septiembre 29, 2006

Volver...


Cuando Ulises regresó a casa, no encontró a Penélope; en una nota, ella le había dejado escrito: “Espérame, vuelvo pronto”. Ulises se sentó a esperar, con mucha paciencia, hasta que la luna le cedió turno al sol y un nuevo día comenzó a brillar a través de su ventana. Siguió sentado, sin embargo, viendo como la luna y el sol alternaban el gobierno del universo, esperando pacientemente, envejeciendo veinte años, mientras la Soledad, la Demencia y la Muerte intentaban seducirlo. Incansables, vehementes, las pretendientes se instalaron en la casa para evitarse la fatiga de retornar cada día. Así, dependiendo cuál de la tres estuviese en las faenas de conquista, se podía ver a Ulises sumergido en sus recuerdos, llorando la saudade provocada por la ausencia conyugal, o vistiendo la ropa de Penélope, bailando con su sombra una cueca imaginaria, o sentado en su sillón, con el cañón de un revólver perdido entre sus dientes. No obstante, fiel como era, jamás llegaba a ceder ante los embates seductores de las solteronas. Ellas, por su parte, molestas por semejante desprecio, comenzaron a abandonar la sutileza del romance para caer en la chabacanería de la amenaza. Ulises, intentando evitar las artimañas de las conquistadoras ofendidas, distraía la mente y el alma llenando crucigramas, para borrarlos y volverlos a llenar, una y otra vez, aunque sin respetar las instrucciones, pues, en las casillas, una vez llenas, sólo se podía distinguir múltiples combinaciones de las letras que formaban el nombre de su esposa.

Las despreciadas, hartas de la espera, tramaban unir fuerzas para derrocar, por fin, el recuerdo de la ausente. Y probablemente habrían conseguido su objetivo, si la puerta de la casa, levantando una pequeña nube de polvo, no se hubiese vuelto a abrir, dejando el paso libre para que la dueña de casa, ayudada por un bastón, cansinamente hiciese su ingreso al hogar, fulminando con una sola mirada a las usurpadoras conjuradas. Una vez libre su territorio de las conquistadoras abusivas, malcaminó hacia la vieja habitación matrimonial, donde, al traspasar el umbral, se dirigió con repentina vitalidad, recobrando la ligereza de su pasos juveniles, hacia su desvencijado Ulises, cuya sonrisa feliz era indistinguible en medio de las arrugas que surcaban su rostro, para darle un beso frío en la frente y decirle al oído: ¿Ya ves lo que se siente?

septiembre 28, 2006

Cliché II

A las 21:15, con la sala atiborrada de gente, comenzó el acto programado, según las vistosas y originales invitaciones, para las 20:30. Sólo se podía distinguir algunos gestos de molestia, pues la mayoría no se percató del retraso, acostumbrados como estamos a la dichosa “hora boliviana”.

Un representante de la editorial, antes dar inicio al acto, esgrimió algo parecido a una disculpa por la demora y, recurriendo a un chascarrillo prefabricado para romper el hielo con la audiencia, comenzó su labor de marketing ensalzando al autor y magnificando las virtudes literarias de su libro, terminando su participación en el acto con el dicho patriotero: “no leer lo que Bolivia escribe, es ignorar lo que Bolivia es”. Así, sucesivamente, intervinieron tres personas más, siempre resaltando el gran aporte a la literatura nacional del recién editado libro.

Por fin, le tocó el turno al autor. Visiblemente emocionado, no tanto por estar presentando su primer libro, sino porque, como el sueño, las lágrimas son contagiosas, y su madre no había parado de llorar desde que escuchó la primera alabanza respecto a su retoño, con la voz entrecortada agradeció, mencionando los nombres y lo que habían hecho para merecer el honor de figurar en su extensa lista, a todo ser y objeto que, directa o indirectamente, habían posibilitado que esa noche él estuviese ahí, elegantemente trajeado, sentado en la testera, henchido de orgullo por la colección de cuentos que, incluso antes de su publicación, ya había sido objeto de favorables críticas, contando, además, uno de los relatos, con el honor de haber sido designado como el mejor cuento en un Concurso Internacional patrocinado por el municipio de un pueblito español de cuyo nombre no quiero acordarme.

Finalizado el acto de presentación, mientras los asistentes hacían gala de su angurria asaltando a los mozos que circulaban con amplias bandejas repletas de bocadillos y copas de vino, un periodista entrevistaba al autor, registrando sus palabras en una reportera “Zony”. Fiel a su oficio, tuvo que hacer la pregunta de rigor: “¿Esperaba ganar el Concurso Internacional de cuento?” La respuesta, inmediata, quién sabe si impensada, que el escritor, con modestia andina, dio al periodista, es el tema de este post: “Honestamente, no. No esperaba ganar el premio; fue una sorpresa que me emocionó muchísimo”.

Si no esperaba ganar el concurso, ¿por qué carajos envió su cuento? Me imagino que si alguien decide concursar o competir en cualquier cosa, lo hace porque tiene, aunque sea íntimamente, la creencia de que puede ganar.

Hace años participé en un concurso nacional de cuento y obtuve una “mención honrosa”. Recibí llamadas de varios amigos y parientes felicitándome por esto. Ninguno de ellos entendió, dudo que hasta el día de hoy lo entiendan, mi molestia por haber obtenido ese “honor”. Estaba molesto (ojo, no con el jurado) por no haber ganado el concurso, pues yo, obviamente, esperaba ganarlo, si no, ¿por qué hubiese mandado mi cuento? Pero lo que más me molestaba era la “mención honrosa”, eufemismo de “perdedor”. Cuando publican tu nombre en un medio de prensa de circulación nacional indicando que eres uno de los diez finalistas del concurso merecedores de dicha distinción, solamente están haciendo pública tu condición de perdedor.

Molesta, sí; pero tampoco estoy de acuerdo con aquellos que participan en concursos indicando que, de nos ser ganadores, renuncian a cualquier otro reconocimiento. Uno espera ganar, por eso la decepción y molestia cuando no ocurre; pero hay que saber asumir la derrota y reconocer los méritos del vencedor, pues no todo en la vida nos depara medallas de oro.

La molestia mayor, sin embargo, no proviene de la derrota, sino de la falsa modestia de los ganadores. “No esperaba ganar, es un cuentito que escribí apenas en un día”. No jodan, lo escribieron en meses, puliendo cada detalle, pero claro, la “modestia” camufla una soberbia y altanería desmedidas. En el fondo, lo que esa frasecita, cliché II, quiere decir es: “En un día, puedo hacer cuentos dignos de ganar concursos, mientras ustedes, “menciones honrosas”, ni trabajando años podrían alcanzar mi nivel”.

A veces, la “modestia” del urbandino provoca molestia.

septiembre 25, 2006

Cliché I

La sala está repleta; un conjunto mixto de personas que han vivido más de seis lustros simula decencia besando el vaso. Ríen, recuerdan anécdotas colegiales, activan viejos apodos, retroceden a la adolescencia por unas horas. Luego, compiten, hacen alarde de sus éxitos, los hiperbolizan, diciendo sin decir se enrostran el monto de los salarios. Ya no besan el vaso, prácticamente lo exprimen, su decencia está más que demostrada por la tarjetita bicolor donde sus nombres negrillados van precedidos por su rango académico, asentados sobre el cargo ejecutivo que ostentan. Mitis, secos, embudos; las lenguas se aflojan. Surgen los comentarios maliciosos, las recriminaciones trasnochadas, los rencores de infancia, las acusaciones existenciales. Y es entonces cuando la frasecita brota con firmeza cuasi convincente: “No me arrepiento de nada de lo que hice en mi vida”.

Vivimos, si lo hacemos, cometiendo errores y logrando aciertos. Me parece sano no negar nada de lo vivido, asimilarlo, aprender de todo lo experimentado; pero, con soberbia injustificada, escupir al mundo “no me arrepiento de nada”, ya pasa a ser, cuando menos, una estupidez. No arrepentirse implica negar los errores, es decir, negar parte de lo vivido; ergo, negarse.

Y toda esta reflexión emerge debido a una charla cervecera que tuve hace unos días con un, hasta entonces, amigo. Hablando sobre viejos escritos, burlándonos mutuamente, sin pensarlo, descuidadamente, en medio de risas, se me ocurrió decir: “No me arrepiento de nada de lo que he escrito”. Grave error, pues mi “amigo” comenzó a enumerar, deleitándose en el sarcasmo, los motivos por los cuales sí debería arrepentirme de varios textos, incluso de algunos que él mismo, años atrás, había alabado con una vehemencia alcohólica colindante con el chupabolismo. Traté de argumentar mi posición, pero fue en vano; para él, lo dicho era un mero cliché que sólo le confirmaba que yo era un posero. “Si no te arrepientes”, me gritó con saliva incluida, “porque no publicas en tu blogsito ese poemita romanticón de mierda”. Grave error, esta vez de su parte, pues el poemita sí era romanticón, pero no de mierda. Felizmente, un par de garzones intervinieron oportunamente y evitaron mayores estragos en ambos físicos.

No me arrepiento de lo que he escrito, por el sencillo hecho de que con mi escritura jamás he dañado a nadie. Ahora bien, sí me avergüenzo de muchos textos, quizás de la mayoría. Pero entre avergonzarse y arrepentirse hay una gran diferencia. Sin embargo, para ser fiel con mi pensamiento, a pesar de la vergüenza, y no por demostrar nada al “amigo”, publico ahora el mentado poemita romanticón, cursi, rosa, pero no de mierda, sino del alma. No me arrepiento de haberlo escrito porque lo hice para una persona que me hizo sentir mariposas en el estómago (otra cursilería), aunque si me avergüenzo por su pobreza literaria. En fin, sin más preámbulos, con ustedes...

Una sola forma

La libertad, a mi entender, tiene dos formas:
libertad física y libertad espiritual;
la física te la pueden quitar,
la espiritual, nunca.

La soledad, a mi entender, tiene dos formas:
la dolorosa y la muy dolorosa;
la dolorosa la sufren los desterrados,
la muy dolorosa, los muertos en vida.

El miedo, a mi entender, tiene dos formas:
involuntario y voluntario;
el involuntario es cualquier fobia,
el voluntario es la cobardía oculta tras la fachada de madurez.

La solidaridad, a mi entender, tiene dos formas:
desinteresada e interesada;
la desinteresada es una loable actitud que eleva el espíritu,
la interesada es un truco vulgar que alimenta esperanzas pasajeras.

La mentira, a mi entender, tenía dos formas:
la piadosa y la maliciosa;
pero últimamente llegue al entendimiento de que sólo hay una mentira
y desde todo punto de vista es mala.

La verdad, a mi entender, tenía dos formas:
la mía y la de los demás;
pero últimamente llegué al entendimiento de que sólo hay una verdad,
pero todavía no la encontré.

El amor, a mi entender, tiene una sola forma,
y esa eres TÚ.

septiembre 23, 2006

¿Alucinación?


La primera vez fue jodida. Me despertó la risa de un bebé, nítida, burlona, acompañada del aliento cálido que impactaba en mi nuca. Aterrorizado, no me animaba a moverme, sólo temblaba en mi posición fetal, sudando el miedo por cada poro de mi cuerpo. No debió durar más de unos diez segundos, pero entonces me parecieron horas; fue como si el tiempo se hubiese detenido en mi cuarto, prolongando el horror, la angustia, la cobardía. Paró la risita y el resoplo quemante, pero no mi miedo. Tuvieron que pasar varios minutos hasta que resolviese incorporarme y darme la vuelta violentamente para ver el bebé que se había metido en mi cama. No vi nada.

Comencé a dormir siempre acompañado de la música preprogramada que una FM emitía las veinticuatro horas; eso, en alguna medida, me daba la sensación de compañía, de protección. Sin embargo, algunas semanas después, me despertó el silencio. El foquito rojo de la radio, brillando en la oscuridad, indicaba que estaba encendida, pero no se escuchaba ningún sonido que saliese por sus parlantes. Noté, además de sentirla, la presencia de una sombra al pie de mi cama. Una sombra antropomorfa, vigilante, amenazadora, amedrentadora. Nuevamente, el terror se apoderó de mi ánimo. Intenté gritar, pedir auxilio, pero no podía articular ninguna palabra, estaba completamente paralizado; corrijo, completamente no, pues podía mover los ojos. Acurrucado, inmóvil, miraba a la sombra, también inerte, esperando su ataque. La sensación de parálisis era lo peor de todo, pues me desesperaba que mi cuerpo no quisiese obedecer mi voluntad. Esto hizo que del miedo pasase a la furia y, mirando un zapato dejado en el piso, amenazase telepáticamente a la sombra: “Mierda, si llego a coger el zapato, te voy a reventar la cabeza”. Inmediatamente, recobré el control de mi cuerpo y recogí el zapato. No pude cumplir la amenaza, la sombra se había esfumado y la radio, nuevamente, botaba canciones por sus parlantes.

Volver a dormir fue un suplicio. Mi cuerpo exigía reposo, pero, cada noche, yo luchaba contra el sueño, traumado por las experiencias previas. Así, la visita de la sombra se repitió varias veces, además de que se produjeron extraños sucesos, como que mi cuarto comenzara a temblar o la cabeza de mi abuela apareciese en mi cama. Para agravar más la cosas, comencé a experimentar ese fenómeno denominado “desdoblamiento”, lo cual siempre venía acompañado de una sensación escalofriante, pues estando “fuera” de mi cuerpo podía sentir muchas presencias. Con el tiempo y la costumbre, comencé a serenarme y le perdí el terror a estas cosas (el terror, no el miedo). Es más, incluso investigué al respecto y di con una posible explicación científica, esto me ayudó bastante, pues no sólo me dotó de mayor valor, sino también logró que estos hechos “sobrenaturales” se volviesen poco frecuentes.

No puedo afirmar que todo haya sido real, no puedo negar que es probable que sólo sean alucinaciones. De todas formas, cada vez estoy más convencido de que lo “real” no existe y de que durante nuestra vida continuamente estamos cruzando de una orilla a otra sin ayuda del barquero.

septiembre 20, 2006

Anónima


La Paz, caótica, conflictiva. Y así, del mismo modo caóticas y conflictivas vidas que se mueven dentro de su vientre y que en él también terminan. Muchas de ellas, la mayoría, son anónimas existencias urbandinas, invisibles sus problemas, invisibles sus alegrías, en medio del caos y la tensión de la barroca ciudad pluri/multi. Como la de esa mujer hallada en un basural y, supuestamente, enterrada en una fosa común, sin que hubiese habido ser alguno que reclamase por su cuerpo, ni autoridad que se preocupase por investigar las causas de su muerte. Quién fue, no lo sé, pero por lo menos intentaré imaginarla, destacarla del caos, sin negarlo; así, aunque anónima, quedará algo similar a una constancia de su existencia.

Anónima

Dios, tan insignificante en el universo, tan enorme en el templo, a través de las palabras que siglos atrás dictase a algunos diligentes secretarios, santos todos, ahora, y que, mucho después, gracias al ingenio humano, específicamente de un alemán, que inventó la forma de reproducir el enunciado divino, y también los humanos, para que fuera leído por los que supieran, pudieran y quisieran hacerlo, se tornase libro, best seller, por cierto, intitulado Biblia, le había hecho creer que los últimos serán los primeros; y ella, en su ingenuidad e ignorancia, pero también, y es importante reconocerlo, con una fe auténtica, inmensa, de esas que, si bien no pueden mover montañas, por lo menos hacen tener la certeza de que sí pueden hacerlo, sin considerar los contextos, aceptando literalmente la sagrada sentencia, se regodeaba en su miseria, esperando, con seguridad plena y fervorosa, ya que siempre había sido la última en todo, incluso por voluntad propia, ser la primera cuando Dios decidiera escuchar las peticiones de sus creaturas, sin considerar, o haciéndolo pero inmediatamente rechazando, que la vida, o, mejor dicho, lo que en ella se aprende, que no es otra cosa, al fin y al cabo, más que una sumatoria de obviedades, más comúnmente llamada experiencia, se había empeñado en demostrarle, día tras día, evidencia tras evidencia, hasta agotarlas todas y, aunque en distinto orden, repetirlas nuevamente, igual que los argumentos, también uno tras otro, una vez su número finito, haciendo abuso de la redundancia, exceso, en este caso particular, tan innecesario cuanto insuficiente, que los últimos siempre serán los últimos y los primeros serán siempre pocos, más aún si el que pertenece a los últimos, tal era su condición, es amante de uno de los primeros, por ende, condenada al anonimato eterno, sin que este adjetivo califique exageradamente al sustantivo previo, pues, siendo anónima no figurará, gracias a las influencias del amante, privilegio de los primeros, en registro alguno, siendo enterrada en una fosa común, sin lápida que acredite su paso por el mundo, luego de que, cansada de su ignota condición de divertimento extramarital, llamase a la casa del amante para contar a la esposa, también de los primeros, obviamente, que era ella, una de los últimos, la causante de esa sonrisa post eyaculatoria con la que su marido llegaba a casa, inundado de un extraño buen humor que, al enterarse él del diálogo/confesión/denuncia/venganza que ella, la anónima, con desatino perverso, inició, sostuvo y terminó, ocasionando una, indigna de su condición, pelea épica entre la pareja de primeros, cambió radicalmente, transformando la sonrisa extasiada en mueca iracunda y las caricias clandestinas en golpes brutales, hasta que, ya desvariando, oscilando entre la furia y el placer, con todo el poder que sus masculinos y primeros músculos otorgaron a sus obesas manos, él apretase el delicado cuello de la fervorosa última y, así, diese por terminada la relación furtiva.

septiembre 18, 2006

Los demonios no bailan; muerden.


Quisiera que mis demonios fuesen así: alegres bailarines y, sobre todo, dominados por un ángel, cualquiera, humildes conocedores de su inferioridad.

Pero no, la diablada que viene a visitarme es más parecida a una jauría de perros callejeros: atacan por todos los frentes, muerden y escapan.

Sé que todos tienen sus propios demonios, acaso algunos los tengan más tranquilinos, y otros, más rabiosos. También sé que algunos no saben que tienen demonios o, peor, que los niegan. Y negarlos es jodido, porque no aceptan el menosprecio, el ninguneo, y cuando menos se espera, aparecen irradiando todo su poder para exigir respeto y disculpas. Y uno, desgarrado por las mordidas, tembloroso, suplicante, agacha la cabeza y se disculpa.

Ya conociéndolos, uno se va habituando a sus ataques. No dejan de ser agresivos y dolorosos, pero por lo menos uno ya va conociendo sus estrategias, ya sabe cuál ataca primero, cuál es el más débil, cuál el más cobarde, cuál el más hipócrita.

Sí, los demonios vienen, pero no bailando. Sin embargo, me aferro a la esperanza de que si ellos existen, también debe existir el ángel que los domina. Ojalá lo encuentre algún día, o tal vez no sé que ya lo tengo.

En fin, ya llegó el lunes; hoy, mis demonios descansan.


septiembre 16, 2006

Crónica de una victoria anhelada

La comedia

Nadie, o casi nadie, dudaba de la victoria. La fe se expresaba hasta en las milenarias hojas de coca que un yatiri, entrevistado por una emisora de radio local, con mágica habilidad leyó sobre un aguayo ancestral; su lectura, traducida por un bilingüe urbandino, se convirtió en sentencia: derrota chilena. Al día siguiente, seguro el yatiri habrá cambiado de nombre para poder seguir ejerciendo su oficio. Aunque lo más probable sea que nadie haya reparado en el mal pronóstico del yatiri, pues seguramente todos los que lo escucharon pensaron: “Y por qué este indio no nos dice algo que no sepamos”. Qué optimismo bullía en este hueco: minibuses y micros lucían en sus vidriosas espaldas distintos resultados que, en promedio, se podrían resumir en un dos a cero a favor de la verde. Y el día previsto para la gloria, la bolivianidad se respiraba en el ambiente. No había sentido humano que no pudiese captar el rojoamarilloyverde. En el estadio, miles de fálicos globos, que formaban un arco iris tricolor-patrio en las tribunas, cortesía de una empresa de telecomunicaciones, brotaban entre los paraguas y nylons multicolores que protegían los cuarenta mil seiscientos noventa y siete cuerpos –dato oficial- que esperaban, bajo una intensa lluvia, el comienzo del partido. Y no era un partido cualquiera, pues no sólo estaban en juego tres puntos, sino también el honor patrio, el mar, el gas, y quién sabe qué otros complejos más, confiados a tan sólo once guerreros que en ese momento seguramente hacían calistenia en el subsuelo del Siles. En la pista atlética, mientras tanto, una banda militar lucía uniformes e instrumentos, debidamente erguidos, con un estoicismo colindante con la estupidez, esperando la orden de algún superior que seguramente estaba bien ubicado en el palco oficial. La orden llegó faltando quince minutos para el comienzo del partido; la banda hizo su ingreso al gramado, encabezada por un morocho guaripolero, quien probablemente en esos instantes anhelaba las cálidas tierras yungueñas, en las que de seguro, cuando niño, habrá pateado balones con la ilusión de pisar el césped del Siles con la camiseta del tigre, emulando a los Castillo, Iriondo o Angola, en un soleado domingo de clásico, y no con el ajustado y mojado uniforme militar en un martes lluvioso.

La lluvia impulsó la venta de ranga-rangas, mientras lo heladeros puteaban por su mala suerte; aunque no faltaron los críos caprichosos que sacaban sus cabecitas entre los paraguas buscando a sus caseros, con la consabida frase: “helado quero, papi”. Y ya la lluvia comenzaba a enfriar los ánimos, de tal forma que algunos espectadores, a pesar de tener la cara tricolor, empezaron a pronunciar agoreros comentarios que luego del partido han debido ser coronados con un “ya ve, qué les he dicho”. No obstante, los más jóvenes hacían gala de su fortaleza enfrentándose a la naturaleza sólo con poleras, forma elocuente, para ellos, de demostrar su sobrada confianza en el equipo de todos. Si ganábamos, seguro que el alcohol les habría protegido contra cualquier virus, pero como la historia fue otra, una epidemia de resfríos se produjo en pleno verano.

El trío arbitral ingresó a la cancha ataviado de un negro riguroso, cosa rara en estos tiempos y que además provocó ciertos malos presentimientos en varios espectadores. Si hubiesen ingresado de rojo, de amarillo o con la bandera nacional, no importa, pues igual hubiesen sido insultados como la tradición futbolera del buen hincha sudaca manda. Poco deben querer a sus madres los que se dedican a árbitros. En fin, nada tuvieron que ver ellos con el resultado, la verde jugó mal y punto. El primer gol llegó en el primer tiempo: estadio enmudecido. La barra no tardó mucho en alentar nuevamente al equipo, aunque, con el transcurrir de los minutos, en medio del bo-bo-bo-etc., se podían escuchar atronadoras voces gritando “patea al arco, cabrón”, “camba de mierda, la altura te ha afectado” y otras sandeces más que son típicas en momentos de tensión. Al iniciarse el segundo tiempo, los ánimos se calmaron, merced a un brioso comienzo de los seleccionados, pero a la media hora llegó el segundo balde de agua fría, como para compensar la que el cielo había dejado de proporcionar. Nuevamente, el estadio enmudeció. “Fuera Acosta”, comenzaron a gritar los hinchas, expresando su enfado con el DT, hasta que alguno gritó “Fuera Mesa” y el griterío se traslado a las arenas políticas: “Goni asesino”, “Mesa traidor”, “El Alto de pie, nunca de rodillas”. Al presidente no le habrían caído muy bien tales (in)directas si hubiese estado en el Siles, pero su asiento en el palco se hallaba vacío porque, justo cuando se aprestaba a salir del palacio para ocuparlo, una explosión hizo que sus guardaespaldas lo evacuaran para preservar su excelentísima seguridad.

El drama

La derrota de la selección le permitió a Picachuri ocupar las primeras planas de los periódicos. Y no se me acuse de indolente, sino de realista. Una victoria habría relegado al suicida a un tímido recuadro de páginas interiores, pues la prensa no se habría cansado de elogiar el maravilloso despliegue del once nacional, y lo único que hubiese conseguido don Eusebio es la molestia del presidente por haberle impedido compartir la algarabía de los cuarenta mil seiscientos noventa y siete hinchas presentes en el escenario miraflorino.

Lo cierto es que a don Eusebio Picachuri poco le importaba el partido, pues su estomago no sabía de las ranga-rangas, ni de los helados de canela, ni de los anticuchos. No, su estomago sólo sabía de hambre. Pero no fue sólo el hambre lo que lo llevó a engalanarse de dinamitas y penetrar en el recinto parlamentario, sino también un afán de restituir una dignidad ultrajada por el aparato burocrático que nos somete a todos.

Miles de fanáticos futboleros han debido agradecer la determinación del ex minero, pues les ahorró el suplicio de asumir la humillante derrota: ¿cómo se podían preocupar por un partido, cuando el país vivía su primera crisis después del descalabro de Octubre? Gran pretexto. Un drama personal, pero metonímico, postergó el sentimiento derrotista y lo transformó en duelo solidario. Esta vez ya no cabía el típico consuelo “nos faltó el centavo para el peso”, pues a la selección no se le exigió un peso, sino los miles de millones de dólares que la venta de gas reportaría al país. Es decir, sin la posibilidad de recurrir a la mediocre excusa que siempre nos endulza la amargura de la derrota, como caído del cielo, apareció don Eusebio.

Sin embargo, la inmolación de don Eusebio no pudo consolar a las poncheras del prado, quienes ya habían armado una gran cantina al aire libre, dispuestas a garantizar el festejo de la masa con alcohol metílico; tampoco consoló a las damas de compañía de la Bolivar, seguras de recibir a varios clientes urgidos de meter goles y otras cositas; tampoco consoló a la pareja de invidentes que, con charango y quena, entonaban el “Viva mi patria Bolivia”, en las afueras del Siles, esperando, vana e ingenuamente, la caridad de algún encabronado aficionado; ni qué decir de los que invirtieron en souvenirs de la selección: llaveros, fotos, poleras, banderas, stickers, peluches, discos, etc, condenados al almacenamiento en espera de una tarde de gloria.

La farsa

¿Quiénes van a bailar?, preguntó la de los chicharrones, Varios grupos, hasta de Oruro dicen que están llegando, respondió el de los videos piratas. Así se informaban los comerciantes que pueblan las aceras de la plaza de los Héroes, sorprendidos por el escenario, las luces, el sonido y toda la parafernalia que se armaba al lado de las cabezas de piedra que ocasionalmente fungen de urinarios. ¿Para qué pues?, Es que como hoy es el partido, les vamos a mostrar a los chilenos que nosotros tenemos más folklore, Tanto lío por el partido ¿qué siempre’ps es?, Es como una guerra’ps, doñita, sólo que de alasitas, Yaaaaaaa, cómo vamos a hacer guerras nosotros, Por eso es de alasitas, si fuera de verdad nos waykean grave, mejor es uno a uno.

En otro sector de la misma plaza, un predicador se desgañitaba gritando loas al Salvador, pregonando su retorno y el fin del mundo. Nadie lo escuchaba. Sin embargo, no por predicador dejaba de ser un pícaro urbandino, por lo que, dándose cuenta de por dónde iba la cosa al notar el verdor del ambiente, comenzó a hacer brillantes analogías entre el demonio y Chile, el cielo y el mar, y para el Salvador, alternaba, de acuerdo a la cara de los ya numerosos curiosos, entre Mesa, Morales, Quispe, Solares y Etcheverry. Cuando ya se daba por satisfecho, se le acercó un gendarme municipal indicándole que debía trasladarse a otro lugar porque la unidad móvil de la Televisión Boliviana Nacional debía instalarse ahí para transmitir la “maratón folklórica”, tal como bautizaron al evento. Biblia en mano, trató de defender su territorio, pero pudo más la fuerza de los gendarmes y el predicador tuvo que retirase sin su duramente ganado séquito, no sin antes augurarles las llamas del infierno a los inocentes saboteadores.

La prensa se había encargado de dar realce al evento, indicando que con el baile y canto continuos durante setenta y dos horas “se apuntaba un gol simbólico: la inclusión en el libro Guiness”. Con ese gol, el partido acababa dos a uno, igual perdíamos, pero ni eso se pudo: la maratón folklórica se suspendió apenas seis horas después de comenzar y la ilusión de conseguir el record se desvaneció en la oscuridad de la noche paceña. Nuevamente, el pretexto fue Picachuri, aunque todos sabemos que los verdaderos culpables fueron los dos goles chilenos. Seguramente, de todos los que iban a participar en ese esfuerzo nacional de entrar en el Guiness, pocos quedaban esperando su turno. Y eran muchos y variados, artistas bolivianos, autóctonos hijos del sol, guerreros aymaras que en vez de hondas iban a empuñar charangos, patriotas de corazón tricolor con ganas de ponerle la cereza al pastel; en la cartelera, por citar a algunos, figuraban: Jach’a Mallku, Wacas aymaras de Bolivia, los Kory Huayras, Sangre Aymara, Alaxpacha y el Grupo Fock Dance y Shekinah.

Nuevamente putearon las poncheras, que ante la derrota se habían trasladado del Prado a San Francisco, con la esperanza de saturar los hígados urbandinos con sus brevajes espirituosos: sólo seis horas de folklore, ergo, sólo seis horas de venta. Del intento de record sólo quedó una plaza sucia y un grupo de guitarreros ebrios, únicos respetuosos del espíritu de la maratón, valientes atletas del folklore que seguían exigiendo a sus pulmones y gargantas un último esfuerzo, mientras entonaban repetidamente “Viva mi patriaaa Boliviaaaaa, una graaan nacióoooooon...”.

Salida

“Es sólo un juego”, señalaba la prensa, en un intento de aminorar los ánimos bélicos y triunfalistas, un día antes del partido. Muy ingenuo debe ser el periodista que acuñó esa frase, pues en una nación pobre, que mantiene aún resabios del colonialismo, en una ciudad caótica, acostumbrada a los dinamitazos, no se puede creer que el fútbol sea sólo un juego. No, el fútbol, para el boliviano, es una terapia, una forma de escapar de la realidad cotidiana que amenaza con asfixiar los corazones; el estadio es un escenario, un espacio de ficción, un universo paralelo donde la eternidad dura noventa minutos. Y el 30 de marzo fue más que eso; ese día el fútbol fue la posibilidad de recuperar una dignidad pérdida junto con el mar, la posibilidad de la revancha con la historia, la posibilidad de enfrentarnos en igualdad de condiciones, dizque, con nuestros eternos antagonistas, y, sobre todo, fue la posibilidad de sacar toda la mierda que cargamos con un solo grito –unito, nada más exigíamos-, ”Gooooooooooooool”, con el pecho inflado, la cara deforme y los puños en alto. Por eso anhelábamos la victoria, por eso nuestro espíritu optimista, por eso las jodas, algunas de mal gusto, a los integrantes del equipo rojo. El fútbol es un deporte, es cierto, pero no un juego. El fútbol es comedia, drama y farsa que se repiten en cada partido, y que, de hecho, se volverán a repetir cuando los once guerreros nacionales nuevamente se enfrenten a los bravos trasandinos. Probablemente entonces, ¡ojalá!, la victoria no sea sólo un anhelo.

septiembre 13, 2006

El cholómetro... ¡yaaaaaaaa!


En una de esas cadenas que, por desgracia, invaden mi correo electrónico todos los días, me llegó “el cholometro”. Esta herramienta fue inventada por algún anónimo estudioso de las conductas humanas, seguramente con mucho tiempo libre como para imaginar 65 preguntas idiotas destinadas a medir cuánto de cholo hay en cada uno. Obviamente, desde un principio, “cholo” adquiere una connotación peyorativa.

Si bien, debo reconocerlo, algunas preguntas son bastante humorísticas, hay otras que llevan la discriminación a un nivel que no me imaginaba posible. Por ejemplo, “¿Su mejor amiga/o se llama Steeven o Genesis?” O sea, ¿para no ser considerado cholo debo cortar la amistad con cualquiera que se llame así? Que se vaya a la...

Me imagino con cuánto deleite ciertos individuos que conozco, segurísimos de su sangre azul, deben realizar el test(¿?) respondiendo NO a todas las preguntas; ergo, mintiendo(se). De hecho, jamás me hicieron caso cuando les recomendé que sacudieran su árbol genealógico y contaran cuántos borsalinos caían de sus ramas.

Qué manía la de asociar lo cholo con lo vulgar o lo estúpido (ej. “¿Se suena la nariz en la ducha?”; “¿Ud. es de los que infla condones en los conciertos?”). Basta, ¿no? Ya va siendo tiempo que dejemos de imaginarnos gringos y asumamos nuestro cholaje con orgullo, porque lo cholo no tiene nada que ver con las preguntillas esas. Es más, incluso lo cholo ya es un concepto cultural y estético, amén de lo que representa como parámetro de identidad.

Ya ni hablemos de la cantidad de estudios que se han realizado al respecto; lo cholo, duélale a quien le duela, es nomás nuestra forma de ser. Con ojos cholos miramos el mundo, con oídos cholos lo escuchamos. Tan cholo es San Miguel como el Rodríguez, pues nuestro hueco, profundo, jodido, bello, abigarrado, barroco, también conocido como La Paz, está habitado por, pésele a quien le pese, un millón, pocos más pocos menos, de cholos urbandinos.

Mariaca dice en uno de sus textos: “Porque así hemos construido nuestra ciudad: sobre los restos de batallas, sobre los cadáveres de nuestros hermanos, sobre los llantos de nuestros amantes. Construyendo la iglesia de San Francisco para seguir pactando treguas, llorando los boleros de caballería para poder enterrarlos, informalizando el pan para seguir ajtapiando con nuestros muertos de cada día. Y sobre los restos de esas batallas estamos bailando la diablada para seguir sobreviviendo. Porque somos paceños, sobrevivientes de la más terrible guerra de todas; paceños que nos inventamos cada día para no acostumbrarnos a la miseria; los auténticos inmortales cholos paceños.”

Pero claro, no se trata de glorificar lo cholo; en todas partes se cuecen habas. No todo lo cholo es bueno (lo cual no justifica el “cholómetro”), tiene también sus cositas... Sin embargo, con lo bueno y lo malo, igualito tenemos que cantar, con potentes y desafinadas voces de guitarreada paceña, esa cuequita que dice: “cholo, cholo he nacido, cholito voy a morir.” Cholos todos, sí; pero convengamos en hacer una distinción, parafraseando a Mariaca. Los cholos, seres urbandinos, inventores del caporal y la marraqueta, se subdividen en varios especies que, por cuestión taxonómica, pueden resumirse en dos grandes grupos: los cholos de mierda y los cholos ilustrados.

Que cada quién defina a cuál bando pertenece.

septiembre 11, 2006

Solamente muero los domingos...

Armando Palomas comienza su canción "El charro atravancao" con: "Los sábados, sin ti, parecen lunes".

Violetta, protagonista de "Diablo Guardián", dice que "enero es como un lunes largo".

Sui Generis termina "Lunes otra vez" entonando: "lunes es el día triste y gris de soledad".

Mi abuela, con su particular sentido gramatical y sintáctico, decía: "Como quiera que fuese que sea, no hay peor día que el bendito lunes".

Y claro, todas esas aluciones negativas respecto al primer día laboral de la semana encuentran prueba irrefutable en las ojeras de los funcionarios públicos, el mal humor de los estudiantes, la falta de fútbol, la lejanía del viernes...

Sin embargo, a pesar de tanta prueba, no entiendo el porqué de tanta animadversión contra el lunes. Será quizás porque el día que más odio es el domingo; y no sólo por traumas infantiles relacionados con la sagrada misa, sino porque, patológicamente, todos los domingos, sin excepción (y si la hubiera, confirmaría la regla), la depresión viene a visitarme. Qué digo a visitarme, ¡a joderme! A enredarme en pensamientos masoquistas, a negarme como ser, a evidenciar mis temores, a denunciar mi soledad, a denigrar mi escritura, a pulverizar mi autoestima e, irónicamente, a recordarme que estoy vivo y en esta realidad.

Por tanto, el lunes representa para mí la salvación, la luz al final del tunel (qué cursi). Amo el lunes, casi tanto como el viernes, poco más que el sábado, porque, en resumidas cuentas, tal como canta Sui, paradójicamente, "solamente muero los domingos, y los lunes ya me siento bien".

septiembre 09, 2006

De ideologías y mercadeo

El Ché. Veo a tanta gente con el rostro del guerrillero en el pecho y me pregunto, ¿sabrán siquiera que se llamaba Ernesto?
Claro, los párvulos se proclaman guevaristas, le añaden el toque "transgresor" a su fatua existencia. "El Ché era un pendejo", balbucean, mientras se atragantan una burger king, "él murió por sus ideales". Obviamente, ninguno de los guevaristas trasnochados desliza en la charla cuáles eran esos ideales, pero sí comentan el precio de la polera, de la manilla o de la billetera, adornadas revolucionariamente con su mítica cara.
Y en la U también sirve de ornamento. ¿De qué más puede servir ahí? Su mirada traspasa los barrotes; ¿para qué mirar la mediocridad que está adentro?
Carajo, desde que el Ché se volvió polera, me jodió el negocio de los crucifijos.

septiembre 04, 2006

Del Illimani, ahicitos

Habitamos una ciudad bulímica, que vomita febreros y octubres, para volvérselos a tragar, de tan hambrienta. Sí, pero también habitamos una ciudad mágica, cuenca de cíclope tuerto, construida con ingenio y, sobre todo, con imaginación. Y aunque no tuvimos un Arzáns que nos fundara en la ficción, tenemos una memoria colectiva que se encarga de erigir imaginarios, de crear una verosimilitud que hace posible la vida en medio del caos de esta ciudad con nombre, más que irónico, farsante. Sí, La Paz, desde su nombre, es ficción. Ficción que habitamos y que nos habita, que es escape y retorno, y que nos reclama, a aquellos que hemos sido embaucados por sus coqueterías, perpetuar en el lenguaje la imposibilidad de lo absoluto.

Así, pues, del Illimani, ahicitos, no sólo habrá un hueco lleno de hormigas multicolores, sino también universos enteros, prestos a ser explorados, conquistados y colonizados. Porque habrá acaso en la nasal voz de los postmodernos copilotos andinos algo más que la promesa de un destino, algo similar a un coro polifónico que irrumpe en medio de la sinfonía bocinesca, en medio de un escenario caótico repleto de extras y efectos de humareda, para conjurar el hechizo del frío, que entumece piernas y corazones, con la naturalidad que impone el hambre a los 3600 días de vida.

Habrá acaso debajo de los toldos multicolores algo más que frutas de temporada, ropas chilenas made in Bolivia o radio grabadoras Panatonic, algo más cercano al ingenio que al contrabando, una especie de picardía regida por las leyes de sobrevivencia, que manda al carajo los miles de artículos del aparato legislativo/justiciero.

Habrá acaso en las paredes algo más que blancura monopol, algo parecido a versos clandestinos, a memorias de poetas anónimos que plasman su impotencia, frustración, alegría, desengaño, esperanza, furia, ideología, ánimo, amor, odio, calumnias, verdades, amenazas o declaraciones, en ese maravilloso e inacabable papel que se extiende por cuadras y cuadras y se ofrece, tentador/seductor, a las brochas o aerosoles de la creatividad urbana que no se cansa de escribir cosas tales como: Cristo viene... ¡Hazte pepa!

Habrá acaso en la ínclita ciudad algo más que el reflejo del Illimani, algo más que calles orinadas, crucificados en pelotas, marchadores de tiempo completo, burócratas que esperan el viernes para ocultar el aro de matrimonio y gastarse la quincena con una negra interesada, minibuses–sardineras contagiadores de gripe, discos de Julio Iglesias con tapa de Los Panchos, perros cagadores/cogedores/mordedores, trasvestis cuarentones con minifaldas fucsias, bailarines de tilín, carteristas/albertos/monreros/campanas/juglares que han aprendido las historias del tío. Habrá acaso algo más que eso –y también eso, por qué no–, junto –revuelto–, en paz –¿será?– y amor –¿será?–, para cantarlo, contarlo, pintarlo, gritarlo, archivarlo y hacerlo conocer para perpetua memoria.

septiembre 01, 2006

El principio



En el séptimo día Dios descansó.

Tenaz obra que coronó con un bostezo

dejando escapar una lágrima

inmenso martillo acuoso que horadó la tierra.

Así naciste,

de un no llanto,

Chuquiago Marka.