El beso de rana
Copán estaba llena de gente y no era para menos, pues por la inminencia de un fenómeno astronómico, a las usuales ofrendas de posol –bebida de maíz fermentado– y los tradicionales cánticos que atraían a los chacs –espíritus que favorecían y protegían los maizales–, iba a ser añadido un rito especial: el sacrificio de un ser humano.
Ahbayal y Kaxenoc habían recibido, pocos días antes, la orden de los jefes mayas para salir a buscar la persona cuya sangre serviría de ofrenda a los chacs. Estos espíritus necesitarían de ella para nutrirse y fortalecerse, porque ellos tendrían que dar la energía que el sol habría de negar a los cultivos, ya que no faltaba mucho, de acuerdo a los cálculos de los sacerdotes, para que el astro rey dejase de dar luz. Y aunque el fenómeno duraría poco, el maíz, base de su economía, no podía ser descuidado.
Ahbayal y Kaxenoc se sintieron honrados y afortunados por la nominación de la cual habían sido objeto, ya que sabían que les redituaría generosos obsequios y una parte de la cosecha mayor a la que habitualmente recibían, además del prestigio de contar con un lugar de honor en la ceremonia de sacrificio.
Ambos guerreros emprendieron camino hacia el norte y luego de siete horas de marcha, divisaron a un cazador tolteca. Debidamente escondidos, planearon la forma de capturarlo vivo, momento en el cual, Kaxenoc le contó a su compañero un secreto que había estado guardando con celo por dos años. Casualmente Kaxenoc había descubierto que la saliva de ciertos batracios producía el adormecimiento de la parte del cuerpo en la que fuera vertida, y que por medio de dardos ésta podía ser introducida en el cuerpo de un animal, quedando éste inconsciente por unas horas. Procedieron entonces a untar pequeños dardos con la saliva del batracio que Kaxenoc había llevado consigo y disponiéndose a manera de emboscada, soplaron las cerbatanas al mismo tiempo, llegando a impactar en el tolteca el dardo que los pulmones de Ahbayal habían impulsado. El retorno les demoró tres hora más por el peso extra que debieron cargar, pero bien valió el esfuerzo, porque fueron recibidos como héroes por los pobladores.
Tres días después, en la atiborrada Copán, el tolteca –que había seguido recibiendo pequeñas dosis del casi inofensivo veneno, posteriormente nombrado “beso de rana”– era amarrado en el altar de sacrificio. Habrían de pasar un par de horas más para que el tolteca recobrara el juicio, hallándose inmovilizado por las ataduras y denotando su rostro la gran confusión en la que se encontraba sumida su mente, expresión que fue cambiando a espanto cuando se dio cuenta del porqué de su apresamiento. Aterrorizado, gritaba en nahua, su lengua originaria, frases incomprensibles para los mayas, pero que muy probablemente eran suplicas de clemencia.
Haciendo oídos sordos a los balbuceos del tolteca, todo estaba dispuesto: los sacerdotes recitaban aletargadamente oraciones reservadas sólo a ellos; los jefes, de pie y con vestimenta de fiesta, hacían guardia alrededor del cuchillo que habría de servir para perforar el pecho del que oficiaría de ofrenda. Por su parte, Ahbayal y Kaxenoc, habían sido acomodados a la derecha del altar y lucían los nuevos atuendos con que el sacerdote mayor los había obsequiado por su magnífica y rápida faena.
Kaxenoc, especialmente, tenía motivos para sentirse orgulloso, pues su descubrimiento había posibilitado una captura sin derramamiento de sangre, la cual, obviamente, no podía ser desperdiciada. Pero en su humilde mente no cruzaba la idea de que su método de captura dejaría de ser secreto y se convertiría en la norma cuando de capturar ofrendas se tratara. Y ni siquiera se salvarían de la saliva anestésica los españoles, que llegarían a la posteriormente nombrada América, con mayor desarrollo científico, pero neófitos en las innumerables artimañas selváticas. Tal sería el caso de fray Bartolomé Arrazola, quien respondiendo a la confianza que Carlos V tenía en su labor evangelizadora, emprendería viaje a los territorios mayas, con tan mala fortuna que un buen día, hallándose perdido en la selva, sería alcanzado por un dardo, anónima herencia de Kaxenoc, y, al igual que el tolteca que estaba a punto de ser sacrificado, recibiría un certero tajo en el pecho, dejando que su sangre sirva de nutriente a los chacs, que una vez más, debido a un eclipse, deberían fortalecerse para proteger los cultivos.
Ahbayal y Kaxenoc habían recibido, pocos días antes, la orden de los jefes mayas para salir a buscar la persona cuya sangre serviría de ofrenda a los chacs. Estos espíritus necesitarían de ella para nutrirse y fortalecerse, porque ellos tendrían que dar la energía que el sol habría de negar a los cultivos, ya que no faltaba mucho, de acuerdo a los cálculos de los sacerdotes, para que el astro rey dejase de dar luz. Y aunque el fenómeno duraría poco, el maíz, base de su economía, no podía ser descuidado.
Ahbayal y Kaxenoc se sintieron honrados y afortunados por la nominación de la cual habían sido objeto, ya que sabían que les redituaría generosos obsequios y una parte de la cosecha mayor a la que habitualmente recibían, además del prestigio de contar con un lugar de honor en la ceremonia de sacrificio.
Ambos guerreros emprendieron camino hacia el norte y luego de siete horas de marcha, divisaron a un cazador tolteca. Debidamente escondidos, planearon la forma de capturarlo vivo, momento en el cual, Kaxenoc le contó a su compañero un secreto que había estado guardando con celo por dos años. Casualmente Kaxenoc había descubierto que la saliva de ciertos batracios producía el adormecimiento de la parte del cuerpo en la que fuera vertida, y que por medio de dardos ésta podía ser introducida en el cuerpo de un animal, quedando éste inconsciente por unas horas. Procedieron entonces a untar pequeños dardos con la saliva del batracio que Kaxenoc había llevado consigo y disponiéndose a manera de emboscada, soplaron las cerbatanas al mismo tiempo, llegando a impactar en el tolteca el dardo que los pulmones de Ahbayal habían impulsado. El retorno les demoró tres hora más por el peso extra que debieron cargar, pero bien valió el esfuerzo, porque fueron recibidos como héroes por los pobladores.
Tres días después, en la atiborrada Copán, el tolteca –que había seguido recibiendo pequeñas dosis del casi inofensivo veneno, posteriormente nombrado “beso de rana”– era amarrado en el altar de sacrificio. Habrían de pasar un par de horas más para que el tolteca recobrara el juicio, hallándose inmovilizado por las ataduras y denotando su rostro la gran confusión en la que se encontraba sumida su mente, expresión que fue cambiando a espanto cuando se dio cuenta del porqué de su apresamiento. Aterrorizado, gritaba en nahua, su lengua originaria, frases incomprensibles para los mayas, pero que muy probablemente eran suplicas de clemencia.
Haciendo oídos sordos a los balbuceos del tolteca, todo estaba dispuesto: los sacerdotes recitaban aletargadamente oraciones reservadas sólo a ellos; los jefes, de pie y con vestimenta de fiesta, hacían guardia alrededor del cuchillo que habría de servir para perforar el pecho del que oficiaría de ofrenda. Por su parte, Ahbayal y Kaxenoc, habían sido acomodados a la derecha del altar y lucían los nuevos atuendos con que el sacerdote mayor los había obsequiado por su magnífica y rápida faena.
Kaxenoc, especialmente, tenía motivos para sentirse orgulloso, pues su descubrimiento había posibilitado una captura sin derramamiento de sangre, la cual, obviamente, no podía ser desperdiciada. Pero en su humilde mente no cruzaba la idea de que su método de captura dejaría de ser secreto y se convertiría en la norma cuando de capturar ofrendas se tratara. Y ni siquiera se salvarían de la saliva anestésica los españoles, que llegarían a la posteriormente nombrada América, con mayor desarrollo científico, pero neófitos en las innumerables artimañas selváticas. Tal sería el caso de fray Bartolomé Arrazola, quien respondiendo a la confianza que Carlos V tenía en su labor evangelizadora, emprendería viaje a los territorios mayas, con tan mala fortuna que un buen día, hallándose perdido en la selva, sería alcanzado por un dardo, anónima herencia de Kaxenoc, y, al igual que el tolteca que estaba a punto de ser sacrificado, recibiría un certero tajo en el pecho, dejando que su sangre sirva de nutriente a los chacs, que una vez más, debido a un eclipse, deberían fortalecerse para proteger los cultivos.