Hace varios días, Raquel Montenegro, Directora de la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés, me llamó para conferirme el honor de representar a las nuevas generaciones en el acto de homenaje que se realizaría en el Salón de Honor de la UMSA, el 30 de octubre, con motivo de celebrar los 40 años de dicha Carrera. Lagrimeando y sorbiendo mocos, acepté la invitación y preparé el siguiente texto para representar "dignamente" a mis contemporaneos:
De la literatura, su Carrera
“Río Fugitivo, qué es’ps eso”, decía un crítico de retaguardia, refiriéndose al nombre de una ciudad ficcional imaginada por un escritor cochabambino de cuyo nombre no quiero acordarme, añadiendo a la ninguneada, “Macondo, Comala, esos son nombres que quedan grabados, esos son nombres que realzan la ficción”. Y yo, para mis adentros, soliloquiando, “Caraspas –me dije–, este señor nunca ha debido escuchar sobre La Paz, seguro en su carnet dice nacido en Chuquiago”. Porque si de ficción hablamos, qué mejor nombre que La Paz, así con mayúsculas hasta en el artículo; acaso hay alguna ciudad que se llame “El Amor”, “La Felicidad” o, en el peor de los casos, “El Odio”, “La Venganza”. No pues, así, con tanta alharaca, sólo se llama esta ciudad. Claro que para nosotros es común, ni le damos bola a todo lo que implica el nombrecito; particularmente yo, nunca había reparado en las connotaciones del ínclito nombre; pero sucedió que una noche, hace menos de un año, durante una guitarreada internacional en un boliche cusqueño de mala muerte, un sujeto me preguntó a quemarropa: “Y, tú, men, en dónde vives”, respondiéndole yo, con absoluta naturalidad, aunque también con un aire de soberbia, “yo vivo en La Paz”, haciendo que el sujeto abriera sus achinados ojos y, mirando a su vecino, exclamase: “Puuuuucha, pata, este men está avanzado, nosotros sólo vivimos en la gloria”, e inmediatamente me ofreciese un porro babeado, como para sellar una amistad que les asegurara pasaporte libre a mi terruño. Y a pesar de que traté de remediar el malentendido, “Paceño soy”, diciendo, el sujeto ya no quería bienentender: “No, men, no eres paceño –me decía–, eres gurú”.
Y hasta metafísico ha resultado tal apelativo, pudiendo incluso ganarse un lugarcito en la garganta pisquera del Papirri, es decir, una vez incorporado a la metafísica popular, ¡uy cará!, pues méritos para engrosar la letra de ese tema no le faltan; si no, cómo se puede explicar que un comentarista deportivo, en un programa femenino matinal, durante el segmento de opinión política, haya expresado, hace tiempo ya, de manera enfática e incluso con gesto poético denotado por una sutil rima: “Con mucha tristeza, distinguida tele audiencia, debo referirme a un luctuoso suceso que está ocurriendo en estos momentos, precisamente en este instante, hoy mismo, mientras les hablo, debo comunicarles, repito, con mucha congoja, que en La Paz hay guerra del gas”. ¡Uy cará!
Como el nombre de la ínclita puede asumir distintos sentidos en distintos contextos, alguito de esa virtud, de alguna manera, ha debido nomás heredarnos a todos los cholos que hemos nacido en este hueco. Sólo así se puede entender que un cruceño, que ya vive cincuenta años en La Paz, hable siempre como camba, y que un paceño, que ya vive dos semanas en Santa Cruz, hable siempre como camba, también. Inconciente virtud camaleónico–lingüística poseen los urbandinos. Como si nada, de repente, sin querer queriendo, a uno ya se le pega el acento de otro. Y no es una exageración de esta virtud paceña; bástenos con recordar lo ocurrido durante la visita del príncipe Felipe de Borbón, quien había llegado para presenciar la posesión del primer presidente indio de Bolivia. Un promisorio valor del servicio diplomático, distinguido alumno de la academia del rubro, fue pomposamente designado jefe de protocolo, con carácter exclusivo, para y durante la visita de la delegación española. Es decir, en lenguaje más corriente, lo pusieron de llevaytrae del Delfín. Labor que no tuvo que desempeñar por más de tres horas, ya que el futuro Rey de España llegó acompañado por un selecto grupo de viejos diplomáticos, entrenados, específicamente, para coordinar esas tareas de manera profesional y eficiente. Sin embargo, durante esas tres horas, nuestro promisorio diplomático hizo las presentaciones de rigor, indicó dónde quedaban los baños, se tomó unas siete fotos con el príncipe, se hizo autografiar la camisa, en fin, convivió nomás con los españoles, hasta que, dado que ni sospechaba que los bostezos, las consultas continuas al reloj y las cabeceadas del mimado de doña Sofía eran indirectas para que ahuecara el ala, tuvo que ser un corpulento guardaespaldas quien, de buena forma, le dijera: “os pido un favor, id hacia la puerta y cerradla, pero ¡por fuera, coño!” Nuestro jefe de protocolo, meditando esas palabras por unos segundos, comprendió la indirecta y, guiñándole el ojo al gorilón, le respondió: “Hoztiaz, creo que ya ze me hizo tarde”, y avanzó, seguramente con la intención de despedirse, y de una última foto, hacia el príncipe, pero la enorme masa del guardaespaldas le bloqueó el paso, por lo que no tuvo más remedio que sacar una fotito desde ahí nomás, al estilo paparazzi, y despedirse casi a gritos de Felipín: “Ea, zu alteza, que ya me voy, que fue un guzto conocedle, bienvenido zoiz en mi paiz, y bueno, hazta mañana”. El gorila español, pensando que el indiecito se estaba burlando de su castellano acento, a punto estuvo de partirle la crisma, mientras que Felipe respondió, a guisa de recompensa, con una sonrisa, pues pensó que el indiecito se estaba esforzando por pronunciar adecuadamente el idioma de Cervantes.
El peligro de esta virtud paceña, es que lo camaleónico se extienda de la lengua al cerebro; y eso, la experiencia cotidiana lo demuestra. Así lo expusieron, en diálogo público, a través de las ondas de una radioemisora, un par de sindicalistas empeñados en demostrar lo incoherente de las autonomías. “De qué pueblo cruceño se puede hablar –señalaba uno– si estadísticamente está demostrado que el cuarenta por ciento de la población en Santa Cruz es colla, el cincuenta por ciento es descendiente de collas, el ocho por ciento son chinos y el dos por ciento son croatas. Entonces, ¿de qué cruceñidad hablan?” “Es que con engaños hacen que nuestros hermanos nos odien –apuntó el otro sindicalista–. Como los maltratan, rápido tienen que hablar igual que los cambas, para camuflarse, y así se vuelven come collas, o sea, antropófagos, caníbales, a–cha–ca–che–ños, y para convencerlos, les hacen gritar ‘viva la autonomía’, diciéndoles que la autonomía es la ley para la legalización de autos chutos.” Y acaso estas afirmaciones puedan tener asidero en un graffiti recientemente aparecido en una pared cruceña, en el que, con letras enormes y verdes, se puede leer “Mueran los collas de mierda”, y debajo de esta frase, entre paréntesis y con letra menuda, dice: “(menos papá y mamá)”.
Ahora bien, no se puede negar que los paceños se han repartido por toda Bolivia. De hecho, aquí, en La Paz, debe haber unos ciento treinta y nueve paceños, pocos más, pocos menos, porque la mayoría ha partido en misión colonizadora, o collanizadora, si se quiere. Y obviamente, los que quedamos estamos sujetos a los embates de distintas culturas intra, inter y transnacionales, que ya sea con raeggeton, chacarera, hip hop o damas de compañía, de a poquito nos van volviendo menteabiertas, dizque. Y ante tal situación, los paceños demostramos otra virtud: buenos rateros somos. No como esos choros vulgares que descalzan a un borrachín tendido en la acera y se ponen los zapatos aunque les queden como canoas; no, nosotros, primero ubicamos un buen par de cachos, luego llevamos al propietario a una cantina y le hacemos farrear hasta que nos jure amistad eterna, que es, precisamente, cuando le pedimos una prueba de su amistad: “A ver, si eres mi cuate, cambiaremos gambas”, y el otro, ingenuo, ni siquiera espera que terminemos la propuesta para sacarse los zapatos y ponerlos sobre la mesa. Así, salimos de la cantina bien borrachos, medio estrenando calzado y, además, con un amigo eterno. Por si no fuera poco semejante despliegue de histrionismo, convirtiendo un delito en un arte, tenemos la suficiente percepción estética como para darnos cuenta de si los cachos nos quedan bien o no; entonces, si parecemos payasos, o nuestro dedo gordo está siendo comprimido, desechamos los zapatos, pero nos quedamos con los huatitos, porque esos sí pueden llegar a servirnos. De este, de aquel, vamos tomando las cosas que nos gustan, para renovar el vestuario. En este sentido, no debe resultarnos extraño que una de las canciones más collas, una de las que más veces ha debido ser dedicada a las 73 paceñas que quedan en este hueco, intitulada diminutivamente, igualito como hablamos en chiquitito, sea un taquirari. Para los que no sepan a cuál canción me refiero, os ilustro: “Collita”, popularizada por Wara en la voz de Dante Uzquiano. Y como este, hay varios taquiraris ultra collas, o qué ritmo creen que tienen “Yungueñita”, “Coroiqueñita”, por citar algunos. Claro que el Óscar García, rascándose su barba, nos diría que no son taquiraris; que, en todo caso, alguna vez pretendieron ser taquiraris, pero más temprano que tarde, huayño nomás se han vuelto.
Y quizás tenga razón, sobre todo, si cambiamos el verbo robar, por otro, que no es el mismo, pero es igual, ubicado en el “Diccionario de coba” del Victor Hugo Viscarra, esto es: nacionalizar. Claro, así la cosa cambia. No robamos, sino más bien, nacionalizamos, internalizamos, hacemos nuestro algo. De esta manera, con este otro verbo, resulta que no nos hemos robado el taquirari, lo hemos nacionalizado, o sea, en sencillo, lo hemos vuelto paceño, pues. Y así, no sólo nacionalizamos zapatos o sus huatitos, sino también cumbia, timbales, dragones, futbolistas, arquitectura, tecnología, cine, escultura, prensa, radio, y un largo etc., lo cual no implica que seamos saco de aparapita saenciano, hecho de puro parches –aunque la imagen no deje de seducir–, pues, más bien, somos el aparapita que se las ingenia para financiarse el trago, agenciarse un saco parchado e incluso conseguirse un Saenz que lo escriba en el papel y lo inscriba en el imaginario.
De tanto nacionalizar, algún rato le tenía que tocar turno a la literatura. Por lo que no es difícil imaginar a un grupo de urbandinos encopados, en la década del 60, celebrando el 20 de octubre como buenos cholos, hasta el 30, que ha debido ser cuando, dándole reposo a la muñeca y al cubilete, empezaron a protestar airadamente por la soberbia porteña, heredada a sus escritores. “Qué siempre se habrán creído estos gauchos, sólo porque hablan italiano ya se dan ínfulas de escritores”, diría alguno, iniciando nuestra historia. Y seguirían los otros, envalentonados por la cerveza: “Se creen europeos, pues, hermanito, pero nada que ver, indios blancos nomás son”. “Cierto, che; además, ¿qué figura literaria importante ha querido vivir en Buenos Aires? Nadie, ¿no ve? Mientras que acá, a nuestra mamita de La Paz, Cervantes se quería venir a radicar, Cer–van–tes, viejitos, ningún piojo tuerto, ni bibliotecario ciego”. “Verdad es lo que dices, por eso yo siempre he manifestado que el Quijote tiene un espíritu chuquta”. “Ya ya ya, esto es mucho bla–bla, en vez de ordeñar bilis, haremos algo”. “Meta, viejito, qué hacemos, yo me apunto y les invito dos chelas, además”. “Tenemos que fundar la Carrera de Literatura, porque saben una cosa... no hay”. “Tienes toditita la razón, hermano: no hay”. “Claro, pues, por eso tenemos que fundarla, así vamos a aprender italiano para joderlos a los gauchos”. “Qué italiano, ni qué full de huevo, vamos a aprender latín”. “Bien dicho y bien pensado, hermano, vamos a aprender latín en italiano”. “Ya, che, a este vecino córtenle el trago. Vamos a aprender latín para que los gauchos no nos entiendan”. “A ver, a ver, creo que nos estamos desviando. Primero, ¿de acuerdo todos en fundar la Carrera de Literatura?... Bueno, como el que calla otorga, asumo que es mayoría absoluta. Entonces, yastá, ya tenemos carrera, que es lo importante, luego decidiremos quién la va a dirigir”. “Pucha, viejito, si Cervantes hubiera venido, a él lo hubiéramos nombrado director”. “No seas burro, si Cervantes hubiera venido, ya estaría muerto”. “Y eso qué importa, póstumo, pues, director póstumo lo nombrábamos”. Y si así no fue como sucedió, da lo mismo, pues lo que importa es que así podría haber sucedido. Ya que, finalmente, la literatura no es certeza, sino potencia.
Y desde ese no tan lejano 1966, muchas cosas han cambiado en la Literatura, en su Carrera, en el País y en el mundo. De hecho, muchos de los antiguos estudiantes, ahora veteranos catedráticos, protagonizaron una especie de golpe de estado, con el objetivo de cambiar el rumbo que había tomado la Carrera, pues ellos no consideraban que hubiese que aprender latín para que los gauchos no nos entendieran, siendo suficiente para dicho fin, nuestra lengüita camaleónica. De esa forma, con la seguridad de hacer lo correcto, pero también seguros de que, en el futuro, gracias a su propio ejemplo, ellos mismos serían volteados por los cuervos que habrían de criar, asumieron el mando de nuestra Carrera. En ella me formé y en ella aprendí a reírme de la tristeza y llorar por la alegría; en ella descubrí que la literatura también se hace en las paredes o en las charlas de cantina; en ella descubrí que La Paz es todo, menos paceña, y que ese todo es más paceño que La Paz, porque el diálogo incesante de las culturas que pueblan este hueco, no sólo inventa ficciones cotidianas, sino también ficciones históricas, cuando no existenciales, nutriéndose de las múltiples voces, por tanto, palabras, que configuran este espacio imaginario. Y a nosotros, futuros golpistas, sólo nos queda defender esa diversidad, mandar al diablo el “todos somos iguales”, porque mentira es, no somos iguales, y eso es lo maravilloso y mágico de este hueco; además que, en el fondo, es también el pilar de la Carrera, pues la Literatura, para hacerse, decirse, imaginarse, escribirse o inventarse, necesita, pues, de aquellos que han decidido ejercer la palabra, el compromiso militante para defender y perpetuar en, con y desde el lenguaje, la imposibilidad de lo absoluto.