junio 20, 2007

San Juan Bloguero Urbandino (6º encuentro)

Como se había anunciado hace algunas semanas, nuestro 6º Encuentro Bloguero Urbandino será en San Juan (sábado 23). Los datos están en la imagen/invitación que acompaña a este post (denle un clik para ampliarla). Para mayores informes: 70149590 - estido@gmail.com.

junio 16, 2007

Primero será el fútbol, luego...

Como buen cholo urbandino, siempre me he sentido muy orgulloso de vivir tan arriba. Este profundo orgullo incluso me ha hecho soltar una que otra cursilería, como la que me salió cuando, estando de paseo en Cusco, una gringa me preguntó “¿Tú eres peruano?”, y yo le contesté “Nooooooooo, yo vivo 3600 metros más cerca de las estrellas”, ocasionando que la mochilera pelirroja abriese ostensiblemente los ojos y replicara, con una mezcla de incredulidad e ignorancia, “¿vives en Hollywood?”.

Y claro, por eso resulta comprensible que sintamos nuestro orgullo pisoteado cuando cualquier hijo de vecino, alegremente, se atreve a vituperar la bendita altitud de la Ínclita. Así de ofendidos nos sentimos, hace algún tiempo, porque cierto DT extranjero señaló que jugar fútbol a esta altura resultaba “inhumano”. Me imagino que dijo eso en medio de la calentura originada por la derrota de su equipo, tratando de achacar a la altura paceña las consecuencias de la mala vida de sus dirigidos, quienes, la noche previa al encuentro, fueron seducidos por las fotos 100% originales de los anuncios XXX de la prensa, y contrataron los servicios de algunas damiselas, con las que no sólo desordenaron las sábanas, sino que también brindaron copiosamente por la belleza del cielo andino. Un partido de fútbol es una actividad física exigente, es cierto, pero no implica ni el 10% del esfuerzo que requieren los placeres del catre; por eso, no es de extrañar que luego de saborear la “carne buena del altiplano” toda la noche, sus dirigidos no hayan tenido el resto físico necesario para patear pelota noventa minutos.

Ahora bien, esa anécdota nos conduce hacia otra barrabasada, pues algunos turistas comenzaron un rumor que, últimamente, está adquiriendo demasiado cuerpo: “en esta altitud, el sexo puede ocasionar infartos o embolias”. Ese disparate carece de sentido, porque con una mínima preparación física y una máxima cachondez, los jóvenes cholos practican sanamente todo tipo de actividades amatorias en las partes más altas de esta ciudad. Así lo pude comprobar hace dos meses, cuando me dirigí hasta el mirador de Alto Pampahasi con la intención de tomar fotos panorámicas de la Ínclita y un par de muchachos corpulentos me impidieron el ingreso, indicándome que los fotógrafos del Extra tenían la exclusividad del evento. “¿Qué evento?”, les pregunté. “La maratón sexual, pues, ¿acaso no sabías?”, me contestaron, empleando un tonito burlón y señalando un afiche contiguo al letrero que identificaba al Mirador; y digo “identificaba”, pues a partir de esa noche los organizadores de la maratón optaron por hacerle una ligera modificación para que el lugar quedase rebautizado como “Tirador”. En fin, el hecho es que al día siguiente todos los atletas sexuales se encontraban muy bien de salud, con amplias sonrisas (incluso los perdedores) y con ganas de volver a competir. Por tanto, quedó demostrado que el sexo se puede practicar/ejercer/disfrutar/padecer a cualquier altitud; aunque, en honor a la verdad, los cholos paceños tenemos la ventaja de poder lograr con más facilidad que nuestras circunstanciales parejas “toquen el cielo”, o que por lo menos lo rocen, porque está bien cerquita. Lamentablemente, ese rumor malintencionado está originando, cada vez más, que las turistas se priven de una experiencia celestial. De cierto modo, se está vetando la actividad sexual en La Paz sólo por su altura, y creo que la Cancillería debería pronunciarse al respecto, pues es un grave atentado contra las relaciones internacionales.

Estos absurdos rumores sobre los efectos de la altura se están diversificando. Hace algunos años era normal encontrar turistas ebrios en los boliches, pues uno de los principales atractivos turísticos de este hueco es la, mundialmente conocida, Cerveza Paceña; sin embargo, desde que se comenzó a hacer tanto revuelo por los 3600 metros, los extranjeros evitan consumir bebidas alcohólicas, pues creen que aquí el trago sube más rápido y que, por ende, existe un gran riesgo de intoxicarse. Conociendo estos antecedentes, no me sorprendió mucho –aunque sí me indignó bastante- que un ciudadano español finalizase un post sobre su viaje a La Paz con una recomendación/veto en mayúsculas: “EN ESA CIUDAD EVITEN LAS BEBIDAS, PUES OS ASEGURO QUE BASTARÁN DOS COPAS PARA QUE VUESTROS CUERPOS DEJEN DE PERTENECEROS”. Me imagino que este hijo de... la madre patria es demasiado pollo o, peor aún, ni siquiera lo debe ser, ya que seguramente todavía no salió del cascarón y por eso es tremendo huevón. Entre paréntesis, este tipo me hizo recordar un chiste que, pensándolo bien, debe nomás estar basado en hechos reales:

-¿Aló? ¿Pepe?
-¡Manolo! ¡Qué gusto escucharos!
-Igualmente, hombre, igualmente.
-¿Y a qué se debe este milagro?
-Pues nada, que te llamo para saber si tenéis tiempo para hacer un viajecillo de la puta madre.
-Tiempo sí tengo, Manolo, pero ¿a dónde queréis viajar?
-¡A La Paz, Pepe, a La Paz!
-¡Joder, hombre! ¿Y eso dónde queda?
-¡Vaya tío más ignorante! Queda en Bolivia, hombre, en Sudamérica.
-¡Hostias! ¿Y para que queréis que viajemos tan lejos?
-Pues nada, que me contaron que allá se folla de puta madre.
-¡Joder leche! ¡Eso me agrada!
-¡Claro! Por eso mismo os he llamado.
-Pero no os quedéis mudo, proseguid, decidme más detallines.
-Pues nada, que me contaron que ni bien uno pisa el aeropuerto ya comienza a follar.
-Noooooo...
-Que sí. Y también me contaron que en cualquier bar, basta con tomar un trago para que se inicie una orgía de puta madre.
-Noooooo...
-Que sí, coño. Además, me contaron que cuando uno entra en el cine no puede ver la película, porque antes de que apaguen las luces ya comienza la follada.
-Joder, Manolo, ¿y quién te contó todo eso? ¿Es gente de fiar?
-Pues claro, Pepe, me lo contó mi propia hermana, coño.


Recordar este chiste me hizo dar cuenta de que los vetos a beber y a follar en la Ínclita forman un círculo vicioso: una turista sobria tiene la posibilidad de reflexionar fríamente y, de ese modo, autosugestionarse sobre el peligro físico de tener sexo a 3600 metros sobre el nivel del mar, y como no quiere arriesgar la vida en un motel paceño, decide mantener su buen juicio evitando el alcohol.

Por el momento, estos “vetos” a los placeres urbandinos no son oficiales; pero si el veto de la FIFA prospera, es muy probable que las autoridades correspondientes de cada país se pronuncien oficialmente sobre otros aspectos que atañen a la altura paceña. ¡Se imaginan! ¡El sexo y el trago podrían ser vetados! Por eso, es de vital importancia que logremos revertir la medida de la FIFA, seamos futboleros o no, pues de ello depende que nuestra “dieta” sexual no quede reducida al chuño y al cuñapé (sin desmerecer ambos manjares, por supuesto).

junio 10, 2007

Minificciones III

En la retaguardia

“Usted, Iriarte, quédese aquí y cave una trinchera de veinte metros”, le había ordenado el sargento antes de partir con el resto del pelotón para intentar retrasar el avance del enemigo. Él, sin dilación alguna, emprendió la tarea con entusiasmo, contento por no haber tenido que arriesgar la vida en la refriega. A medida que avanzaba su labor, llegaba a sus oídos el eco de disparos distantes, confundidos con el griterío aterrador de los heridos. Lamentaba la suerte de sus camaradas, pero, precisamente por eso, disfrutaba cada paleada de tierra.

Al final de la tarde, Iriarte terminó su faena. Salió de la zanja para poder apreciar mejor su obra. “El sargento va a quedar satisfecho”, pensó, creyendo que había cavado una magnífica trinchera; sin embargo, un francotirador se encargó de sacarlo del error: mientras se desplomaba, se dio cuenta que había cavado una desmesurada tumba.

La apuesta

“Dos”, dijo con seguridad y recibió el par de naipes. Sin llegar a desprenderla por completo de la mesa, vio que la primera carta era un rey de corazones. Aunque estaba entusiasmado, su apariencia y actitud no se alteró en lo más mínimo. Levantó apenas un extremo de la segunda carta y descubrió el rey de espadas. Ya no tenía por qué contenerse: volteó sus cinco naipes sobre la mesa y se paró gritando jubilosamente: “Te gané, mierda, te gané”. Su esposa lo miró con indulgencia y suspiró profundamente antes de decirle: “Bueno, pero es la última vez que apostamos quién lava los platos”.

Caso resuelto

Cuando tenía cuatro años, Martina por fin pudo pararse sobre una silla para alcanzar la jaula del canario. Sacó al animal con delicadeza y fue corriendo hasta el baño, donde lo sumergió en el inodoro hasta que se percató que el ave ya no se movía. Luego de un tiempo, le tocó turno al gato; después, al perro, claro que con distintos métodos de tortura. Sus padres, advirtiendo el talento natural que tenía, decidieron alentarla y, sobre todo, profesionalizarla. Así, la inscribieron en una academia de artes marciales, le consiguieron un profesor de esgrima y, cuando tuvo la fuerza necesaria como para disparar con firmeza un arma, comenzaron a llevarla al polígono de tiro para que perfeccionara su puntería. Obviamente, no descuidaron las clases de actuación, pues estaban concientes de que un asesino profesional debía ser un artista del disfraz.

La población, atónita y espantada, se enteró de todo eso cuando la policía reveló los detalles del caso que, tras varios meses de investigación, había llegado a resolver. Con diez años de edad, Martina ya había adquirido los conocimientos necesarios para comenzar a ejercer su oficio. Su padre renunció al trabajo para dedicarse por completo a manejar la carrera de su hija. Sabía que ella generaría bastante dinero y no estaba dispuesto a compartirlo con su esposa; por eso, diciéndole que debía demostrar su frialdad y profesionalismo, le encargó a Martina que matara a su madre y le dio una muñeca nueva como pago. La niña, feliz por la muñeca, aceptó el trabajo sin dubitación y se fue a jugar al patio. Tarareando una melodía infantil, acomodó la muñeca en la canastilla de la bicicleta que su mamá, horas antes, le había dado al contratarla para deshacerse de su esposo. Más tarde, después de un normal y ameno almuerzo familiar, mientras sus padres dormían la siesta, Martina canturreaba “ta, te, ti, ta, te, to, ta, te, tu, el que use serás tú”, marcando el ritmo con los toquecitos que su índice daba a los cuchillos sucios del fregadero...

junio 04, 2007

La Muralla

Si no canto lo que siento
me voy a morir por dentro
he de gritarle a los vientos hasta reventar
aunque sólo quede tiempo en mi lugar.

Luis Alberto Spinetta


No recordaba cuándo fue la última vez que la había escuchado; de todas formas, y aunque la radio del taxi no tenía una fidelidad adecuada, oír nuevamente “Muchacha ojos de papel” rescató del olvido un período de su vida. Tenía unos quince años, pocos más o menos, cuando la voz de Spinetta y las disonancias de su guitarra le abrieron, en la mente y el corazón, un horizonte nuevo, alejándolo del “Para el pueblo lo que es del pueblo” que, con su monotonía y arenga, había tomado el lugar central de toda guitarreada.

El indolente de su hermano, ajeno a los trajines de la época, a las ideas revolucionarias y, por consiguiente, a su música, quién sabe cómo se daba modos para conseguir cintas de ese músico argentino que insertaba poesía en melodías inverosímiles. Así, seguramente en una tarde de ocio, antes que escuchar alguna marcha militar en la radio, prefirió escarbar entre las pertenencias del hermano y poner en la radiograbadora la primera cinta que pudo rescatar de entre ese caos de ropas, botellas, toallas, libros, cuadernos, discos, y otras tantas porquerías que ni siquiera eran identificables. Apretó el “play” y cambió su vida: la voz del Flaco penetró sus oídos y los desvirgó, reventando el himen que durante tantos años le había obstaculizado el placer de sentir la buena música.

El cambio fue notorio, y eso le hubiera costado ser repudiado por su pequeño grupo de revolucionarios trasnochados, de no haber finalizado, justo ese año, la larga presencia de las dictaduras en la conducción del país. Para Boris, democracia fue sinónimo de rock.

De su primera vez con el Flaco, a comprarse una guitarra y comenzar a tocar y cantar él mismo las canciones de su ídolo, transcurrieron apenas algunos meses. La labor no fue muy fácil, pues los acordes de Spinetta eran de una complejidad extrema; sin embargo, con las ganas que le puso y los sabios consejos de su vanguardista hermano, en cosa de un año, Boris ya amenizaba guitarreadas con las melodías de ese gaucho magistral. Y no faltó algún destetado con ínfulas de musicólogo que le dijera que esa música era de los setentas, simple resabio de una rebeldía pasada de moda. Pero Boris sólo respondía con una mirada de desprecio; el Flaco jamás sería anacrónico.

Años después, con la melena crecida y una barba incipiente contrastando con la palidez de su rostro, se alejó de las guitarreadas para ganar espacio en boliches subterráneos, en compañía de tres amigos que lo secundaban en el escenario: Boris Paredes había formado el grupo La Muralla. Con el ego bastante crecido, mucho más luego de fumarse unas yerbas buenas –como él decía–, no tenía el menor pudor a la hora tomar el micrófono y, con voz de trasnoche, proclamar que él era como un muro de contención que evitaba que la buena música se derrumbara finalmente en este país.

No, definitivamente no recordaba cuándo había escuchado por última vez la voz del Flaco; pero sí tenía en la memoria la última vez que había entonado una de sus canciones. Fue la misma vez que el dueño de La Caverna le dijo que la onda había cambiado: “No es nada personal, viejito, pero tu grupo ya no tiene público. Si por lo menos te decidieras a grabar algún disco, a meterle más ritmo a las rolas... quién sabe, talvez así...”. Sólo una mirada de desprecio, nada más, ese ignorante no se merecía ni siquiera el “hijo de puta” que Boris tenía atravesado en la garganta. Él jamás iba a someterse a la tiranía comercial de las disqueras. “Si aquí no nos quieren, ya encontraremos otro lugar donde sepan apreciar la buena música”, les dijo a sus compañeros, quienes para ese entonces ya habían hecho algunos contactos y tocadas clandestinas con otras agrupaciones, menos fieles al rock, pero que ofrecían, en una sola presentación, los ingresos que La Muralla no recaudaba en un año entero.

La muralla se fue derrumbando ladrillo a ladrillo, y ni siquiera el pilar principal pudo resistir el embate del huracán.

En cosa de dos meses, el grupo se disolvió y sus intentos de formar otro fracasaron rotundamente. Agobiado por algunas deudas, incitado por los ex compañeros, atraído por los billetes, Boris Paredes se fue acercando, poco a poco, a las movidas tropicaleras que reinaban en los boliches de la ciudad. Al principio, asistía a las presentaciones de sus ex compañeros sólo por evitar la soledad que comenzaba a aprisionarlo. No podía dar crédito a lo que sus ojos veían y, menos aún, a lo que sus oídos escuchaban: los muchachos, enfundados en cuerinas ajustadas, tocando sucesiones de cuatro acordes comunes, acompañaban a un gordito fosforescente que agitaba permanentemente sus rulos artificiales, dotando a su mímica de un histrionismo exagerado, mientras berreaba: “que no quede huella, que no y que no, que no quede huella...”.

Si ese desorejado podía congregar a unas quinientas personas sólo con el respaldo de un ritmo pegajoso, sin prestar la menor atención al tono de la canción, él podía llenar estadios. Conseguir grupo no fue difícil, sus cualidades vocales eran innegables. Pero claro, con eso no bastaba; todavía tuvieron que pasar algunos meses hasta que el ritmo le fue familiar y pudo comenzar a contonearse con la soltura del gordito encrespado.

El debut no fue auspicioso; no porque el grupo fuese malo, sino porque ya había demasiada competencia. A pesar de ello, quedó gratamente sorprendido cuando se realizó la repartición de las ganancias. Si así les iba en una mala noche, después de unos meses, cuando ya estuviesen más consolidados en el ambiente tropicalero, calculó, ganaría lo suficiente como para liberarse de deudas, ahorrar una buena suma que le permitiera vivir austeramente un par de años y dedicarse, aunque tuviera que hacerlo solo, a entonar las canciones de Spinetta.

Los meses calculados pasaron sin pena ni gloria. Y así vinieron otros más, hasta que sumaron tres años. Su grupo era una suerte de equipo de media tabla, no tan malo como para descender, ni tan bueno como para campeonar. Boris se encontraba tan desanimado como resignado, y de repente, mientras caminaba por una calle del casco viejo, vio una tienda de instrumentos folklóricos e inmediatamente surgió la idea, ese momento de iluminación que puede transformarlo todo. Por qué no introducir esos instrumentos al grupo, combinar ritmos nacionales con la pegajosa cumbia; no se perdía nada intentando. Sus compañeros no aceptaron de buen agrado la sugerencia, pero su insistencia y la amenaza de dejar el grupo si no lo complacían determinaron el nuevo rumbo musical –no muy alejado del anterior, por cierto– de Los Indomables.

Durante los ensayos, un aire de “se los dije” aparecía en la mirada de Boris cada vez que contemplaba el disco de oro que habían ganado. Su idea los había lanzado al primer puesto en las radios especializadas; tocaban de miércoles a domingo, ya sea en discotecas o fiestas particulares, con frecuencia salían de viaje al interior del país para realizar presentaciones y no faltaban las oportunidades para llevar su cumbia chicha más allá de las fronteras.

“...sueña un sueño despacito entre mis manos...”, seguía el Flaco en la radio, mientras el taxista, de tanto en tanto, levantaba la vista para observar por el retrovisor ese rostro que le parecía familiar. “Tú cantabas en La Muralla, ¿no?”, le dijo a Boris, sacándolo de sus recuerdos.

–¿Qué?
–Tú cantabas en ese grupo que tocaba canciones de Spinetta, ¿no?
–Ah, sí. Hace mucho tiempo ya.
–Sí pues, yo los fui a ver unas cuantas veces al boliche ese, ese... cómo se llamaba pues... la... la...
–Caverna. La Caverna.
–Sí pues, La Caverna. Lindo era ese local. Buena música, buena onda... pero después se ha jodido. Ustedes dejaron de tocar y vinieron otros grupos que hacían cosas más de moda, sin tanto sentimiento, ¿no?
–Sí, tuvo su buena época.
–Sí pues. Pero a ti casi no te he reconocido, has cambiado harto.
–Los años no pasan en vano...
–No, no es eso. Estás con otro aire, medio cambiado... no sé. ¿Ya has dejado la música?

Seguro lo estaba jodiendo, por lo menos eso pensó Boris. Cómo podía ser posible que no le haya escuchado cantar alguno de sus grandes éxitos, sobre todo el que estaba de moda, una reedición con injertos folklóricos de “Que no quede huella”. Era líder del grupo más exitoso, revolucionador de la cumbia chicha, ¿y este tipejo no lo sabía? Sin embargo, a pesar del orgullo herido, estaba conciente de que el taxista tenía razón, había cambiado mucho. Y mientras los acordes de la guitarra del Flaco, que se entremezclaban con sus pensamientos, comenzaban a atormentar su memoria, una nostalgia inmensa, de esas que fácilmente devienen depresión, lo invadió de repente.

–Creo que sí, hace tiempo ya no hago música.
–Qué pena, bueno era tu grupo.
–Los años no pasan en vano...

Y el recuerdo llegó. Un flash del pasado que lo encandiló, alejándolo de sus ansias previas, del nerviosismo agradable con el que había abordado el taxi. Era una gran noche, tenían que abrir el Festival Internacional de la Cumbia, un evento importante que por primera vez se organizaba en su ciudad. Sí, por fin recordó. Fue el día que cumplió veintitrés años. Sus compañeros de música habían organizado una tocada en su honor, con muchos invitados que alternaron en el escenario. Luego, se habían quedado en La Caverna para proseguir el festejo en compañía de varios discos del Flaco. Ebrios, compartiendo porros, juraron solemnemente dedicar sus vidas a rendir tributo musical a Spinetta. Sí, esa fue la última vez que lo había escuchado.

–¿Y no piensas volver a tocar?
–Tal vez.
–¿O la cumbia ya te ha agarrado?
–¿Qué?
–Es que como estás yendo al festival...
–Ah. No. Vivo por ahí.
–Qué huevada, te van a torturar los chicheros. Lo que es yo, jamás pongo esas radios tropicaleras en mi auto. Spinetta, Charly, Fito, a veces algunas bandas mexicanas, rock nacional, toda esa onda, tú sabes, el rock es más que música; creo que tú dijiste en un concierto algo así, no me acuerdo bien, que el rock es una filosofía, una forma de vida, ¿no?
–Ah... Sí, yo lo dije; eso era... eso es el rock.
–Bueno, ya llegamos. Que la pases bien.
–¿Cuánto te debo?
–No es nada, viejo; ha sido bueno charlar con un rockero de la vieja guardia.
–Gracias.

Bajó del taxi rápidamente y corrió hacia la puerta de ingreso de los artistas. Parecía como si quisiera escapar de la mirada curiosa del chofer. Saludó displicentemente a los conocidos y se encerró en su camerino. “Te has atrasado, pendejo, en quince minutos tenemos que subir al escenario”, le gritó una voz del otro lado de la puerta, “apurate”. Boris estaba listo, había preferido ir cambiado a la actuación, pues se sentía orgulloso del atuendo que esa noche iba a estrenar. Se miró al espejo y casi no se reconoció. La voz del Flaco le había hecho retroceder en el tiempo y le costaba identificarse con el gordito del espejo –enfundado en un traje de cuero negro, con flecos en las piernas y mangas, las botas con punta de metal, y el cabello rizado en peluquería–, tan lejano de aquel muchacho esmirriado que vestía jeans deshilachados, despreocupado totalmente por la apariencia física, con el cabello largo y lacio, que empuñaba su guitarra con firmeza para tocarla con pasión. Su guitarra, ¿qué sería de ella? Nunca la volvió a tocar. ¿Para qué?, si él era el vocalista, la estrella. Además, las disonancias de su compañera no servían para la cumbia. “Ya es hora”, le gritaron. Salió del camerino y buscó al guitarrista del grupo.

–Pepe, ¿trajiste tus dos guitarras?
–Sí, ¿por qué?
–Prestame una.
–¡Para qué!
–Quiero hacer algo diferente.
–¿Qué cosa?
–Quisiera hacer una canción yo solo, antes de tocar nuestro hit.

Pepe lo miró contrariado, pero Boris era el líder. Accedió. Subieron al escenario precedidos de una grandilocuente verborrea del presentador. Recibimiento atronador. Aplausos, gritos, “Boris, te amooooo”. Los Indomables dieron comienzo al Festival. Una tras otra sus canciones fueron coreadas y bailadas por el público. Se acercaba el fin de la actuación, debían tocar su hit. Boris le pidió la guitarra a Pepe. Los demás integrantes del grupo se miraron sin entender nada. “Creo que se le ha ocurrido algo nuevo para introducir el tema”, les dijo Pepe para calmarlos.

Se acercó al micrófono, agarrando temblorosamente la guitarra. “Hace muchos años, cuando muchos de ustedes eran niños, yo me inicié en la música...”, el público calló, “...tocando unas canciones bellísimas...”, algunas sentimentales comenzaron a lagrimear, “...y hoy quisiera compartir con ustedes, mi público, que siempre me ha apoyado...”, los aplausos brotaron espontáneamente, “...esa parte de mi vida”. En medio de la ensordecedora aclamación de los presentes, Boris comenzó a tocar los acordes del Flaco. “Muchacha ojos de papel, a dónde vas...”, el publicó calló, “...quédate hasta el alba...”, sus compañeros se miraron perplejos, “...muchacha, pequeños pies, no corras más...”, las sentimentales recogieron sus lágrimas, “...quédate hasta el alba...”, algunos silbidos se escucharon, “...sueña un sueño, despacito entre mis manos...”, Pepe se acercó a sus compañeros, “...hasta que por la ventana suba el sol...”, la rechifla se hizo general, “...muchacha, piel de rayón, no corras más...”, el baterista miró a Pepe esperando la señal, “...tu tiempo es hoy...”, algunas latas de cerveza llegaron violentamente al escenario, “...y no hables más muchacha, corazón de tiza...”, Pepe bajó el brazo con energía, “...cuando todo duerma, te robaré un color...”, el baterista entendió la seña y comenzó a marcar el ritmo, acompañando el canto de Boris. Inmediatamente, los demás se acoplaron. Boris los miró de reojo y le fue imposible no dejarse llevar por el ritmo que sus compañeros habían comenzado. La canción del Flaco quedó convertida en tropicalera introducción del hit, pues con una diestra maniobra, Pepe empezó a llevar la melodía hacia la canción que tanto éxito les había dado. Boris, impotente, resignado, comprendió la intención del guitarrista y comenzó a cantar con la voz quebrada, cosa que originó una aclamación espectacular del público, el hit de Los Indomables. “Esta canción que traigo, amigo, es una más de dolor...”, se escuchó en el Festival, mientras un par de lágrimas jugaban veloz carrera sobre las regordetas mejillas de La Muralla.





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EL JUEGO/DESAFÍO SIGUE EN PIE, CONTINÚEN ESCRIBIENDO.