Hace años, la piratería de libros se realizaba rústicamente, de tal forma que al comprar alguno de estos textos existía una alta probabilidad de que tuviera páginas en blanco o que estuviera mal compaginado. Hoy en día, la calidad de los libros pirateados es bastante buena, por lo menos lo suficiente como para poder leer el texto entero sin sorpresas “editoriales”. De todas formas, aún deben seguir circulando los truchitos de antaño que jamás llegaron a venderse; digo esto, porque hace un par de semanas, mientras caminaba por el Prado, me detuve ante la oferta pirata de un puesto callejero, pues me atrajo un título: “El evangelio según Jesucristo”, de José Saramago. Pregunté el preció y pagué sin objetar nada, ya que luego de una rápida revisión, me pareció que la calidad de la impresión bien valía los treinta pesos que desembolsé. Sin embargo, un par de días después, cuando mi lectura había llegado hasta casi la mitad del libro, me percaté de que faltaba una hoja (de la página 234, saltaba a la 237). Lógicamente, fui a reclamarle al vendedor, esperando que me diera un libro completo o me devolviera el dinero. El tipo revisó el libro página por página, a pesar de que ya le había señalado dónde estaba el error, y me lo volvió a dar, diciéndome: “Joven, sólo le falta una hojita, no tiene nada malo, se puede hacer contar esa parte”. Al escuchar semejante despliegue de descaro, casi me caí de espaldas y sólo hubiera faltado que apareciese sobre mí un “¡PLOP!” gigantesco para coronar la escena. Demás está decir que tuve que retornar al hogar con la versión incompleta del libro y con la bilis brotándome hasta por los oídos.
Peores chascos se pueden sufrir cuando se compra un DVD pirata, pues no es nada raro que en algún momento la imagen se distorsione o simplemente se detenga, aunque el sonido siga avanzando. También ocurre que –y muchos lo han debido experimentar– que el contenido del DVD ha sido filmado en una sala de cine, por lo que, además del audio de la película, se escuchan risas, murmullos, jadeos, carraspeos, crujidos de papas fritas o llantos de bebés; y por si eso fuese poco, de tanto en tanto la sombra de los espectadores con vejiga chica atraviesa la imagen y, si la escena es interesante, la sombra se detiene hasta que su propietario sacia su curiosidad. Como en los libros, de nada sirve reclamar; los piratas siempre tienen un argumento para justificar los defectos de lo que venden: “¿Me puede cambiar esta película?”, dije con suprema ingenuidad. “¿Por qué’ps?”, me respondió. “Porque la calidad no es buena; la peli la han filmado en un cine”. “No creo, joven; a mí me parece que la han filmado en varias calles o en un buen estudio”. “No te hagas al opa; sabes a lo que me refiero. Esta copia la han grabado con una filmadora dentro de un cine, por eso se escucha la bulla de la gente y se ven las sobras contra la pantalla”. “Aaaaah. Más bien usted ha tenido suerte y le ha tocado la versión para home theater”. “¿Quí cosaaaaaa?” “Sí, pues, joven; en esa versión se incluyen efectos especiales para que el que la mire sienta que está en el cine. En todo caso, me tendría que aumentar cinco pesitos, porque esas son más caras”. ¡PLOP! (mientras un cocodrilo invade una casa cercana).
Y la piratería ha extendido sus tentáculos hacia el rubro “servicios”. Un primo mío, que vive en un edificio del centro citadino, me mostró un volante mal fotocopiado que había sido introducido en su departamento por debajo de la puerta. Palabras más, palabras menos, el volante indicaba: “¿Estás cansado de la TV nacional? ¿No tienes dónde ver los partidos de la Copa Libertadores? Ya no sufras: ¡afiliate a Under Cable! ¡Por sólo 10 $US mensuales!...” Obviamente, mi primo se afilió; pagó, además del primer mes adelantado, otros diez dólares para cubrir los costos de instalación. Con eso, el gerente-propietario de Under Cable compró treinta metros de cable coaxial para “compartir” su conexión legal, estirándola hasta el departamento de mi primo y, seguramente, también hasta los de muchos copropietarios del edificio. Como el negocio le salió muy bien, al poco tiempo abrió un café internet en la planta baja del edificio y, casi inmediatamente, creó la empresa “UnderNet”: “¿Estás cansado del Dial Up? ¿Gastas mucho en teléfono cuando descargas música? Ya no sufras...”
Los piratas informáticos, debo reconocerlo, tienen cierta vena humorística. Lo comprobé cuando, al intentar instalar un software que adquirí por diez pesitos, apareció en la pantalla una llamativa presentación que explicaba cómo hacerlo, mostraba el número de serie para activar el programa y, con letra de menor tamaño, decía: “Si tiene problemas con la instalación o el software no funciona, escriba a mecagoenvos@pelotudo.com y quéjese con su abuela, carajo”. Por suerte, pude instalar el programa sin problemas, ya que dudo mucho que ese fuera el mail de mi abuela y, menos aún, que ella hubiera querido devolverme mi plata.
En fin, en defensa de los piratas urbandinos, debo decir que gracias a su laburo muchos pueden acceder a la música, el cine y la literatura. Es una actividad ilegal, lo sé, pero también sé que en un país con ingreso per cápita tan bajo, sólo pirateando se puede otorgar al pueblo la posibilidad del acceso a la cultura.