marzo 31, 2007

Sábado futbolero

Todo barrio paceño que se respete debe tener una cancha de tierra; el césped es para maricas, los verdaderos jugadores prueban el tamaño de su destreza y el diámetro de sus cojones en las ligas barriales, donde prima una regla: el balón puede pasar, el futbolista no. Para ser defensor en una liga barrial no se necesita ser buen futbolista, sino tener una complexión física que, si no amedrenta a cualquier delantero, por lo menos asegure que el atacante no saldrá ileso al intentar desvirgar la portería del equipo que se defiende.

Aunque resulte difícil de creer, las categorías infantiles son las que más peleas originan; sin embargo, los problemas no ocurren dentro de la cancha, sino en las tribunas, pues los orgullosos y triunfalistas padres que acuden a alentar a su progenie son lo más parecidos a los barrabrava argentinos que se puede encontrar en la ciudad del Illimani.

Marido y mujer, debidamente ataviados con los colores que su vástago defiende, dejan fluir su espíritu futbolero sudaca insultando al rival y a los árbitros. Los hombres del pito ya están acostumbrados a la hijoputedada semanal y no hacen caso a las soeces palabras que, proviniendo de la tribuna, aluden a la honorabilidad de las gestoras de su existencia; pero los progenitores del equipo adversario no tienen la misma paciencia, por lo que responden con igual procacidad cuando se sienten agredidos por las arengas rivales.

“Reventalo a ese mariconcito”, grita un panzón, antes de sorber de la lata roja de cebada fermentada, para que su retoño tenga la confianza y el permiso de quebrar el fémur de un promisorio valor del balompié nacional. Obviamente, el padre del “mariconcito” reacciona airado y, instintivamente, responde: “¡A mi hijo no le vas a decir maricón, cholo de mierda!” Lo cual, dentro del ambiente futbolero, necesariamente exige una réplica, aunque esta sea baja y malintencionada: “¿Estás seguro de que es tu hijo?”. Entonces, la mujer agraviada reacciona clavándole el codo a su marido y conminándolo a defender su honor mancillado: “¡Cómo vas a permitir que ese cholo me insulte así! ¡Hazle escupir sus dientes!”. Pero el marido, notando que el ofensor parece guardia de putero, prefiere tomar asiento y dejar pasar el “comentario”, diciéndole a su doña, para salvar su orgullo de macho: “No le hagas caso, reynita; ¿para qué lo voy a humillar delante de su familia?” Sin embargo, la doña del otro se siente segura del potencial físico de su cónyuge, por lo que no duda, ante la inercia del ofendido, en meter más leña a la hoguera: “Ya se ha orinado ese payaso, andá a plantarle un sopapo”. Y claro, el rey de la casa infla el pecho y se dirige a cumplir las órdenes de la reyna, haciendo crujir los nudillo mientras avanza hacia el tembloroso tipo que está siendo empujado por su esposa, no sólo con los brazos, sino también con palabras hirientes: “¡Parate, mierda, dale un cabezazo para que aprenda a respetarme! ¿O acaso no tienes bolas?”. “Tengo bolas”, piensa el doncito, “y las quiero seguir teniendo”, pero ni siquiera tiene tiempo para esgrimir una disculpa cuando un puñete le reconfigura el tabique nasal, dejándolo tendido a los pies de su mujer, quien, además de no socorrerlo, tiene la desfachatez de gritarle: “¡Gracias a Dios que mi hijo se parece a su padre!”

Lo que el iracundo agresor no ha previsto, debido a la calentura y el aliento de su esposa, es que la solidaridad de los demás padres de la hinchada aflorará al ver a su compañero caído y, aprovechando que el instante les permite ejercer el derecho al waykaso, saltarán sobre él para dejarlo más chueco que rifle de alasitas, originando una trifulca campal de la que no importa quiénes resultarán vencedores, pues los pequeños futbolistas seguirán persiguiendo a l balón y pateándose las canillas hasta que el árbitro pite el final del encuentro, que será, precisamente, el momento que algún padre le echará la culpa por el descalabro y, ante la mirada atónita de sus hijos, la hinchada de ambos bandos corretearan al pobre infeliz para desahogar sobre su humanidad la bronca de no haber podido quebrarle la boca a algún hincha rival o no haber podido meter mano ninguna de sus esposas.

En las categorías juveniles, la hinchada está compuesta por novias y concubinas. Estas suelen ser más discretas, sobre todo, porque no prestan atención al partido y sólo se dedican a comentar los últimos chismes del barrio. Además, cuando el partido acabe, sea cual fuere el resultado, saben muy bien que serán despachadas, pues los futbolistas, como manda la tradición urbandina, deben festejar el triunfo, llorar la derrota o compartir el empate con, por lo menos, diez fardos de cerveza, hasta que el alcohol impulse una nueva contienda, esta vez pugilística, que determinará al verdadero triunfador del sábado futbolero.

El domingo, los ganadores del encuentro boxístico llevarán a sus novias o concubinas al Parque Triangular, aún ebrios y vestidos con las casacas ensangrentadas, prueba de su hombría y amor al equipo, a tomar unos raspadillos con empanadas de queso. Los perdedores, con los ojos morados o la boca sin dientes, llevarán a sus novias o concubinas a la misa, donde prometerán, debidamente arrodillados, nunca más volver a perder una puñeteadura con los cholos del otro equipo.

El sábado siguiente, otros serán los rivales, otras serán las mujeres desenmascaradas, otros serán los k’asaventanas, otros serán los creyentes, pero no variarán las ganancias de los urbandinos vendechelas, siempre prestos a satisfacer el apetito hepatico de los bravos futbolistas barriales.

marzo 25, 2007

Sólo fue un corazón

Sólo fue un corazón, nada más; asimétrico, exageradamente rojo y, para rematar, atravesado por una flecha torcida o, quién sabe, por un alambre de anticucho. Estaba mal dibujado en una hoja cuadriculada que, se notaba, había sido arrancada torpemente de una carpeta. Sin embargo, si algo bueno se puede recordar de esto, el papel desprendía una fragancia paradójicamente exquisita. Digo paradójicamente, porque en realidad el aroma era desagradable, pero dejar de olerlo resultaba imposible, pues despertaba algo similar al apetito, un antojo inefable que no podía ser satisfecho por ningún alimento u objeto de mi mundo.

Sólo fue un corazón oloroso, nada más. A mis trece años, ¿qué más podía ser? Y que conste que yo no era ningún mojigato; de hecho, desde mis diez, me masturbaba diariamente con las películas porno que mis viejos utilizaban para el precalentamiento. Las descubrí por casualidad, mientras registraba su cuarto buscando algunos pesos para comprar el ron que había prometido a mis amigos. La desnudez de una mujer no era ninguna novedad para mí, aunque jamás la había visto en persona.

Sólo fue un corazón mal dibujado, nada más; al centro, con mala letra y pésima ortografía, llevaba inscrito: “Tati y Hernesto”. Cuando desdoblé el papel y lo vi, inmediatamente giré la cabeza para ubicar a su autora; me topé con su rostro sonriente y me hizo un guiño. Completamente colorado, volví a posar la vista en el corazón y eludí la desfachatada coquetería de la Tati. Esforzándome porque fuera visible, hice un bollo con el papel y lo boté a un costado.

Sólo fue un corazón, arrugado y despreciado, nada más. Y así debió quedarse, en el suelo, para ser barrido por el conserje; sin embargo, cuando las clases terminaron, disimuladamente levanté el bollo y lo guardé en el bolsillo. Después, en casa, volví a mirar el corazón y fue entonces cuando me percaté del olor que desprendía. Esa noche, dormí con el papel pegado a mi nariz. Al día siguiente, en el primer recreo, al salir del baño me esperaba la Tati. “¿No te gustó el corazón?”, me preguntó. Colorado nuevamente, no sabía qué responderle. Obviamente, su pregunta implicaba otra. Sí le decía que me había gustado, indirectamente también le decía que ella me gustaba.

Sólo fue un corazón, una declaración gráfica de amor, nada más. Pero, ¿por qué me lo dio? Nunca me había fijado en ella, sólo éramos compañeros, ni siquiera amigos. La tati era la más alta y gorda del curso; eso, sumado a que también era la mejor alumna, la convirtió en la chica menos popular y, por ende, la más solitaria. No podía gustarme, no debía gustarme. “No”, fue lo que debí contestar a su pregunta, pero dije “no sé”, dando pie a otra pregunta y a otra respuesta ambigua –“¿Por qué no sabes?”, “No sé”–, enredándonos así en un ping-pong infantil e incómodo. Cuando el timbre sonó, indicando el final del recreo, le pregunté de dónde había sacado el perfume que le puso al corazón. “De aquí”, me contestó, tocándose levemente la entrepierna.

Sólo fue un corazón, besado por sus labios secretos, nada más. No pude concentrarme durante las clases, pues mi mente no dejaba de imaginar a la Tati restregando el papel en su vagina. El timbre del segundo recreo interrumpió mis fantasías. Esta vez la busqué yo; la encontré en la biblioteca. Cuando me vio, esbozó una sonrisa triunfal y dio un par de palmaditas sobre la silla que estaba a su lado, invitándome a sentarme junto a ella. “¿Te gustó mi olor?” Obviamente, sin dudarlo, contesté: “Sí”. Luego, cambió de tema y me habló de un montón de cosas que, ese momento, me resultaban estúpidas, pues yo quería seguir hablando del corazón oloroso. A partir de ese día, todos los recreos iba a la biblioteca para estar con ella, esperando que el tema que me interesaba volviera a surgir en alguna de nuestras conversaciones.

Sólo fue un corazón tirado a la basura, nada más. Pero yo me enfurecí cuando, al no encontrarlo, le pregunté a mi madre si lo había visto y ella me dijo: “¿Ese papel sucio? Ah, sí, lo vi, pero pensé que era basura y lo boté”. Sin embargo, fue el pretexto perfecto para volver a hablar con la Tati sobre el asunto. Le conté lo que había pasado y le pregunté si podía darme otro. “¿Por qué?” “Porque me gusta tu olor, ya te dije”. Ella miró a su alrededor –comprobando algo que no necesitaba comprobación, pues durante los recreos nadie en su sano juicio estaría en la biblioteca–, giró su silla hacia mí y, levantándose la faldita, me dijo: “Puedes oler”. Ya se imaginarán qué ocurrió después.

Sólo fue un corazón, nada más; pero cambió mi vida y la de ella. La Tati tenía catorce años, y a mí me faltaban dos meses para cumplirlos, cuando nació nuestro hijo. Por culpa de ese corazón mi vida se fue a la mierda. Con el tiempo y las privaciones, la Tati adelgazó bastante; seguramente, los compañeros que entonces se burlaban de mí por haberme metido –y supuestamente para siempre– con semejante ballena, luego han debido envidiarme, porque a mis dieciocho años yo tenía una esposa escultural, mientras ellos apenas comenzaban su vida sexual. Y yo me sentía bien, aun cuando tuve que dejar el colegio y trabajar como bestia; mi hijo era un niño precioso y la Tati era un mujerón. “Me voy con el niño”, me dijo un día, acabando con mi estado de felicidad; se había enamorado de otro. Lloré y supliqué, pero ella no se conmovió. “Tú eras un gorda horrible, yo nunca hubiera estado contigo si no fuera por el corazón que me mandaste, porque así me enredaste y me abriste las piernas para atraparme”, le dije, impulsado por el dolor de alma que padecía. “Sólo fue un corazón, nada más”, me replicó, “como los que les di a varios chicos del curso; contigo tuve mala suerte y me embaracé. No hagas un drama sin motivo, sólo fue un corazón, nada más”. Ahora, ya con la cabeza fría, creo que estaba en lo cierto: sólo era un corazón. Lamentablemente, era mi corazón. Su dibujo fue como una premonición, pues ella botó mi corazón a la basura, sin sentir ningún remordimiento. No niego que quise matarla, pero ¿qué habría logrado con eso? Yo quería que ella sufriera como yo sufría ese momento, quería que su corazón se desangrara durante toda su vida; por eso lo maté a él. Cuando la Tati vio su cuerpo inerte, tendido en el suelo, con el orificio sangrante en el pecho y su corazón, pisoteado y escupido, a su costado, ha debido sentir un dolor tan jodido como el mío.

“Sólo fue un corazón, nada más”, le dije con ironía, “¿de qué lloras?”. Creo que me insultó, no lo recuerdo bien, porque mi mente estaba concentrada en disfrutar de su dolor; sí, concientemente estaba disfrutando de su sufrimiento, olvidándome del mío, hasta que tres palabras suyas me devolvieron a la realidad: “¡Era nuestro hijo!”. Intenté matarme; obviamente, fallé. Ya pasaron treinta años de aquello, faltan dos días para cumplir mi condena, pronto estaré libre. Tanto tiempo encerrado me ha servido para reflexionar bien sobre lo ocurrido; sé que me equivoqué, jamás debí matar a mi niño. Pero pasado mañana enmendaré mi error: iré a la casa de la Tati para entregarle, envuelto en un papel de carpeta, el corazón de su esposo
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marzo 18, 2007

¡Cambiemos el escudo!



Dice que el escudo nacional no había sido lo suficientemente representativo, por lo que se hace necesario realizarle algunas modificaciones; por ejemplo, en lugar de las hojas de laurel ponerle hojas de coca. Y claro, muchos compatriotas orientales pegan el grito al cielo, pues señalan que la hoja sagrada no los representa. Entonces, surge también la iniciativa de remplazar a la llamita por un animal más selvático, considerando que la mayor parte del territorio boliviano está conformada por trópicos y valles. “Ah, no. Eso sí que no”, replican airados algunos compatriotas alteños, quienes se sienten plenamente representados por tan noble animal.

Por primera vez en mi vida, reflexioné sobre la importancia de tener un símbolo patrio con el que me sienta identificado y representado. Mirándolo detenidamente, llegué a la conclusión de que no me identifico con muchos elementos del escudo nacional. Empezando por los cañones y terminando por el Cerro Rico. No sólo por pacifista, sino también por realista, creo que cañones y bayonetas están por demás, dado que jamás hemos ganado guerra alguna y estamos muy lejos de poder aguantarle un sopapo a cualquiera de nuestros vecinos. Por otra parte, a pesar de toda la riqueza e historia del Cerro Rico, no se puede negar que estéticamente el Illimani se vería mucho mejor en el emblema patrio.

Además, la llama, la palmera, el sol, etc., presentes en el centro del escudo, me parece que configuran un paisaje muy campestre, y siendo yo un urbandino neto, me sentiría más representado por un paisaje citadino. Es decir, preferiría que la llama fuese remplazada por un minibús; la montaña, por un edificio; la capilla, por una cantina; el verde prado, por la cancha del Tigre; la palmera, por un anaquel; y el haz de trigo, por una salteña. Así ya estaría mejorcito y sólo restaría añadirle un lema, cuyo tenor sugiero sea el siguiente: “Que se rinda su abuela, carajo”. Con esas ligeras modificaciones, mi bolivianidad se exacerbaría cada vez que mis vista se posare sobre un escudo tan mío.

Lógicamente, no faltará el contreras que se oponga a mi propuesta. Sin embargo, como soy previsor, he pensado que se debería aumentar el tamaño del escudo, por lo menos en un 7.200%, para que así todos puedan incluir elementos que los representen e identifiquen, de tal forma que al final podamos tener un escudo bien pluri-multi, boliviaaaaaaaaano, algo así como un emblema achuqisaqueñizadamente chapaco con destellos camba-collas.

Qué han dicho, bien la he craneado, ¿no ve? Y como la inspiración se ha hecho carne en mí, he seguido meditando sobre otros aspectos, como el nombre del país, por ejemplo. “Bolivia” deviene de “Bolivar”, cosa que me parece abominable. Lógicamente, mi fanatismo no llega al extremo de sugerir “Tigrivia” para rebautizar a la patria. Sin embargo, luego de analizar, escribir, reescribir y sudar sangre, he podido crear un nuevo nombre para nuestro país, uno que sí reflejará su diversidad e incluso tendrá un toque poético: República Mediterránea Indoeuroafroamericana Amazónicovallunoandina del Corazón del Sur. ¡Caraspas! Bien suena.

Todavía me falta pensar cómo deberían ser la bandera y el himno, pero denme un par de semanas y ya lo tendré todo definido. Con todos esos cambios, nuestro país va a tener, por fin, una identidad común. Ahora bien, respecto a otros temas, como la pobreza, la discriminación, la mortalidad infantil, el desempleo, la corrupción, etc., todavía no he pensado nada. Además, tampoco debería hacerlo, porque para eso tenemos a nuestros constituyentes.

marzo 15, 2007

Equis


Nada raro había en su actitud; en la librería, los encargados estaban acostumbrados a sujetos que ingresaban sin saludar, hojeaban libros por más de una hora y después salían sin despedirse ni comprar nada. Lo inusual fue notado cuando, estando a punto de cerrar, uno de los empleados lo encontró sentado sobre el piso, al pie del estante que exhibía textos de geografía, llorando en silencio con amargura contagiosa, dejando las huellas de su tristeza, manchas transparentes de humedad salina, sobre las páginas del atlas universal que tenía entre sus manos.

“Sólo por esta noche, Mario, ten compasión”, le había dicho a su esposo dos semanas atrás, cuando llegó a casa con Equis para darle cobijo temporal. Él aceptó con la condición, sin embargo, de que fuera la última vez que Karina involucrase el hogar con cuestiones de trabajo. “Gracias; será la última vez, te lo prometo. Eres un ángel”, dijo ella, visiblemente emocionada, y materializó su gratitud con un beso tan tierno como fugaz, pues inmediatamente corrió a preparar el cuarto de invitados para que Equis durmiese algo antes de pasar a la mesa.

La policía demoró más de media hora su arribo a la librería; en el ínterin, los empleados de mataron el tiempo abrumando con preguntas al sujeto que, para ese entonces, ya consideraban demente. “No sé, no sé”, era lo único que éste contestaba, cada vez más angustiado a medida que el interrogatorio se multiplicaba en voces y tonos. Los oficiales hicieron su trabajo con inusual delicadeza, quizá por haber percibido, al hacer contacto con la gélida piel del extraño, cuán frío puede ser el dolor verdadero. Sin prisa, lo acomodaron en la patrulla, apuntaron algunos garabatos en las libretas y partieron hacia sus dependencias.

Hace catorce días exactamente, en esta misma cocina, Karina derrochaba simpatía y diligencia, atendiendo a su esposo y a su invitado, durante la primera cena que Equis habría de compartir con ellos. Mario intentó entablar conversación y denotó cierta molestia ante el mutismo de Equis. Karina tomó su mano y lo calmó explicando los detalles del caso, hablando más fuerte que de costumbre, como dando ánimos a Equis para que interviniera en la charla y contara su propia versión. “Tienes que tener paciencia, Mario, él está perturbado; aún no sabemos por qué. La policía lo remitió a nuestra oficina, pues ellos no sabían qué hacer con él. Al parecer, ha perdido la memoria, porque a todo lo que se le pregunta, sólo responde ‘no sé’. Puede ser un bloqueo temporal por un shock traumático, eso lo confirmaremos mañana con los psicólogos de la oficina. En fin, el caso es que todas las camas del refugio estaban ocupadas, no teníamos otra opción más que devolverlo a la policía, pero...” “Pero tú creíste que ese no era un buen lugar”, interrumpió Mario, “y preferiste traerlo a casa, ¿cierto?” Ella, con picardía, simulando vergüenza, hundió la cabeza entre los hombros para responder, casi murmurando, “Síp”.

Paciente: Se desconoce su nombre; figurará como X.
Fecha: 07/12/06
Hora: 13:41
Primera sesión

Es difícil penetrar la coraza con la que se protege, pero es evidente que su silencio es un grito de auxilio. No recuerda cómo se llama, ni de dónde es. El último, o en este caso, el primer recuerdo que tiene se remonta hasta hace apenas dos días. No sabe cómo llegó a la librería, asegura no conocer (¿o no recordar?) las calles. Imitando a los demás, empezó a recorrer los estantes y a hojear los libros. Cuando tuvo plena conciencia del vacío de su memoria, tomó un atlas y empezó a buscara algún nombre, algún dato que le permitiese recordar dónde estaba o de dónde proviene. Al no obtener resultados, se desesperó y comenzó a llorar. Sabe, por tanto recuerda, leer; sin embargo, escuela, maestra, libros, útiles, tareas, etc., no significan nada para él. A priori, puedo decir que su amnesia es real
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Mario, absolutamente solo, conectado a la máquina respiratoria más por cumplir con la legalidad que por intentar salvarle la vida, pues su condición ya no merece esfuerzos médicos, está conciente de que le restan pocas horas de vida. Aunque se sentía preparado para abandonar este mundo, hoy ha sido atacado por la nostalgia. Su mente lucha por encauzar los pensamientos hacia cualquier cosa que no sea ese agujero negro que los atrae y amenaza con llevarlos a otros tiempos y lugares. Ha luchado, exitosamente, durante cuarenta y seis años contra el magnetismo de la memoria; pero hoy está cansado, ya no puede enfrentar otra batalla. Sus pensamientos comienzan a flotar sobre imágenes pasadas y convergen en esa odiosa conjugación verbal que había prometido nunca emplear: hubiera. Si hubieras escuchado las explicaciones de Karina, Mario, antes de delatar tu inseguridad y dejarte arrastrar por los celos, hoy no estarías agonizando en la soledad de este hospital remoto.

No hay nadie en la habitación de huéspedes, está deshabitada como el resto de la casa. Fue aquí mismo, hace ocho días, donde Karina por fin pudo hacer contacto con Equis. Había entrado para anunciarle que la cena estaba servida y lo descubrió dibujando, con trazos torpes y apresurados, un par de enormes ojos sobre la superficie de la pared. Al verla, Equis interrumpió su tarea e instintivamente guardó el lápiz en un bolsillo; nervioso, la miraba directo a los ojos, con una expresividad temerosa y suplicante, dejando que ella interpretase la disculpa en el sonido del silencio y le diera sentido con su respuesta: “No tienes por qué disculparte, es un dibujo precioso”. “¿De quién son esos ojos?”, le preguntó con dulzura; “De ella”, contestó Equis, y así iniciaron su primer diálogo, en formato interrogatorio, ella preguntando y él respondiendo. “No sé quién es, sólo siento que ella es de donde vengo”; “No, no creo que sea mi madre, es una sensación distinta”; “No, no puede ser mi esposa; recordaría su cuerpo”; “No, ...”

¿Y si hubieras sido más sincero? Si de verdad te hubiera interesado su trabajo, habrías estado a su lado, colaborándola; podías hacerlo, trabajabas en la Fiscalía. Con un par de llamadas habrías hecho lo que su oficina demoraba meses en hacer. ¿No tenías tiempo? No mientas; sí lo tenías, pero menospreciabas su labor, la considerabas un pasatiempo de ama de casa, una actividad sin valor real, es decir, económico. Si hubieras discado esos siete números, si hubieras hablado con el Coronel para agilizar las investigaciones, habrías podido saber quién era Equis y llegar a casa más temprano. Otra habría sido la historia, Mario, tu historia. Aunque siendo realistas, ¿acaso tienes una historia?

Paciente: X.
Fecha: 13/12/06
Hora: 10:23
Cuarta sesión

El método empleado hoy ha alterado al paciente. Se proyectaron ciento veintiocho diapositivas de distintos rostros (no se pudieron completar las doscientas planeadas), pidiéndole a X que dijese lo que le llamaba la atención de cada uno de ellos. Al cabo de las ciento veintiocho diapositivas, él había mencionado orejas, labios, lunares, cicatrices, mejillas, cabello, barba, arrugas, etc., sin que hasta ese instante hubiera señalado los ojos de ninguno de los rostros proyectados. Entonces, al preguntarle por qué no le llamaba la atención las miradas de las personas, respondió “porque ninguna es la de ella”. Sin embargo, no supo contestar quién era “ella”, y ante mi insistencia sobre el tópico, se desestabilizó emocionalmente y comenzó a golpearse la cabeza. Tuvimos aplicarle un sedante, pues no hubo otra forma de calmarlo. De todos modos, por fin hemos encontrado una puerta hacia su subconsciente y, por ende, hacia su memoria. La próxima sesión recurriremos a la hipnosis
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Hace dos días, en esta cama que aún permanece destendida, Karina y Mario hicieron el amor durante ocho minutos; luego, echados de espaldas, mirando el tumbado celeste, conversaron sobre Equis. En realidad, Karina creyó conversar y Mario simuló hacerlo. “Gracias por haber permitido que Equis se quedara más tiempo en la casa”, dijo ella con sinceridad. Él, disfrutando el relajamiento post eyaculatorio, maquinalmente le contestó, “De nada, vida, tú sabes que admiro tu trabajo”. Sin querer, él le dio pie para que ella comenzase a hablar largamente sobre los avances en el caso de Equis. “El psicólogo de la oficina ha logrado averiguar muchas cosas hipnotizándolo, ¿sabes? ¿Te acuerdas del dibujo que hizo hace algunos días en la pared? Pues resulta que son los ojos de una mujer que él ama. Al parecer, es algo así como un amor platónico o como una obsesión, aún no se sabe con exactitud. Según el doctor, podría ser que ella lo haya rechazado o que él jamás se haya atrevido a confesarle sus sentimientos. En todo caso, lo importante es que se pudo averiguar que la mujer es recepcionista de alguna institución estatal, porque dice que él siempre menciona toparse con su mirada en una sala donde hay una inmensa fotografía del Presidente. Por eso, el doctor cree que Equis también podría ser funcionario público. ¿Será que tú puedes mover tus influencias para que la policía indague si en alguna repartición estatal un empleado ha abandonado el trabajo sin ninguna explicación?” Mario, que en ese momento ya estaba casi dormido, sólo atinó a decir, “Claro, vida, mañana mismo haré unas llamadas”.

Si hubieras tomado el teléfono, Mario, y llamado al Coronel para ayudar a Karina, habrías averiguado la identidad de Equis. Pero talvez no fue tu culpa, ¿verdad? Sí, la culpa es de la secretaria. Si ella no hubiera entrado justo cuando intentabas tomar el teléfono, con ese escote desvergonzado, la minifalda pegada a esas piernas carnosas y bronceadas, contoneándose descaradamente y fingiendo hacer caer los documentos sólo para agacharse a recogerlos y presentarte un primer plano de sus generosas nalgas, tú no habrías dejado el teléfono para, en una acción relámpago que ya se había hecho costumbre entre ustedes, poseerla sobre el escritorio, el sofá y, finalmente, la alfombra, durante treinta y cuatro minutos, mismos que hubieran sido suficientes para hacer la llamada y enterarte de todo.

Paciente: X.
Fecha: 20/12/06
Hora: 15:45
Séptima sesión

El método de hipnosis ha dado resultados positivos. Definitivamente, su amnesia es producto de un shock, probablemente debido a la muerte o desaparición de la mujer cuya mirada lo perturba. Cuando insistí que mencionara más detalles sobre los ojos de “ella”, X comenzó a temblar, pero aun así no dejé de presionarlo. Dijo que “ella” ya no lo miraría más, que ya no volvería a la oficina, que se había ido a otra parte porque no podía amarlo. Esto también indica que él tiene un sentimiento de culpa. Quizá X le declaró su amor poco antes de que “ella” desapareciera y él asocia esa ausencia con la imposibilidad de ser correspondido. En todo caso, ya estamos cerca de penetrar sus barreras. Estimo que con un par de sesiones más lograremos saber quién es (¿fue?) esa mujer y, por ende, quién es X
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La policía ha precintado las puertas de ingreso a la casa para preservar la escena del segundo crimen cometido ayer. Karina, que ahora está en la morgue, hace veinticuatro horas había llegado con Equis, intentando consolarlo infructuosamente, pues ni siquiera sabía cuál era el motivo de su evidente tristeza. “¿Qué tienes? ¿Te afectó la sesión de hoy? ¿Recordaste algo?” Sus preguntas no obtuvieron respuesta, por lo que prefirió dejarlo descansar y comenzó a preparar la cena. De pronto, Equis entró en la cocina y dijo: “Ella no me quería. Nadie me quiere”. Karina se sobresaltó al escucharlo, pero no demoró en acercarse y abrazarlo, con sincero afecto y ternura maternal, mientras le decía: “No sé nada de ella, pero sí sé que debe haber mucha gente que te quiere; de hecho, yo te quiero”. Equis la abrazó con mayor fuerza, la miró con lascivia directo a los ojos y, con un tono amenazador, le dijo: “Demuéstramelo”.

Si hubieras hecho la llamada que prometiste hacer, Mario, te habrías enterado que el mensajero del Ministerio de Justicia había matado a la secretaria del ministro y que no se conocía su paradero. Si la hubieras hecho, hoy no te estarías preguntando “por qué no le creí, por qué dudé de ella”. Pero qué más da; no la hiciste y tampoco le creíste. No le creíste porque ni siquiera la escuchaste; llegaste a casa, entraste a la cocina, la viste arrodillada, con el miembro de Equis en la boca, y se nubló tu conciencia, se perdió entre los vapores que generó el calor de la ira en tu cerebro. ¿Y si hubieras perseguido a Equis? ¿Por qué lo dejaste escapar? Te vio y echó a correr, pero tú no hiciste nada por impedírselo; enfocaste tu furia en Karina, que seguía arrodillada, llorando y, seguramente, sintiéndose a salvo con tu presencia. No, ni siquiera la escuchaste, sólo empezaste a golpearla. Claro que ahora sí recuerdas algunas de sus palabras, ¿no? “Mario, no me pegues”. “Él me obligó, me iba a matar”. “Mario, por favor...” También debes recordar sus ojos, lagrimeantes, suplicantes, rígidos, enfocados en los tuyos, cuando dio el último suspiro mientras tus manos apretaban su cuello. Ahora recuerdas eso porque te pesa la conciencia. Durante muchos años no te pesó, no obstante la vida miserable y clandestina que tuviste después de matar a Karina y huir del país hasta este rincón del mundo. Si no hubieras visto las noticias aquella noche, hace dos semanas, Mario, no te habrías enterado de nada y, probablemente, no estarías postrado en esta cama. A pesar del tiempo, lo reconociste. Era Equis, no cabe duda, esposado, siendo exhibido por los policías como trofeo. ¿Qué dijo la presentadora? “Fue detenido Bernardo Ramírez, psicópata que asesinó a dieciocho mujeres...” Algo así, no lo recuerdas muy bien. Pero la noticia te hizo recordar las palabras de Karina, su mirada suplicante... Luego, el infarto y esta agonía. Qué ironías tiene la vida, ¿no? Aquí, en esta sala, en este hospital, en esta ciudad, en este país, tú eres Equis.

marzo 06, 2007

De historia y fantasmas



Todo urbandino sabe muy bien que por la calle Jaén circulan fantasmas de diversas especies y géneros. No se trata de creer o no, sólo de saber; e incluso no creyendo, este conocimiento causa un nosequé cuando uno camina por esta calle, pasada la medianoche, y no hay ni un perro a la vista.

La Jaén es la única calle que se conserva prácticamente igual desde la colonia. Irónicamente, en nuestra modernidad, es la única no colonizada. En sus aproximadamente cien metros, alberga casas que, alguna vez, fueron habitadas por insignes paceños, entre ellos, don Pedro Domingo Murillo, protomártir de la Independencia que murió colgado por haber instaurado, junto con otros valientes, el primer gobierno criollo autónomo de la América hispana. Con la soga en el cuello, según la historia oficial, llegó a pronunciar su famosa y profética frase: “Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar”. Cuestionador como soy, siempre me costó creer este episodio histórico, pues por más valiente que sea un ser humano, me imagino que cuando se está por estirar la pata (de manera tan cruel, además), es imposible improvisar una frase poética; a lo sumo, don Pedro ha debido gritar: “Váyanse a la mierda, españoles hijos de puta”, cosa que sería absolutamente lógica en un verdadero cholo urbandino.

Según la historiografía no oficial, la inmortal frase habría sido acuñada por algún dramaturgo anónimo que puso en escena, ya cuando Bolivia era república, la dramatización de la Revolución paceña de 1809, y así ha debido quedar inscrita en el imaginario urbandino, pasando luego a los textos oficiales de historia. Esto me parece creíble, pues sí puedo imaginarme a un actor, interpretando a don Pedro, expresando esa elaborada metáfora, con voz firme y correcta dicción, sobre el patíbulo montado en el escenario, cautivando a las urbandinas de entonces, muchas de las cuales han debido prolongar su cautiverio entre las sábanas del actor.

Sobre las versiones que señalan que don Pedro, en realidad, fue un traidor y cobarde, prefiero no hablar, pues el pobre ya tiene demasiado con la estatua que en su honor erigieron en la plaza principal de nuestra urbe, a la que, además, bautizaron con su apellido. Digo esto porque, según algunas versiones, la estatua en cuestión no corresponde con la figura del protomártir, sino más bien con la de un torero español, dado que habría habido una confusión cuando se embarcó la efigie hacia esta ciudad, pero como el acto de descubrimiento ya estaba organizado, los gobernantes de esa época prefirieron pasar por alto el error y procedieron con el programa y los discursos. Habida cuenta de que el traje de torero es muy similar a la vestimenta masculina de la moda colonial, nadie ha debido reparar que en nuestra plaza principal tenemos la estatua de un impostor, y cosa similar ha debido ocurrir en el pueblo del matador, donde la efigie de don Pedro debe ocupar un lugar preferencial y aledaño a la plaza de toros.

Obviamente, todos tienen el derecho de creer en las versiones oficiales y dudar de las que aquí presento. De hecho, yo tampoco las tomaba muy en serio, y jamás lo habría hecho de no ser porque, hace algunos años, me encontré con un amigo en una cantina de la Pérez Velasco, quien me contó un extraño suceso que acababa de acontecerle. Antes de referirme a su relato, debo aclarar que este amigo (le llamaré Juan para proteger su identidad) sólo lee las páginas deportivas de los diarios; su ignorancia es tan grande, que durante mucho tiempo creyó que Pedro Domingo Murillo era un gringo que en realidad se llamaba Peter Sunday Littlewall, hasta que, por pena, tuve que confesarle que esa historia sólo fue una broma colegial que le jugué cuando quiso copiarse mi examen de sociales; luego de la confesión, se enojó bastante y no me habló muchos años, pero su molestia no se debió a que lo hubiera hecho quedar como pelotudo, sino porque por fin entendió la causa de su reprobación en sociales.

En fin, el caso es que la madrugada de un martes, a eso de las 04:30, me encontraba merodeando las cantinas de la Pérez, buscando algún conocido para seguir lastimando el hígado. Cuando estaba saliendo de una de ellas, apareció Juan, completamente pálido y tembloroso. Después de abrazarme con efusividad extraordinaria, me dijo que necesitaba un trago urgentemente, y ya que nuestras urgencias coincidían, ingresamos a la cantina sin perder tiempo.

Luego del primer seco, recién le pregunté por el motivo de su notorio nerviosismo. “Es que acabo de encontrarme con un fantasma –me respondió–, y no cualquier fantasma, viejito, sino el de don pedro Domingo Murillo”. Obviamente, no le creí, pero ya que él iba a pagar las cervezas, puse cara de cojudo y le dije: “¡Noooooo! ¡Puuuuucha! Y dónde, cómo, qué te dijo, qué te hizo, qué has hecho, contame pues”. “Ha debido a ser las dos y media, más o menos. Yo estaba bajando por la Jaén, luego de dejarla a mi negrita en su casa, cuando vi acercarse a un tipo vestido bien chistoso y pensé que era alguien que se estaba recogiendo de una fiesta de disfraces. Como no tenía fuego para encender mi pucho, cuando ya estaba a mi lado le pregunté si él tenía fósforos. ‘No tengo’, me ha dicho; ‘que huevada’, yo le he dicho. Entonces, medio que se ha enojado y ha empezado a putearme por mi forma de hablar, ‘es una barbaridad como hablan los jóvenes’, ‘deberías lavarte la boca con alcohol’, ‘qué tipo de padres te habrán criado’, y así un montón de pajas más que me hicieron avergonzar un ratito, pero tanto me ha reñido, que yo también me he emputado y le he contestado: ‘Y vos, qué te crees, quién eres para sermonearme, mejor andate nomás, si no vas a tener que recoger tus dientes con cucharilla y tu disfraz de torero va a quedar llenito de sangre’. El tipo se puso colorado de rabia y se vino contra mí, pero yo me adelanté y le lancé un puñetazo. Ahí fue cuando me di cuenta que el tipo era un gasparín, porque mi puñete atravesó su cara y el que me dio él atravesó la mía. Hermanito, ahora sí, con experiencia, te puedo asegurar que ya sé de dónde viene la frase ‘fruncir el culo’; verdad había sido, no es sólo por decir, sino que en serio se frunce; me ha dado tal miedo, que se me frunció, pues. Me puse de rodillas ante él, rezando y pidiendo perdón. ‘No tengas miedo, levantate’, me ha dicho, ‘ya viste que no te puedo hacer ningún daño’. Yo le hice caso y así empezamos a charlar. Me dijo quién era, qué es lo que había hecho por la patria, cómo lo habían ahorcado, y todas esas cosas que vos has debido leer en los libros, ¿no ve?”. “Claaaaro –le dije, siguiéndole la corriente–, pero mejor que leer la historia, a vos te la ha contado el mismísimo Pedro Domingo Murillo”. “Sí pues, hartas cosas me ha contado. Además, él también me ha pedido perdón por haberme puteado tanto. Me dijo que estaba de mal humor, que siempre se pone así cuando pasa por la Plaza Murillo y ve su estatua, porque dice que en realidad no es su estatua”. Al escuchar eso, dejé de fingir la cara de cojudo, porque en serio la tenía. Ese dato, el de la estatua, Juan sólo sabría si hubiera leído ciertos textos históricos de difícil acceso, pero como ya dije, él no es nada afecto a la lectura. Recién entonces le creí, y le pedí que me contase con más detalle las cosas que don pedro le había contado, pero el muy desgraciado, al notar mi interés, se puso arrogante y no quiso hablar. “Ahorita no, viejito, para qué vamos a discutir sobre temas históricos –me dijo–, otro día te voy a ilustrar un poco”. Me contuve las ganas de contestarle y me fui de la cantina, casi corriendo, hacia la calle Jaén. Me quedé allí, transitándola de ida y vuelta, hasta que salió el sol, sin haberme podido encontrar con el ilustre fantasma.

Desde entonces, frecuento los boliches aledaños a esa calle, pues tengo la esperanza de que alguna noche don Pedro se me aparezca y me aclare algunas dudas históricas, además que quiero comprobar si efectivamente el miedo puede hacer que el culo se frunza.