara en un altar. Luego de algunas discusiones con el cura, se determinó que el mejor lugar sería el que ocupaba San Ramón Nonato, pues nadie tenía en la memoria que dicho santo haya cumplido algún favor. Todo habría seguido ese curso de no mediar la intervención del doctor Loza, quien, a duras penas, logró hacerles ver que Facunda necesitaba permanecer en su casa por lo menos hasta después del parto. Así, la negrita fue trasladada en medio de una procesión hasta la casa del galeno.

Facunda, que no había pronunciado palabra desde que comenzara todo el alboroto, parecía extraviada en otro mundo. Seguramente no comprendía nada de lo que le estaba pasando y prefería zambullirse en el río de los recuerdos, dejándose llevar por la corriente hasta aquellos días felices en los que ayudaba a su madre en la cocina, medio jugando medio enserio, trazando caminitos con los dedos en las gamuzadas ollas maquilladas por el fogón, cuando apenas tenía cuatro años. Esos fueron los mejores momentos de su vida y sólo se prolongarían en el recuerdo, pues una tuberculosis reservó plaza en el cementerio para su madre, haciéndole pagar el servicio con tres meses de agonía. Facunda quedó al cuidado de su padre, un negro mañudo que se ganaba la vida, y también la desperdiciaba, comerciando alcoholes y coca. El negro Isidro, tal era su nombre, tuvo que empezar a realizar sus viajes cargando, además de la coca y el alcohol, a su Facunda. Así pasaron unos cinco años, hasta que un malentendido, que acabó en cruce de cuchillos, determinó que Isidro se desangrase por la yugular, allí en Lomas Verdes. Ya que eran los más pudientes del pueblo, los Loza recogieron a Facunda y le dieron un hogar. La negrita se fue ganando el cariño no sólo de su nueva familia, sino también el de todos los vecinos del lugar, pues su desmesurada inocencia, que colindaba con el retraso mental, no podía inspirar más que simpatía. Años más tarde, mientras Facunda estaba lavando ropa en el río, en medio de malestares y dolores en el vientre, sintió la sangre caliente que salía de su entrepierna. Se asustó y pensó que se iba a morir. Corriendo se fue a la iglesia y llorando se puso a rezarle a una imagen empolvada: “San Ramón, por favor, te ruego que me cures, no me quiero morir como mis papás, has que pare de sangrar, que ya no me duela. Yo me porto bien, siempre te dejo velitas, por favor, curame.” Y con tanto fervor rogaría Facunda, que el sangrado cesó en el acto y nunca más volvió a tener otra menstruación. Sin embargo, quizá por no haber divulgado el favor del santo, a los tres meses, su vientre comenzó a crecer. “Con quién te has revolcado, ¡negra mañuda!” Así fue interrogada Facunda por la señora Loza, y como ella respondía, entre sollozos y visibles muestras de perturbación, “con nadies, con nadies”, presumieron que había sido violada. Algunas vecinas, ansiosas de chismes, los visitaron, dizque para consolar a la familia, de tal suerte que pudieron presenciar el examen que le realizó a Facunda el doctor Loza. De esa manera, perdida en sus recuerdos, la virgen negra se encontraba recluida en su cuarto, viendo como día tras día su vientre crecía.

Al séptimo mes de embarazo Facunda fue atacada por la viruela y, aunque pudieron controlar la enfermedad, era necesario practicarle una cesárea. La operación implicaba mucho riesgo por lo que el doctor recomendó enviar a Facunda a la capital, pero las pasiones desatadas por la algarabía milagrera impidieron llevar a cabo esa intención. Prácticamente obligado por los pobladores, el doctor Loza tuvo que realizar la delicada intervención. El sietemesino, tan negrito como su madre, nació muerto. “Menos mal, feo hubiera sido un Jesús negro”, comentó alguna desubicada. Sin embargo, no por eso Facunda dejó de ser virgen, por lo cual, a pesar de las protestas y argumentos científicos del doctor Loza, la instalaron en el antiguo altar de San Ramón Nonato.

Ni siquiera el cura apoyó al doctor, más aún, él fue el principal promotor de la entronación, sobre todo cuando los creyentes comenzaron a dejar en la Iglesia costosas joyas y finas telas para ataviar a la virgen negra, además de una infinidad de manjares destinados a la alimentación de la efigie viviente, la cual apenas llegó a probar algunos bocados de tales delicias, ya que la mayor parte se quedaban en la cocina de la casa parroquial. Sin embargo, en honor a la verdad, aunque se le hubieran ofrecido los banquetes más espléndidos la negrita no habría podido disfrutarlos, pues dado que no le dieron el tiempo de reposo necesario, el débil cuerpo de Facunda comenzó a cederle paso a la muerte, de tal forma que ésta llegaría dos semanas después, montada en negros nubarrones que opacaron el verano del lugar.

Obviamente, los pobladores de Lomas Verdes decidieron que se la debía embalsamar de la mejor manera posible y devolverla a su altar, previo velorio en capilla en capilla ardiente que tendría que durar, debido a la sagrada condición de la difunta, una semana de llantos y oraciones. Casi novecientas personas estuvieron en el primer día del velorio; esa cantidad se fue reduciendo hasta que el quinto día sólo quedaron la señora Loza y unas cuantas vecinas, las cuales, naturalmente vencidas por el sueño, nada pudieron hacer para impedir que el Opapeño, un demente que vivía en el monte como animal salvaje, en un acto necrofílico desflorara a la difunta. Si no fuera por sus ágiles piernas y su habilidad para ocultarse en la maleza, el Opapeño hubiera sido despellejado vivo por una turba enardecida, que intentó hacer justicia al enterarse del nefasto suceso.

“Si ya no es virgen, ya no merece el altar”, dijo el padre Julián, y muchos compartieron su opinión, pero otros pensaban que a pesar de la contingencia, la negrita no había perdido su casta condición. Los debates al respecto se prolongaron tres meses y hubieran durado más, de no advertir alguno de los que seguían visitando el embalsamado cuerpo de Facunda que su vientre comenzaba a crecer. Inmediatamente, el cura organizó las cosas. Se instaló el cuerpo de Facunda en el altar y se inició una serie diaria de misas y oraciones hasta el noveno mes del prodigioso embarazo. Como no había otra forma, el doctor Loza tuvo que practicar una nueva cesárea. El bebe, menos negro que su difunto hermano, nació sano y llorando. “Este mulatito me va a sacar de la pobreza”, pensó el cura. A una mujer, cuya hija había muerto a los pocos días de nacida, se le encomendó la lactancia del nuevo ocupante del altar. Se le exigió, so pena de lapidación, que no descuidara al niño ni un minuto; ella, en parte por temor, en parte por devoción, aceptó sin reclamar. Así comenzó otra ronda de debates, la polémica se centraba ahora en cuál debía ser el nombre del niño. Facundo, Isidro, Mateo, Marcos, Juan, Lucas y hasta Jesús, fueron los nombres sugeridos, y habría sido una discusión que probablemente hubiera terminado en muertes, de no ser porque la nodriza, urgida por su acostumbrado desagüe de media noche, dejó solo al niño en el altar, momento que aprovechó el Opapeño para recoger a su hijo y llevárselo al monte, de donde nunca más volvería a salir, para pesar de los bolsillos del cura.

Después de la lapidación, la gente retornó a sus actividades diarias. Pero a los pocos días, una lluvia, acompañada de vientos huracanados, comenzó a derrumbar casas. La gente temió que fuera un castigo de Dios por haber permitido la desaparición del milagroso bebé, por lo que, los que cabían, se instalaron en la iglesia y en medio de cánticos y oraciones imploraban el perdón divino. Uno de los que no pudo entrar a la iglesia fue a dar la vuelta para tratar de ingresar por el traspatio y ahí, tirada, con rastros de sangre seca en los ojos, encontró la efigie de San Ramón. Emocionado, levantó al santo y gritando a la gente, “San Ramón ha llorado sangre, por eso Dios nos castiga”, lo metió hasta la iglesia. De mala gana, el cura organizó las cosas. Limpiaron el embarrado cuerpo del santo y luego de oficiar una misa en su nombre, lo entronaron nuevamente en su altar, momento en el cual comenzó a amainar el temporal. A los pocos días, mandaron a hacer una plaqueta en bronce, la cual permanece hasta la fecha, en el segundo altar izquierdo de la iglesia de Lomas Verdes, y que a la letra reza: “San Ramón Nonato, santo de los verdaderos milagros”.

diciembre 06, 2006

Chuquiago Market: la salvadora Comercio




Calle Comercio, peatonal. El nombre que algún desafortunado tuvo a bien otorgarle a esta vía fue entendido literalmente por los vendedores informales. En la Comercio, se comercia de todo: discos, películas, ropa, electrodomésticos, útiles, libros, medicinas, comestibles, juguetes, drogas, relojes, espadas, telescopios, celulares, etc. Cuando alguien ha olvidado el cumpleaños de su esposa y necesita un regalo con urgencia, no hay mejor lugar para encontrarlo. Considérese, además, la ventaja de poder buscar el regalo a las nueve de la noche, porque, sabiamente, los vendedores arman sus puestos recién a partir de las seis de la tarde.

No es raro ver a sujetos mal enternados husmeando entre los puestos con notorio nerviosismo y pagar sin en el regateo de rigor. De esos, al menos uno, es el desmemoriado y desamorado esposo que ha salido a “comprar cigarrillos” luego de llegar a casa y saludar a sus hijos, quienes, siguiendo las instrucciones maternas, le han preguntado, “¿qué les has regalado a la mami?”, pescándolo en curva y contra ruta. En fracción de segundos, inventa una respuesta –ya tiene experiencia en esto, todos los viernes lo hace–, “es sorpresa, todavía no se lo he dado”, y vuelve a ponerse el saco para salir apresuradamente, mientras grita el pretexto: “ahorita vuelvo, estoy yendo a comprar cigarrillos”.

Ya en la Comercio, comienza la búsqueda en los puestos de ropa, pero no se demora mucho, pues piensa “para qué más ropa, ya lo ha llenado el ropero, no hay campo ni para mis calzoncillos”, y pasa al sector chocolates, donde pregunta el precio de todas las variedades, sin que ninguno le parezca justo, “cómo va a costar quince pesos una cajita de chocolates, ni que fueran de suiza”, y se aleja rápido, justificando su tacañería con la lógica del cholo, “además, ya está hecha una vaca, con chocolates se va inflar más”.

Al borde de la desesperación, camina hasta toparse con los electrodomésticos; se detiene en seco y recuerda que la semana pasada, el vaso de la licuadora terminó hecho añicos, tras reventar contra la pared, a escasos centímetros de su cabeza, en el clímax de una típica discusión conyugal de viernes de soltero. “Aystá, esto le va a gustar”, piensa mientras examina el producto, “y nos va a servir a todos. ¿Cuánto está la licuadora, doñita?” “Ciento ochenta, caballero, hasta en ciento setenta te lo puedo dejar”, responde la vendedora. Como si le quemara, en un santiamén devuelve la licuadora y reinicia la búsqueda. “Carajo, todo está carísimo. Qué se joda, quién le manda a romper las cosas; que ahorre y se compre ella”, razona, iracundo, mientras prosigue su presurosa caminata en pos del regalo perfecto.

Cuando casi está resignado a comprar los chocolates, queda hipnotizado por la sensual y sutil curvatura de una espada samurai, debidamente envainada y cuidadosamente acomodada en su pedestal de madera. “Uuuuuuuta”, exclama, toma la espada y la desenvaina para hacer toscas maniobras de esgrima, quizás recordando su infancia, cuando jugaba a ser el Zorro con un sable de madera reciclada. “Cuánto, doñita, cuánto”, inquiere con emoción. Comerciante mañuda, psicóloga innata, la vendedora percibe la fascinación del hombre y, con natural cinismo, responde: “Así solita, está ciento cincuenta; la funda vale noventa, y el pedestal, setenta”. Obviamente, no puede llevarse sólo la espada, pues ya imaginó el conjunto entero adornando la cornisa de la chimenea. “Si te llevo todo, ¿en cuánto me lo dejas?” “Para vos, patroncito, te lo puedo dejar hasta en trescientos cincuenta”. Feliz por la “rebaja” conseguida, ni se preocupa por hacer la suma y paga sin regatear nada más.

Antes de tomar el taxi, ha comprado papel de regalo para envolver la espada y, a falta de cinta adhesiva, emplea mocopol para completar la tarea.

Baja del taxi sin exigir cambio, entra en su casa a la carrera, sube las gradas de tres en tres y entra al dormitorio jadeando un “Feliz Día de la Madreeeeee”, antes de retorcerse convulsivamente por la tos de fumador que le cobra por el esfuerzo físico. La esposa, indolente e ingrata, lejos de agradecer, le grita con rabia canina: “¡Cuál día de la madre, sonso y mierda, es mi cumpleaños!”, y continúa con la retahíla de insultos mientras su conyuge se retuerce en el piso, tosiendo la mala vida y la vergüenza. Una vez recuperado, se aproxima a la cama, haciendo cara de cachorro desamparado, e inventa una excusa: “Yaaaaaa, de qué te enojas pues, reynita, si te estaba molestando nomás. Cómo no voy a saber que es tu cumpleaños, mamita, si hasta regalo te lo he comprado desde hace dos semanas. Mirá, a ver, mirá, lindo está”. La mujer, disimulando la ansiedad, fríamente recibe el obsequio y lo desviste. No tiene palabras: sostiene el arma samurai y la mira de extremo a extremo sin cerrar la boca. Antes de que pueda decir “qué mierda es esto”, el marido le arrebata la espada e improvisa la historia de la compra y de los samurais: “Apenitas me la han vendido, no quería el chino de la Graneros, porque dice que de su abuelo había sido, que con esta belleza había peleado en Vietnam contra los rusos. Histórica es, reyna; una reliquia para que farsantees con tus amigas del rummy. Sólo los samurais tenían estas espadas. ¿Sabes quiénes eran los samurais? No, ¿no ve? Eran como ninjas, caaaapos para piñarse; soldados del presidente de Taiwan, de ese que gobernó cuarenta años, ¿te acuerdas? ¿Noooo? Es que hace mucho fue, seguro no eras buena en historia. Pero qué importa, mamita, yo ya te estoy ilustrando. Esos samurais, en la guerra de Vietnam, los han hecho cagar a los rusos. En un libro leí que para pelear se ponían una especie de pañales, nada más; así de machos eran, con el cuerpo desnudo salían a sacarse la mugre con cualquiera...” La improvisada clase de historia continúa algunos minutos más y la demostración de esgrima se prolonga por tres horas, hasta que la esposa, que durante todo ese tiempo no ha emitido sonido alguno, simula quedarse dormida para dejar sin público al espadachín enternado. Pronto, verdaderamente caerá en un profundo sueño, no sin antes planear el uso que le dará a la espada el próximo viernes de soltero. Mientras tanto, en la Comercio, los vendedores recogen sus puestos.

diciembre 05, 2006

Hoy no será



Qué sabe el sonido crepitante de la leña
para agonizar con tanta soberbia
sólo es el eco del dolor
y acaso de uno solo
abriendo una grieta en el silencio

Cincelan sus chispas finales
con golpes de tristeza ajena
el portal que comunica al olvido

La última brasa se aviva
revienta gritando el convite
maligno/insidioso
desde una ronquera prestada

Hoy pude rechazarlo:
porta mi alma un conjuro
mal llamado esperanza
que sé recitar de memoria
si en ella veo tus ojos

Acaso mañana me convenza
y me encierre en su lamento;
tal es su vinílico poder

Esta noche el poderoso fui yo
multipliqué su condena:
trece veces escuché su agonía
mientras se apagaba el fueguito

diciembre 04, 2006

A quién corresponda

Es impresionante cómo el bramido del río va creciendo, mientras creo acercarme a él, hasta convertirse en un sonido denso, casi sólido, que se apodera de todo lo demás, dejándome sordo, convirtiéndose en silencio; pero en la primera vuelta de monte, esas que son comunes al descender hacia el río a través de esta montaña forrada de maleza, alimañas e insectos, el rugido de sus aguas, con gorjeos pedernales, va cediendo paso al ruido, a ese insoportable ruido que algunos malos poetas tanto han alabado, a ese infernal bullicio agorero que, a guisa de oráculo, pretende darme mensajes premonitorios.

No sé por qué escribo esto; supongo que es el deseo de comunicarme, aunque sea con el papel, pues a nadie he visto en casi dos meses, o talvez es mi frustrada vocación de escritor lo que me impulsa a purgar mis temores entre letras. Dos meses ya que perdió todo sentido mi vida, dos meses en los cuales no puedo decidirme entre el silencio enloquecedor del río o los malditos trinos que me han conducido a esta soledad. El que lea esto –si alguna vez alguien lo hace– pensará que estoy loco –o que lo estuve–, “por qué no salió de ese lugar, por qué no atravesó el río y se alejó de él”, se preguntará. ¡Como si no lo hubiera intentado! Como si no hubiera recorrido innumerables veces, día tras día, este inacabable laberinto de curvas que suben y bajan sin tener fin ni principio. Incluso llegué a pensar que mi cerebro había caído en profundos desvaríos, por lo cual decidí descender todo el tiempo que fuera necesario, hasta encontrar ese río y cruzarlo. Doce días caminé cuesta abajo, doce días en los cuales mis oídos estuvieron a punto de acostumbrarse al oscilante cambio que propone cada curva: silencio, ruido, silencio, ruido, silencio, ruido... Doce días en los que apenas dormí algunas horas, después de las cuales despertaba como animal herido, lanzándome a la carrera hacia las partes bajas de esta montaña, tratando de disimular con mis gritos la constante alternativa sonora que se ofrece a cada vuelta. Jamás llegué al río.

No niego que, en un momento dado, me sentí cansado y, si fuera un poco más valiente, hubiera optado por quitarme la vida, pues estoy seguro que la muerte es el mejor refugio ante la constante agresión acústica de este paraje. Pero me faltó –y me sigue faltando– valor. ¡Cuánto admiro a Sánchez! Seguro que él pasó por lo mismo que yo, pero no tuvo ningún miedo a la hora de elegir el camino correcto. No sé cuánto tiempo después de ese fatídico dos de noviembre, en uno de mis recorridos sin rumbo, subiendo y bajando, escapando ora del silencio, ora del ruido, me encontré con su cuerpo putrefacto. Olvidando mis habituales melindres, prácticamente me arroje sobre él, lo abracé y le hablé varias horas. Podría haber estado así durante meses, pero el silencio, que dominaba ese recodo, tomó posesión de mis palabras; ni siquiera yo las escuchaba, menos aún podría escucharme un hombre muerto. Lo solté y arrastré fuera de la senda; cubrí el cadáver con hojas de plátano y me tendí a su lado. Dormí plácidamente no sé cuánto tiempo y seguro que habría podido quedarme así eternamente, pero los aleteos de los gallinazos que se devoraban a Sánchez me hicieron salir de la quietud para devolverme al silencio.

Salí a la senda y organicé mis ideas. “Nada tiene lógica”, pensé. Darme cuenta de que la lógica aún tenía cabida en mi mente me hizo concebir la esperanza de no estar loco. Medité unos minutos en los lugares que había silencio, y otros, en los que el ruido regía; no podía concentrarme quedándome mucho tiempo en un solo lugar. Traté de recordar todo, desde el día que llegamos a la cumbre del monte. Fue el dos de noviembre, a eso de las cinco de la tarde; lo sé, porque, como yo no traje reloj, se me ocurrió preguntárselo a Peredo. Él, Sánchez y yo, partimos de la ciudad en un viaje que habíamos planificado muchos meses antes. Luego de un día de caminata, llegamos a la cima de este monte; ahí todavía no había silencio, tampoco ruido. Al iniciar el descenso, cortamos camino y atravesamos un cementerio abandonado, muchas fueron las bromas que hicimos al respecto. Luego, retomamos la senda y empezamos a percibir los, hasta entonces, sutiles cambios sonoros que se daban al virar en cada curva. Se hizo de noche y armamos campamento; elegimos un lugar en el cual el río corría mansamente, originando una especie de arrullo que invitaba al sueño. El silencio me despertó, no el sol; pero éste ya estaba brillando e iluminando todo ese verdor que me pareció tan agradable. Peredo seguramente nos hablaba –digo seguramente, porque no escuchábamos nada–, mas nosotros sólo veíamos el desesperado movimiento de sus labios y su gesticulación casi histriónica. Tratamos de responderle, a lo que imaginábamos era una broma, de la misma manera. Yo sólo moví mis labios sin emitir palabras, remedándolo. Con señas, siguiendo con ese supuesto juego, nos entendimos para levantar el campamento y reanudar la marcha. Peredo estaba colorado, parecía furioso. Al tomar la siguiente curva, el silencio desapareció y pudimos escuchar el canto de los pájaros –¡cuánto los maldigo ahora!–, me alegré de tal maravilla natural y hubiera querido escucharla más tiempo, pero, fuera de sí, Peredo nos empezó a gritar: “¡Creen que esto es un juego! ¡Algo raro pasa y sólo se dedican a bromear!”. Tratamos de calmarlo, le pedimos disculpas, pero fue inútil, continuó con sus regaños, gritando sin control: “¿No escuchan el ruido, no escuchan a los pájaros riendo? ¡Dejen de reír!”. Gritó algunas cosas más que empezaron a molestarnos y, sin esperar respuesta, empezó a correr monte abajo. “Ya se calmará cuando llegué al río”, me dijo Sánchez, disimulando su preocupación. Su inquietud fue creciendo, y ni qué decir la mía, a medida que descendíamos, sin encontrar a Peredo ni el río, y el silencio nos privaba del habla en algunos sectores y los pájaros se mofaban de nosotros a la vuelta. Caminamos rápidamente durante unas cuatro horas, yo no pude más y caí extenuado. Sánchez se sentó a mi lado y, tratando de mantener la calma, me dijo que Peredo tenía razón, algo raro pasaba. “Seguramente nos equivocamos de camino”, le dije. Estuvo de acuerdo conmigo. Decidimos caminar un poco más para encontrar a nuestro compañero. Y mientras avanzábamos: silencio, ruido, silencio, ruido... El silencio, que a un principio me daba paz, ya comenzaba a desesperarme, pero podía soportarlo mejor que Sánchez; el ruido, el canto de los pájaros, sin embargo, taladraba mis oídos y, aunque quien vaya a leer esto termine por confirmar mi demencia, debo decir que podía escuchar sus voces. Un sinfín de voces que desaparecían en un tramo y reaparecían en la siguiente curva. “Peredo ha muerto”, “Sánchez te matará”, me decían. “¡Escuchas!”, le grité a Sánchez. No me respondió; sólo tomó una rama del piso y retrocedió unos pasos sin quitar su vista de mí. Ahora que lo pienso bien, seguramente él escuchó lo mismo que yo, pero al revés. Tomé como cierto el augurio de los pájaros y, sin dudarlo, emprendí veloz fuga en dirección del inalcanzable río. No sé si Sánchez me siguió, fue la última vez que lo vi con vida.

No podría precisar cuánto caminé sumergido en mis recuerdos, lo cierto es que decidí alejarme del río –¿será eso posible?–, y comencé el ascenso que mantengo hasta hoy, siempre acompañado del acoso de los pájaros -¿será que nunca duermen?- o del desquiciante silencio que proporciona el río. Se me acabó el poco papel que me sirvió para escribir estas líneas, por eso lo dejo en este lugar, con la esperanza de que alguien lo encuentre, y así, talvez, me encuentre a mí también. No soy un valiente, de tal forma que me aferraré a mi cobardía y seguiré viviendo en este infierno sonoro. Hay frutas y vertientes, aún soy joven y algo fuerte. ¡Ojalá puedan encontrarme!

G. Fuentes.

El caminante terminó de leer la carta, esbozó una sonrisa y la guardó en el bolsillo. Desde ese privilegiado lugar, la cumbre del monte, podía observar una larga extensión de cerros verdes que flanqueaban al serpenteante río que corría entre sus simas y una gran variedad de aves multicolores que parecían ofrecerle demostraciones acrobáticas con sincronizada formación, tal como esas negras, que volaban describiendo círculos perfectos sobre algunos sectores de la pendiente. Emprendió el descenso y, algunos metros más adelante, luego de gritar a sus compañeros, quienes se habían adelantado mientras él se dedicaba a la lectura, se detuvo en seco a causa del estremecimiento que le originó el no poder escucharse.

diciembre 02, 2006

De la toma(da) 2, salimos tomados




Realmente, la medida de prohibir el expendio de bebidas alcohólicas a partir de las 04:00 a.m. perjudica las farras blogueras. Por segunda vez consecutiva, tuvimos problemas para conseguir mesa, pues la gente sale a farrear más temprano ya que tiene que recogerse más temprano.

En fin, la reunión salió muy bien, aunque tuvimos que lamentar varias inasistencias, mismas que, sin embargo, fueron justificadas previamente. Esta vez, estuvieron los y las responsables de los blogs: CÁPSULA DEL TIEMPO, CICATRIZANDO, EL PERRO RABIOSO, VIVENCIAS, CONCIENCIA OBEDIENCIA Y CRÓNICAS URBANDINAS. Además, también nos acompañaron Violeta, Simi, El Bis y Humito, leedores y comentaristas de nuestros blogs.

Cápsula del Tiempo llegó a la ínclita para asumir el rol protagónico del film “Farra Bloguera”, pero descaradamente, el Perro Rabiosos se dio mañas para robar cámara y acaparar escenas. Resulta que este can colérico había sido un eximio cuenta chistes, con un repertorio variado y amplio, dotado de una gracia natural para condimentar los cuentos. Hasta que nos botaron del boliche, nos hizo despanzar de risa.

Los que hasta esa hora permanecíamos al pie del cañón, decidimos actuar transgresoramente y mandar al carajo la ordenanza municipal, dándonos modos para adquirir alcohol y trasladarnos a la casa de Vero-Vero, donde la conversación se disparó por varios senderos. A propósito, debemos agradecer a Vero por su hospitalidad y por haber ofrecido espontáneamente su casa para futuras fiestas blogueras. A las 09:55, cada quien retornó a su hogar, comprando, previamente, pan y periódicos.






Vania (Cápsula del Tiempo) merece una nota aparte. Ella llegó a la segunda toma(da) sola, lo cual me devolvió la calma, pues no dormí toda la semana por culpa de una pesadilla recurrente en la que su bienamado esposo llegaba al boliche transformado en Hulk, preguntando con rugidos “quién carajos es el que me dice choli panzón” y, luego de ser apuntado por los índices de los presentes, él me identificaba y se acercaba desafiantemente, con espuma en la boca, para jalarme la oreja hasta dejármela como silpancho.

Pero bueno, como dije, mis temores desaparecieron al verla llegar en compañía de Sakura, sin el choli panzón. Sin embargo, en lo mejor de noche, el maridito apareció y mis temores regresaron raudos, originándome una garrotera descomunal. Ahora bien, el esposo de Vania no había sido Hulk, ni panzón; pero choli sí es, por lo que decidimos enviarlo a otra mesa para que sus karma celeste no contaminase nuestra alegría aurinegra.



Un abrazo a todas y todos.

diciembre 01, 2006

TANKAS nacionalizados

Los tankas son poemas tradicionales del Japón; tomando prestada su estructura, podemos nacionalizarlos de la siguiente manera:


Luna estridente,
en el centro del hombre
dos palos golpean.
Has de gritar, lunita,
para el baile comenzar.


Pulmonar viento,
del silencio nacido,
pierdes tu esencia:
en el moldeado bronce
creces hasta la euforia.





Celeste techo
vigilas cadencias, pues,
en la planicie,
fragmentado arco iris,
el infierno ha soltado.