noviembre 24, 2007

Perroguesas urbandinas

Últimamente no pude dedicarle tiempo al blog, primero, por obligaciones laborales, luego, porque un virus atacó mi PC con violencia inusitada y, finalmente, porque mi mente estaba distraída en resolver una mini-crisis existencial. Aunque no la he resuelto del todo, me he propuesto distraer a los fantasmas ocupando mi tiempo en cosas más provechosas que pensar. Por eso, estoy de vuelta en la comunidad virtual y pronto estaré visitando y leyendo a todos los amigos. Un abrazo a todos.

PERROGUESAS URBANDINAS

No sé cuándo ni dónde apareció el término “perroguesas”, simplemente lo comencé a utilizar luego de escucharlo de boca de la ciudad. Y en esta ciudad hay harta perroguesa; pero eso sí, no se vaya a malinterpretar el término como una generalización –aunque sí lo sea- del noble y sacrificado rubro de los comideros ambulantes. Claro que “ambulantes” sólo vale para clasificarlos dentro de las estadísticas municipales, pues en realidad, los de este gremio son comideros estáticos, es decir, si bien tienen una especie de remolque-cocina, jamás son remolcados, pues todos tienen un lugar específico de la ciudad donde vender su particular gastronomía.

Volviendo al punto, “perroguesa”, como se puede intuir, implica la unión de dos palabras: “hamburguesa” y “perro”, por lo que el término alude a una hamburguesa hecha con carne de perro. Sin embargo, nadie podría aseverar que alguna vez, en estos puestos, ha consumido carne de perro, porque, obviamente, cuando uno pregunta al chef de turno si “¿la carne es de vaca?”, el tipo contesta invariablemente: “¡garantizada!”. Lógico, ¿no?, ni modo que diga, “sí, es de perro, pero de perro bien criado, en la zona sur, mimadito era, por eso es suave su carne”. No, imposible; siempre va a contestar que está vendiendo carne cien por ciento vacuna, beniana, de vaca joven e incluso virgen, porque cuenta la leyenda que las vacas, antes de debutar en las lides del sexo, tienen la carne más relajada del mundo, pero luego de compartir el lecho –o el establo- con un toro oriental, se ponen nerviosas porque saben que las vacas aún castas mugirán a sus espaldas: “esa ya no es señorita”.

En fin, ajenos a esos sufrimientos vacunos, los comideros de la Ínclita se encargan de preparar hamburguesas economizando hasta lo inimaginable los ingredientes. Para empezar, muelen la carne mezclándola con afrecho, de modo que pueda rendir un 100% más. Luego, vacían los aderezos –mayonesa, mostaza y ketchup- en recipientes grandes, donde les añaden una gran cantidad de agua, no tanta como para que pierdan su color original, ni tan poca como para que conserven su densidad. La llajwa es sometida a un proceso similar, pero eso sí, muelen los locotos con pepas incluidas para que el picante pueda engañar hasta los paladares más susceptibles. El aceite lo utilizan hasta que su negrura no les permite ver cuán cocidas están las papas y la carne, aunque algunos comideros expertos ya no se guían por la vista, sino por el oído, de tal forma que sólo cambian el aceite cuando a ellos mismos les hace doler la barriga.

A pesar de que todos conocemos el proceso descrito, la mayoría de los urbandinos generalmente sufrimos de agudos antojos de perroguesas, y quienes no tenemos la fortuna de vivir cerca de algún puestito tenemos que aguantar el antojo, aunque muchas veces eso ocasiones insomnio, arranques de furia o alucinaciones. Para evitar tales molestias, hace algún tiempo, cuando el antojo me atacó por sorpresa a media noche, decidí prepararme una perroguesa, respetando las prácticas culinarias de los comideros; sin embargo, en la cocina no pude encontrar aceite usado y guardado varios días. Previendo que la escasez de tan importante ingrediente no me sorprendiera de nuevo, solicité en casa que me guardaran en una botellita aceite usado. Así, a los pocos días, nuevamente atacado por unas irreprimibles ganas de degustar perroguesas, volví a prepararme una, esta vez con todos los ingredientes de ley, pero, para desilusión mía, no conseguí que tuviera el saborcito especial de las originales. Desesperado, al borde del llanto, pensé y repensé en qué había podido fallar, sin encontrar respuesta a mi suplicio. Ya estaba a punto de resignarme, cuando la musa del arte culinario me tocó con su cucharón, revelándome el ingrediente que faltaba. Así, iluminado, fui a lavar el baño, a desempolvar la casa, a acariciar a mi perro y, finalmente, durante media hora froté monedas y billetes, tratando de exprimirles todos los sudores de todas las manos por las que habían pasado y, sin lavarme las mías, fui a preparar la carne y a manosear el pan. Demás está decir que la perroguesa me salió perfecta, tanto, que me preparé dos más e incluso se me ocurrió que podría dedicarme al negocio de la comida ambulante.

Obviamente, todavía me falta mucho para poder tener mi puestito, ya que además del capital necesario, debo aprender a cocinar los otros manjares que los verdaderos perrogueseros ofrecen: salchiratas y choricán. Por el momento, sigo haciendo experimentos en la cocina, y a pesar de que no he tenido éxito, tengo la esperanza de que cualquier momento la musa volverá a darme un cucharonazo revelador.