Todo barrio paceño que se respete debe tener una cancha de tierra; el césped es para maricas, los verdaderos jugadores prueban el tamaño de su destreza y el diámetro de sus cojones en las ligas barriales, donde prima una regla: el balón puede pasar, el futbolista no. Para ser defensor en una liga barrial no se necesita ser buen futbolista, sino tener una complexión física que, si no amedrenta a cualquier delantero, por lo menos asegure que el atacante no saldrá ileso al intentar desvirgar la portería del equipo que se defiende.
Aunque resulte difícil de creer, las categorías infantiles son las que más peleas originan; sin embargo, los problemas no ocurren dentro de la cancha, sino en las tribunas, pues los orgullosos y triunfalistas padres que acuden a alentar a su progenie son lo más parecidos a los barrabrava argentinos que se puede encontrar en la ciudad del Illimani.
Marido y mujer, debidamente ataviados con los colores que su vástago defiende, dejan fluir su espíritu futbolero sudaca insultando al rival y a los árbitros. Los hombres del pito ya están acostumbrados a la hijoputedada semanal y no hacen caso a las soeces palabras que, proviniendo de la tribuna, aluden a la honorabilidad de las gestoras de su existencia; pero los progenitores del equipo adversario no tienen la misma paciencia, por lo que responden con igual procacidad cuando se sienten agredidos por las arengas rivales.
“Reventalo a ese mariconcito”, grita un panzón, antes de sorber de la lata roja de cebada fermentada, para que su retoño tenga la confianza y el permiso de quebrar el fémur de un promisorio valor del balompié nacional. Obviamente, el padre del “mariconcito” reacciona airado y, instintivamente, responde: “¡A mi hijo no le vas a decir maricón, cholo de mierda!” Lo cual, dentro del ambiente futbolero, necesariamente exige una réplica, aunque esta sea baja y malintencionada: “¿Estás seguro de que es tu hijo?”. Entonces, la mujer agraviada reacciona clavándole el codo a su marido y conminándolo a defender su honor mancillado: “¡Cómo vas a permitir que ese cholo me insulte así! ¡Hazle escupir sus dientes!”. Pero el marido, notando que el ofensor parece guardia de putero, prefiere tomar asiento y dejar pasar el “comentario”, diciéndole a su doña, para salvar su orgullo de macho: “No le hagas caso, reynita; ¿para qué lo voy a humillar delante de su familia?” Sin embargo, la doña del otro se siente segura del potencial físico de su cónyuge, por lo que no duda, ante la inercia del ofendido, en meter más leña a la hoguera: “Ya se ha orinado ese payaso, andá a plantarle un sopapo”. Y claro, el rey de la casa infla el pecho y se dirige a cumplir las órdenes de la reyna, haciendo crujir los nudillo mientras avanza hacia el tembloroso tipo que está siendo empujado por su esposa, no sólo con los brazos, sino también con palabras hirientes: “¡Parate, mierda, dale un cabezazo para que aprenda a respetarme! ¿O acaso no tienes bolas?”. “Tengo bolas”, piensa el doncito, “y las quiero seguir teniendo”, pero ni siquiera tiene tiempo para esgrimir una disculpa cuando un puñete le reconfigura el tabique nasal, dejándolo tendido a los pies de su mujer, quien, además de no socorrerlo, tiene la desfachatez de gritarle: “¡Gracias a Dios que mi hijo se parece a su padre!”
Lo que el iracundo agresor no ha previsto, debido a la calentura y el aliento de su esposa, es que la solidaridad de los demás padres de la hinchada aflorará al ver a su compañero caído y, aprovechando que el instante les permite ejercer el derecho al waykaso, saltarán sobre él para dejarlo más chueco que rifle de alasitas, originando una trifulca campal de la que no importa quiénes resultarán vencedores, pues los pequeños futbolistas seguirán persiguiendo a l balón y pateándose las canillas hasta que el árbitro pite el final del encuentro, que será, precisamente, el momento que algún padre le echará la culpa por el descalabro y, ante la mirada atónita de sus hijos, la hinchada de ambos bandos corretearan al pobre infeliz para desahogar sobre su humanidad la bronca de no haber podido quebrarle la boca a algún hincha rival o no haber podido meter mano ninguna de sus esposas.
En las categorías juveniles, la hinchada está compuesta por novias y concubinas. Estas suelen ser más discretas, sobre todo, porque no prestan atención al partido y sólo se dedican a comentar los últimos chismes del barrio. Además, cuando el partido acabe, sea cual fuere el resultado, saben muy bien que serán despachadas, pues los futbolistas, como manda la tradición urbandina, deben festejar el triunfo, llorar la derrota o compartir el empate con, por lo menos, diez fardos de cerveza, hasta que el alcohol impulse una nueva contienda, esta vez pugilística, que determinará al verdadero triunfador del sábado futbolero.
El domingo, los ganadores del encuentro boxístico llevarán a sus novias o concubinas al Parque Triangular, aún ebrios y vestidos con las casacas ensangrentadas, prueba de su hombría y amor al equipo, a tomar unos raspadillos con empanadas de queso. Los perdedores, con los ojos morados o la boca sin dientes, llevarán a sus novias o concubinas a la misa, donde prometerán, debidamente arrodillados, nunca más volver a perder una puñeteadura con los cholos del otro equipo.
El sábado siguiente, otros serán los rivales, otras serán las mujeres desenmascaradas, otros serán los k’asaventanas, otros serán los creyentes, pero no variarán las ganancias de los urbandinos vendechelas, siempre prestos a satisfacer el apetito hepatico de los bravos futbolistas barriales.
Aunque resulte difícil de creer, las categorías infantiles son las que más peleas originan; sin embargo, los problemas no ocurren dentro de la cancha, sino en las tribunas, pues los orgullosos y triunfalistas padres que acuden a alentar a su progenie son lo más parecidos a los barrabrava argentinos que se puede encontrar en la ciudad del Illimani.
Marido y mujer, debidamente ataviados con los colores que su vástago defiende, dejan fluir su espíritu futbolero sudaca insultando al rival y a los árbitros. Los hombres del pito ya están acostumbrados a la hijoputedada semanal y no hacen caso a las soeces palabras que, proviniendo de la tribuna, aluden a la honorabilidad de las gestoras de su existencia; pero los progenitores del equipo adversario no tienen la misma paciencia, por lo que responden con igual procacidad cuando se sienten agredidos por las arengas rivales.
“Reventalo a ese mariconcito”, grita un panzón, antes de sorber de la lata roja de cebada fermentada, para que su retoño tenga la confianza y el permiso de quebrar el fémur de un promisorio valor del balompié nacional. Obviamente, el padre del “mariconcito” reacciona airado y, instintivamente, responde: “¡A mi hijo no le vas a decir maricón, cholo de mierda!” Lo cual, dentro del ambiente futbolero, necesariamente exige una réplica, aunque esta sea baja y malintencionada: “¿Estás seguro de que es tu hijo?”. Entonces, la mujer agraviada reacciona clavándole el codo a su marido y conminándolo a defender su honor mancillado: “¡Cómo vas a permitir que ese cholo me insulte así! ¡Hazle escupir sus dientes!”. Pero el marido, notando que el ofensor parece guardia de putero, prefiere tomar asiento y dejar pasar el “comentario”, diciéndole a su doña, para salvar su orgullo de macho: “No le hagas caso, reynita; ¿para qué lo voy a humillar delante de su familia?” Sin embargo, la doña del otro se siente segura del potencial físico de su cónyuge, por lo que no duda, ante la inercia del ofendido, en meter más leña a la hoguera: “Ya se ha orinado ese payaso, andá a plantarle un sopapo”. Y claro, el rey de la casa infla el pecho y se dirige a cumplir las órdenes de la reyna, haciendo crujir los nudillo mientras avanza hacia el tembloroso tipo que está siendo empujado por su esposa, no sólo con los brazos, sino también con palabras hirientes: “¡Parate, mierda, dale un cabezazo para que aprenda a respetarme! ¿O acaso no tienes bolas?”. “Tengo bolas”, piensa el doncito, “y las quiero seguir teniendo”, pero ni siquiera tiene tiempo para esgrimir una disculpa cuando un puñete le reconfigura el tabique nasal, dejándolo tendido a los pies de su mujer, quien, además de no socorrerlo, tiene la desfachatez de gritarle: “¡Gracias a Dios que mi hijo se parece a su padre!”
Lo que el iracundo agresor no ha previsto, debido a la calentura y el aliento de su esposa, es que la solidaridad de los demás padres de la hinchada aflorará al ver a su compañero caído y, aprovechando que el instante les permite ejercer el derecho al waykaso, saltarán sobre él para dejarlo más chueco que rifle de alasitas, originando una trifulca campal de la que no importa quiénes resultarán vencedores, pues los pequeños futbolistas seguirán persiguiendo a l balón y pateándose las canillas hasta que el árbitro pite el final del encuentro, que será, precisamente, el momento que algún padre le echará la culpa por el descalabro y, ante la mirada atónita de sus hijos, la hinchada de ambos bandos corretearan al pobre infeliz para desahogar sobre su humanidad la bronca de no haber podido quebrarle la boca a algún hincha rival o no haber podido meter mano ninguna de sus esposas.
En las categorías juveniles, la hinchada está compuesta por novias y concubinas. Estas suelen ser más discretas, sobre todo, porque no prestan atención al partido y sólo se dedican a comentar los últimos chismes del barrio. Además, cuando el partido acabe, sea cual fuere el resultado, saben muy bien que serán despachadas, pues los futbolistas, como manda la tradición urbandina, deben festejar el triunfo, llorar la derrota o compartir el empate con, por lo menos, diez fardos de cerveza, hasta que el alcohol impulse una nueva contienda, esta vez pugilística, que determinará al verdadero triunfador del sábado futbolero.
El domingo, los ganadores del encuentro boxístico llevarán a sus novias o concubinas al Parque Triangular, aún ebrios y vestidos con las casacas ensangrentadas, prueba de su hombría y amor al equipo, a tomar unos raspadillos con empanadas de queso. Los perdedores, con los ojos morados o la boca sin dientes, llevarán a sus novias o concubinas a la misa, donde prometerán, debidamente arrodillados, nunca más volver a perder una puñeteadura con los cholos del otro equipo.
El sábado siguiente, otros serán los rivales, otras serán las mujeres desenmascaradas, otros serán los k’asaventanas, otros serán los creyentes, pero no variarán las ganancias de los urbandinos vendechelas, siempre prestos a satisfacer el apetito hepatico de los bravos futbolistas barriales.