agosto 24, 2007

La secta del Félix

Bueno, como el libro ya se ha presentado oficialmente, ahora sí puedo publicar el cuento. Sin embargo, ciertas características de la edición dificultan que sea posteado; por eso, lo he subido a la red para que cualquiera pueda descargarlo. Basta con hacer click con el botón derecho del mouse sobre la imagen y escoger (en la lista de opciones que aparecerá) "save target as..." o "guardar enlace como...".



Claro que también recomiendo que compren el libro, pues además de este texto contiene los 9 cuentos finalistas del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2007.

agosto 23, 2007

Ad infinitum

“Por qué”, decía siempre que le indicaban cómo vivir. “Porque Él así lo ha escrito”, le contestaban invariablemente. Entonces, adquirió conciencia del poder de las palabras. Aprendió a leer y escribir mucho antes que los demás niños de su edad, y cuando le tocó hacerse hombre, prefirió no hacer el amor, pues estaba convencido de que escribirlo era más placentero. Como cualquier otro joven, gran parte de sus pensamientos convergían en el sexo, pero a diferencia del resto, tenía una actividad sexual incesante, asombrosa. Prueba de ello son los ciento veintitrés tomos que, durante muchos años, produjo escribiendo el amor.

Cuando decidió que era tiempo de casarse, escribió una mujer y, luego, sus hijos. De esa manera, escribió una familia feliz, perfecta; pero una brisa inoportuna vino a malograr su plenitud, llevándose con sus brazos de aire varias páginas de su vida. No podía volver a escribirlas, nunca podría hacerlo de manera idéntica, jamás podría recuperar a la familia que había creado.

Escribió el dolor y la ira; después borró todo lo que había escrito y descubrió que la soledad era una página en blanco. Decidió, entonces, escribir un reino y se escribió rey. Escribió vasallos, bufones, cortesanos y un harem. Por mero aburrimiento, escribió otro reino y otro rey para poder escribir la ambición, la crueldad y la guerra. Lógicamente, escribió su victoria.

Ya viejo, cansado de su reino, escribió un universo y, de éste, se escribió Dios. Con el pulso cansado, escribió galaxias, constelaciones y planetas. No le quedaba mucha vida, por eso decidió escribir su inmortalidad, encargándosela a los seres escritos de un planeta que también escribió y nombró Tierra. Ellos, acatando su voluntad, lo escribieron inmortal; entonces, adquirieron conciencia del poder de las palabras...

agosto 01, 2007

Dos a uno


Llegó corriendo a la cancha, justo cuando el delegado entregaba las tarjetas del equipo a la mesa de control. Hizo notar su arribo con silbidos agudos, que indicaban, mejor que las palabras, que lo incluyesen en la formación titular. No podía ser de otra manera, pues Lucio era el capitán del equipo. Hace seis años que era el líder de ese grupo de albañiles que, sábado tras sábado, competían en la pequeña liga barrial, no porque fuera el mejor jugador, sino porque era el más veterano. Cuarenta y seis años: doce jugando en el “Puerto Acosta” y treinta trabajando de albañil. “Casi no llego, che. Se ha plantado el mini. Todo el desecho he venido bajando al trote”, dijo Lucio, como excusa por el atraso.

Y no era muy frecuente que diese explicaciones a sus compañeros, sobre todo desde que llegó a ser maestro; pero ese día era especial. Doce años habían pasado desde que formara el “Puerto Acosta”; doce años de estar mitad de tabla para abajo; pero ese día, ese 11 de noviembre, jugaban la final. “Carajo, cómo no voy a jugar. Tengo que correr”, pensó, cuando el minibús en el que se dirigía a la cancha quedó plantado con el motor humeante.

Luego de vaciar sus implementos deportivos del maletín de cuerina multiuso que lo acompañaba todos los días, se transformó en el capitán Lucio Chambi. Era un remedo de futbolista: las piernas demasiado delgadas en comparación con el enorme tórax y la prominente barriga. Las medias, que a fuerza de tanto enjuague habían perdido forma y color, chorreaban hasta formar un arrugado bulto encima del zapato. Sin embargo, ese día iba a estrenar un cintillo, reemplazando el pañuelo que solía atarse al brazo, como para gritar a todos: “yo soy el capitán, carajo”.

El equipo rival no era presa fácil. Lo conformaban jóvenes, hijos de comerciantes, universitarios algunos, bien alimentados, con el porte atlético andino. Habían llegado a esa instancia sin perder un solo punto. Eso no importaba, Lucio estaba seguro de ganar. Pero claro, su seguridad sólo tenía como base el inmenso deseo y la esperanza de llegar a ser el número uno, de triunfar aunque sea por unas horas. Treinta años de obedecer órdenes, de tragar “mierdas”, de aceptar “carajos”, de llorar “hijodeputas”, de prácticamente besar los pies del arquitecto de turno, le hacían desear imperiosamente ganar ese partido.

El árbitro sopló el silbato chino para indicar que el partido comenzaba. Monótono. Aburrido. Qué más se podía esperar de una liga barrial. Claro que los que estaban en la cancha no pensaban igual, y menos cuando los muchachos del “Forever Friends” anotaron un gol. Se abrazaron ruidosamente mientras algunos parciales exteriorizaban su alegría y apoyo encendiendo unos cuantos petardos de tres tiros, de esos que generalmente sólo sueltan dos.

Lucio insultó a su arquero, a los defensores, a los atacantes e incluso llegó a murmurar: “Qué pasa pues, Dios, ya no jodas”. Así continuó el partido, hasta que en el minuto veintidós de la segunda parte, Martín Poma, su ayudante de todos los días, anotó el empate. Lucio se arrojó a sus brazos, lo apretó hasta dejarlo sin aire. “Bien carajo, bieeeen. Te has ganado una caja, pendejo”, le dijo mientras lo asfixiaba. Y en el minuto ochenta y cinco, la gloria: penal. “Yo pateo, yo pateo”, gritaba Lucio mientras corría desde el centro del campo.

Tomó el balón con ambas manos, lo aprisionó como si alguien se lo fuera a quitar. “Ahora sí. Quisiera que me vea el patrón. ‘Inútil de mierda’, sabe decirme. Cuál inútil, carajo, yo hago sus casas. Yo voy a ganar”, pensaba mientras acomodaba el esférico sobre el punto blanco que la cal hacía resaltar en esa planicie polvorienta. “Diosito, dirigí mi pie. Si meto voy a bailar con traje de lujo este año, te prometo”. Se fijó en el arquero, un casi niño de dieciocho años. “A este chango lo voy a fusilar”. Tomó bastante impulso; retrocedió unos quince metros. Corrió con todas las fuerzas que le permitían sus piernas escuálidas, cansadas de soportar ochenta y tres quilos todos los días. “Conque inútil, conque cholo cojudo, conque hijo de puta. K’ara de mierda.” Y fue tanto el impulso, que llegó cansado, dando un mediocre puntapié al balón, que llegó suave a las manos del portero. Nadie le reprochó nada. Al minuto, gol del “Forever Friends”. Dos a uno.

A Lucio no lo consolaba ni la cerveza que tenía en la mano. No hablaba con nadie, sólo tomaba. En realidad, solamente algunos jugadores de su equipo tenían ánimo para hablar y reír, los demás tomaban callados. Pero el alcohol afloja los labios. “Bien burro eres, Lucio, cómo has de fallar tan de cerca. Yo hubiera chuteado”, le espetó Andrés Huamán. Lucio se hundió más en la depresión. Tomó el vaso con firmeza, lo bebió de un solo trago y se paró. Todos pensaron que iba a propinarle una golpiza a Andrés, pero pasó de largo. Se acercó al lugar donde los muchachos campeones festejaban: “Changos de mierda, fuera de aquí. A festejar a otro lado, pendejos”. El silenció siguió a las palabras de Lucio; luego, las risas, originadas por un balonazo que impactó en la nariz del maestro capitán. La trifulca se armó. Puñetes, patadas, mordisco, pellizcos, uno que otro botellazo, sangre, dientes... Los albañiles son rudos, no hay nada que hacer, dieron cuenta de los “Forever Friends” en pocos minutos. “Hemos ganado”, gritaba Lucio. Todos sus compañeros lo secundaban. Entonces sí tomaron bulliciosamente. Ya no hablaban del partido, sino de la pelea. “Yo le bajado la jeta al arquero”, “Yo le pateado las bolas al que ha metido el gol”, “Dos botellazos he dado a no sé quién”, y así, cada uno contaba su pequeña hazaña. “Hemos ganado, en algo por lo menos”, pensaba Lucio. De trofeo les quedaba el balón que, luego de golpear al capitán, quedó botando cerca del tumulto. “Esta es nuestra copa”, decía Lucio en medio de carcajadas, mientras levantaba la pelota del “Forever Friends”.

Poco a poco, se fueron retirando del lugar, dejando a Lucio solo, con la responsbailidad de cancelar la cuenta. “Dushentotrenta es, maistro”, le dijo la señora que los había atendido. Lucio, tan metido en la euforia alcohólico-pugilística, pagó sin pedir rebaja. Con el maletín en una mano y el balón-trofeo en la otra, caminó unas cuantas cuadras, completamente extraviado en sus pensamientos. “A ver, que me diga ‘inútil’ de nuevo. A veeeeer. A ver, que me diga ‘indio de mierda’. Le voy a pegar. Sin dientes le voy a dejar al arquitecto. Si será arquitecto, tamaño burro. Yo trabajo, él gana. Él se equivoca, yo cago. A nosotros siempre nos joden...”. Y caminaba por la acera, que de todos modos le resultaba estrecha, pues se esforzaba por mantenerse en medio de ella, como equilibrista de circo. “Al pobre nadies le da, al pobre nadies le da, al pobre nadies le presta, palomitay...”, cantaba Lucio a voz en cuello, mientras se acomodaba bajo el pequeño toldo de lata de una tienda, como si tuviera que resguardarse del sol o la lluvia. Poco a poco, fue disminuyendo el volumen de su canto, que alternaba con imprecaciones contra “el arquitecto”, hasta quedar profundamente dormido, pero eso sí, aferrado a su trofeo.

Soñó muchas cosas. Se vio en el partido, fallando el penal. Se vio en la construcción, agachando la cabeza mientras el arquitecto le mentaba a la madre y a la raza. Se vio en su casita, comiendo con sus cuatro hijos. Se vio en su cama, amansando a su mujer. Sintió alegría, sintió placer, sintió rabia, sintió hambre, sintió pena, sintió dolor, sintió dolor, sintió dolor... Abrió los ojos y alcanzó a ver la mano que retiraba el puñal de su estomago. Cayó al cemento frío. Su sangre brotaba a borbotones, formando un pequeño charco, del cual se desprendía un hilo que se iba haciendo más grueso, hasta que su cauce tomó rumbo hacia la mejilla de Lucio. Movió los ojos buscando su trofeo y lo divisó siendo arrastrado por los suaves toques que un par de pies le propinaban algunos metros más abajo. Levantó la vista tanto como pudo y llegó a distinguir al agresor. Una espalda delgada, cubierta por una vistosa polera que llevaba estampado el número doce y “Forever Friends”.