noviembre 30, 2006

A Roberto Cáceres, mis disculpas.



Entre los que, de una u otra manera, ya nos conocemos, hicimos una cadena de mails para organizar la segunda toma(da) bloguera. Uno de lo mensajes fue enviado por Roberto Cáceres (Estante Boliviano), y yo no supe entender sus palabras. A raíz de ello, hice una aclaración por la misma vía, que, según me parece, también fue mal entendida.

Por este motivo, públicamente quiero pedir MIL DISCULPAS A MI AMIGO, COMPAÑERO Y COLEGA, ROBERTO CÁCERES.

Roberto, respeto tu opinión y la de cualquier otro, pero asumo que comprenderás que a veces los malentendidos se producen; esto es normal, lo raro sería que, siendo partícipes de la misma causa, no podamos aclararlos. Siento una vergüenza inmensa por haber expresado opiniones poco afortunadas que, sin embargo, tenlo por seguro, jamás tuvieron el afán de censurar tus puntos de vista.

Compañero, nuevamente, acepta mis disculpas.

No hay primera sin segunda



Debido a que el actor principal, Rondeldía, decidió fugarse a Santa Cruz con una dama de compañía, tuvimos que cambiar el argumento del film para ajustarlo al perfil histriónico de nuestra nueva estrella: CÁPSULA DEL TIEMPO, quien ya llegó a la ínclita para incorporarse a la filmación.

Por eso, convocamos a todos los blogueros, comentaristas, críticos, etc., a la segunda toma(da) de la más reciente producción cinematográfica nacional:


FARRA BLOGUERA


Esta vez, cambiaremos de locación y comenzaremos el rodaje en el ANTIQUE BAR (ex Shopería), mañana, viernes 1º de diciembre, a las 21:30.

¡Los esperamos!

noviembre 28, 2006

Mañana estreno reloj

Podrido fin de semana
no encuentro nada que hacer
ciudad de cristos y hampones
quién podrá saciar mi sed.

Tango feroz



-Con el Yerbas no se juega, Teco, si no le pagamos, estamos jodidos.
-Y de dónde mierda vamos a sacar plata.
-Yo qué sé. Algo hay que carburar.
-Mejor jugamos oculta-oculta unas semanitas, hasta conseguir billete.
-Tas loco. Él sabe dónde vivimos, si no nos jode a nosotros, puede joder a nuestras familias.
-Puta, todo es tu culpa. Yo te dije que no vayamos a su boliche, nada es gratis con ese cuate.
-No me jodas, bien que querías mandarte un vuelo, yo no te he obligado.
-Ya, no te rayes. Alguito se nos va a ocurrir.

Omar podría haber ido a otro médico, uno mejor, uno más caro, pero prefirió decirle a su madre que el doctor costaba cien, cuando en realidad ese matasanos le cobró veinte. Ochenta pesos libres para su guitarreada tradicional de viernes. Omar, más conocido como el Tomar, podría haber recibido un buen diagnóstico, y en vez de antibióticos le hubieran recetado un par de desinflamantes. Así, el Tomar habría podido beber como de costumbre, hasta quedar dormido en la mesa, apoyando la cara en su vómito. Con antibióticos, no. Con antibióticos en el organismo no podía embriagarse. El Tomar podría haber empezado el tratamiento el sábado, pero decidió mostrarle la receta a su madre para que fuese más creíble el pago de cien pesos al médico, y ella le obligó a comenzarlo de inmediato. El Tomar podría haber sido un poco menos ignorante, un poco más curioso, un poco menos ingenuo, y haber sabido que beber con antibióticos no hace daño, sólo interrumpe el tratamiento. El Tomar podría haber hecho muchas cosas, pero sólo hizo una, la que siempre hacía los viernes.

El Teco y Joaquín trataron de vender algo de ropa, algunas cosas que pudieron sacar de sus casas, pero ni con eso lograron reunir lo que adeudaban al Yerbas. Sabían que era imposible pedir una prórroga, por lo menos sin salir medianamente golpeados. Y Joaquín, que siempre se había hecho conocer por buen pugilista, macho a toda prueba, no podía permitir que toda su imagen se derrumbara por una deuda estúpida. Fue cuestión de tiempo y suerte: tenía que pagar al día siguiente, estaba presionado, y su padre, con una gripe muy fuerte; el viejo no podía salir a trabajar esa noche, o sea que el taxi estaba libre. Sólo tuvo que poner cara de inocente al hablarle, Che, papi, esta noche prestame tu taxi pa que trabaje, así me gano unos pesitos pa mis libros. Y el viejo, agobiado por el resfrío, sorprendido por la voluntad del primogénito badulaque, pronunció el sí en medio de un estornudo, señalando con el kleenex el lugar donde estaban las llaves. Todo arreglado, tenía que contactarse con el Teco.

-Ya está, Teco, esta noche vamos a conseguir billete, mi viejo me ha prestado su móvil.
-No seas cojudo, ni laburando toda la semana conseguimos pa pagarle al Yerbas.
-A ver, huevoncito, con quién crees que estás hablando.
-Ya, no te rayes. Pero ubicate...
-Ubicate vos, so pendejo. No vamos a veinticuatrear como pelotudos, sólo vamos a rumbear por las calles hasta encontrar algún borracho. Lo llevamos hasta una calle oscurita y ya está, le birlamos todo lo que tenga. Si no alcanza, buscamos a otro.
-Puta, viejo, eso está turbio...
-¿Prefieres que el Yerbas te alargue la sonrisa?
-No, pero...
-Pero nada. ¿Eres macho o no?
-No jodas, sabes que sí...
-Entonces, listo el bisnes.

El Tomar está aburrido. Los demás cantan desafinadamente, en una lucha de alaridos por el destaque de solista. El Tomar no sabe qué hacer. Toca la guitarra, trata de afinar, pero la sarta de ebrios lo perjudican en su intento. Maldice al médico, a los antibióticos, a sus amigos. Ni siquiera le dan ganas de acercarse a alguna chica; sin tragos encima, ninguna mujer es linda. Enciende un cigarrillo, hace argollitas de humo, mata el tiempo como puede, fingiendo entender los chistes, simulando carcajadas, soportando las burlas. Aun así, el tiempo pasa ligero. Mira su reloj, son casi las tres. Mejor irse. Sin el alcohol en la cabeza adquiere conciencia. Su madre, como siempre, le ha dado permiso hasta las dos, más por costumbre, por ejercer su rol, pues sabe que el Tomar jamás cumple. Hoy sí va a cumplir, o por lo menos se va a acercar. Se pone la chamarra, sin decir nada, se para y se va. Nadie se da cuenta.

Puta qué frío. Yo debía manejar. Hasta qué hora tendré que esperarlo a este boludo. Hecho al macho. Carajo algún día le voy a medir el aceite. Le pagamos al Yerbas y todo termina. Juro. La cana nunca va a sospechar sólo agarran a los prontuariados. Puta que fríooooo. Si le pongo un trotecito. Yaaaa. Nica. Que se apure. Que se apure. Diosito diosito dame calorcito. Carajo hasta poeta me estoy volviendo. Huevadas estoy pensando. Si conseguimos buen billete rajo a un putero. Piernitas ricas calientitas. Ay carajo que frío. La próxima manejo yo que no joda. Yaaaaa. La próxima. Nica. No hay próxima. Nunca más hago esto. Juro diosito. Mañana mismo voy a pirar. Nunca más voy a buscar vuelo con el Joaquín. Pendejo. Hecho al de los contactos. Maraco de mierda. Jura que el Yerbas es su cuate. Carajo si fuera cuate no nos cobraría. Pero pa joder borrachos machito el pendejo. Y ni siquiera él va a laburar. Yo voy a tener que noqueralo al yuca. Ni modo. O él o yo así nomás es la vida. Con un jalecito sería más fácil. Ahí viene el huevón. Una persinadita pa que diosito de fuerzas. Listo. Ahora que pare.

Me cago. Justo hoy no hay ningún pija. Por lo menos la música está buena. Los Indomables son muy buenos. Está canción que traigo amigo es una más de doloooor. Puta que son buenos. Si sobra algo después de pagarle al Yerbas me compro una viola. Listo. Ese huevoncito me está haciendo parar. Parece de chichis. Qué cara de cojudo. Hecho al pendejo debe ser. Ocho. Diez. Doce. Cuánto le digo. Puta ya ocho nomás para que se anime. Si le decía quince seguro pagaba. Qué importa. Ocho o quince es lo mismo con tal que tenga más en la billetera. Sus gambas están bien. Unos cincuenta nos van a dar los albertos. El reloj parece original. Ese se queda para mí. Qué le pasa. Haciendo gestos el huevón. Seguro no le gusta la música. Jailoncito pelotudo. Qué querrá pues. Que se joda por boludo. Poray se baja. Mejor cambiaré de radio. Nega nega. Si se baja lo teso yo mismo. Ojalá el Teco esté esperando tranquis. Ese maraco poray se ha ido. Caga si se ha ido. Ca ga. Mañana le saco su puta. Y si se mariconea también. Carajo hay que ser machos para esto. Y ese es un meonci... Ah más bien no se había ido. Cagaba el boludo. Sí. Sí. Sí. A Miraflores voy. Este pelotudo seguro se cree actorcito. Y este otro pelotudo qué me mira feo. Que no me joda.

Antibióticos. Doctor de mierda. Claro que su hijo se chupa con o sin. Toda la noche hueveando. Yo no soy así cuando chupo. Mearse en la puerta del baño. Métale al trago los mangueros. Qué lejos estoy qué lejos estoy. Ni cantar pueden. Ya la pagarás no llores Brenda. Hasta la letra le cambian los cojudos. Las tres. Mi vieja me va a cortar las dos. Y ni siquiera he chupado. Antibióticos. Doctor de mierda. Ni un puto taxi. Debía sacar el bólido. Doce pesos es. Ladrones. De día ocho nomás cobran. Pero que no me jodan ahorita. Doce. Doce les voy a dar. Ocho y punto. Y ese pendejo qué me mira feo. Por un garrote se cree paco. Ya no me mires. Quieres tu laque en el orto. Ni un puto taxi. Mira ese bolas lo que buitrea. Está como para bolsiquearlo. Que ni me mire. Seguí buitreando cabrón. Mirame y te parto la nasa. Allá hay un taxi. Dime doce y cagas. Que pare este pendejo. Mi vieja me va a cortar las dos. Me emputa rogarles. Ocho y punto. Qué dice este pendejo. Baja tú música huevón. Ocho y punto. Más bien parece buen tipo. Que suerte. Sólo tengo ocho. Pero me decía doce y le partía el alma. Puertas automáticas. Buen coche este cholo. Pero si ve mi bólido se caga de envidia. Lo que faltaba. Pobre cabrón. Pastillas de amnesia. Porque no se toma veinte para olvidar esta música de mierda. Y su perro jodiendo. Moviendo la cabeza. En una que se descuide le parto la cabeza al perro. Y sigue moviendo. Quién sería el cojudo que inventaría estos perros. Pastillas de amnesia doctor donde venden. Que hijo de. Y mi doctor un huevón. Antibióticos. Su hijo se chupa igual. A la mierda. Este pelotudo va a hacer subir a un borracho. Eso más este cabrón. Le digo o no. Va ser para sacarme la mierda. Pero sólo le voy a pagar cinco. Que me diga ocho. Caga. Cinco y punto. El borracho que pague tres. Por qué no pondrá música decente. En su vida ha debido escuchar Pink este cholo. Puta. De paso bolivarista. Calcomanía de a quivo. Así nomás son. Cholis cholos. Con razón. Uno del tigre tendría Pink. Pero así fuera del tigre cinco y punto. El borracho que pague. Y que no empiece a roncar. No jodas. Que no empiece a buietrear. Me bajo. Juro que me bajo. Y este pendejo que apague su radio. Mejor le pongo una siesta. Me duermo y los sacudo de un pedo. Ja jaja ja jaja. Seguro lo hago buitrear al borracho. Ja jaja ja jaja. Mierda mierda mierda. Qué pasa cabrones. Puta no entran mis dedos. Mierda. Mi nasa. Hijo de puta. Mis dedos no entran. Carajo mis dedos no entran. Huevón. Me suelto y cagas. Maracos maleantes. Mierda mis dedos no entran. Un cana. Un cana. Mirá cabrón. Carajo mirá. Mis dedos no entran. Mirá. Cana cojudo. Cagan. Me suelto y. Te voy a partir las bolas choli ladrón. Mierda mis dedos no entran. Te voy a matar. Soltame te voy a matar. Que vea alguien. Carajo. Alguien. Mis dedos. Mi cuello. No entran. Soltame pendejo. Vas a cagar. Cabrón. Yo mato. Soltame. Soltame por favor. Sólo tengo ocho. Mierda. Por favor por favor. Mi vieja. Por favor. Mierda. Por favor. Mi vieja. Soltame. Por favor por favor. Mi vie. Por fa. Por.

Joaquín estacionó el auto al lado de un basural; se bajó y encendió un cigarrillo. En la oscuridad del momento, el Teco sólo podía ver la vibración de la punta incandescente: Joaquín temblaba, tal vez por el frío, o quizá por lo que acababan de hacer. Y el Teco queriendo hablar, queriendo no pensar en lo ocurrido, en su metida de pata, en su fuerza bruta. Juaqui, Juaqui, ya pues, qué hacemos, pero Joaquín seguía fumando, calmando poco a poco la tembladera. Juaqui, qué hacemos, mierda, qué hacemos. Ya callate, pendejo, no metas bulla. Pero Juaqui... Te has pasado, huevón, a ver, fijate bien, poray sólo está desmayado, poray no lo has tesado. Puta madre, no respira, Juaqui... Hablá suave, carajo. No respira, Juaqui, lo hemos timbrado. ¿Hemos?, hemos suena a manada, pendejo, vos solito la has cagado. No jodas, Juaqui, no ha sido queriendo, el cojudo estaba pataleando, hasta vos le has dado un ñapi en la nasa, mirá, mirá, carajo, le has partido la nasa. Ya callate, huevón, más bien lo bajaremos del auto. Joaquín botó la colilla y metió medio cuerpo al auto, ayudando al Teco, que extrañamente se mantenía calmado. Ahora qué. Ahora, un puchito pa calmarnos y nos vamos. Pero, Juaqui, alguien nos puede chequear. ¿Aquí?, es un callejón, pendejo, nadie nos está viendo, tranquilizate. Estoy tranquis, no pasa nada, estoy tranquis. Puta, un sangre fría has resultado. No jodas, ¿qué más puedo hacer?, ¿o vos estás de miedo, Juaqui? Cojudito, ¿yo de miedo?, ni cagando, pero la primera vez siempre es jodida. ¿Y cómo será la segunda, no? Qué te pasa, Teco de mierda, te has timbrado a un men y ya estás queriendo repetir. Sólo estoy jodiendo, Juaqui, esta es la primera y la última. Oye, huevón, ¿por lo menos le has sacado la billetera? Pensé que tú... ¿Yo?, huevonazo, yo estaba con las manos en el volante. Puta, no te rayes, ahorita chequeo. El Teco registró al Tomar, que yacía de espaldas en medio de papeles mugrosos, cáscaras fétidas, pañales desechables, mierda de perros, o de gatos, o de humanos, con la cara bañada en su propia sangre y el cordón de zapatos aún en el cuello. No tiene mucho este boludo, sólo setenta. Sacale las gambas y el reloj, pero ése es para mí. ¿Y la charra, Juaqui? Ya no pues, imbécil, ya está manchada con sangre, pelotudo, ¿no miras? Ya parala, Juaqui, te estás pasando de pendejito, meta y meta a insultarme. ¿Y qué vas a hacer, por matar a un cojudito por la espalda crees que puedes conmigo? El Teco lo miró con rabia, pero conocía bien la habilidad pugilística de Joaquín, así que prefirió contenerse una vez más; ya habría tiempo, después, para ajustar las cuentas. Ya, ya, no te rayes, Juaqui, sólo estoy jodiendo. Pues ya no jodas. A ver, setenta, más lo que nos den por las gambas, tal vez diez, tenemos ochenta, ¿qué tal si vendemos el reloj también?, luego te consigues otro. No, Tequito, el reloj es mío, mejor dámelo de una vez, boludín, no vaya ser que te aficiones. Puta, entonces sólo tenemos ochenta. Yo debo ciento veinte, y tú, noventa. Yo tengo los treinta que reunimos con la venta de ropas, Juaqui, con eso más ya tenemos ciento diez, nos faltarían cien, otro trabajito esta noche y estamos arreglados. En realidad sólo faltan diez, Teco. No pues, Juaqui, faltan cien, en total debemos doscientos diez, alcanzó a decir el Teco antes de que Joaquín le pusiera un cordón alrededor del cuello y apretará con toda la fuerza que disponía. El Teco intentó zafarse, pero sus dedos no entraban, su garganta y el cordón parecían una sola cosa. La vista se le fue nublando y comprobó que, contrariamente a lo que contaban, en pocos segundos es imposible que toda la vida pase frente a los ojos del que muere; sin embargo, sí podía escuchar las palabras jadeantes de Joaquín, Tas mal, Tequito, sólo me faltan diez, con lo que me den por tu charra mi deuda está pagada, huevoncito, y mañana estreno reloj.

noviembre 27, 2006

Fe dominguera


Domingo, 06:45. Repican las campanas del templo, anunciando desde su resonante oquedad de bronce el pronto inicio de la primera liturgia dominical. Los vecinos, maldiciendo la bendición de colindar con una de las propiedades de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, se deslagañan los ojos, resignados y acostumbrados a los bullicios de la fe.

07:00. Con notoria satisfacción, pues se ha batido el record de concurrencia, el cura observa a las diecisiete ancianas que murmuran contrapunteando la oración correspondiente a la última bolita del rosario. La primera misa no cuenta con el apoyo musical de los muchachitos guitarreros que todos los domingos, sagradamente, ofrendan su talento al altísimo, no tanto por fe, como por preferir el sermón litúrgico al paterno, ya que después de haber farreado viernes y sábado, la armonía familiar sólo puede recomponerse con esa demostración de apego a los valores cristianos. Sin embargo, su ausencia pasa desapercibida, no sólo porque el párroco demuestra sus dotes de barítono interpretando a capela los cánticos tradicionales con su grave voz amplificada por los parlantes prendidos en cada pilar del templo, sino también por las agudas voces de las doñitas que, quién sabe por qué, siempre juegan a la soprano recurriendo al falsete para lograr registros inverosímiles. Cualquier escéptico, cualquier hombre de ciencia que no cree en las virtudes curativas de la fe, tendría que revisar su postura al apreciar cómo esos diecisiete frágiles cuerpos que entraron arrastrando los pies, se precipitan en carrera hacia el altar cuando el sacerdote anuncia la comunión, como si la primera hostia fuese la más rica, la más bendita o la menos guardada. “Yo sé lo que te digo –me comentaba un amigo–, no ve que mi primo es cura, y él me ha contado que la primera hostia viene cargadita; es que como los cristianos les estaban quitando feligreses, los padres se han tenido que idear formas de retener a sus creyentes”. Honestamente, no creo que esa versión sea cierta; bueno, no quiero creerlo, pues no me gusta imaginar a mi abuela desesperada por colearse en la iglesia.

08:45. El bronce vuelve a rugir para recordar, a quienes ya están despiertos, que tienen otra oportunidad para acudir al templo y escuchar cuán pecadores son; a quienes aún duermen, les recuerda que deben trasladarse lo más pronto posible.

09:00. El cura, sin haber encontrado nunca a alguien que pudiera darle una respuesta coherente, vuelve a preguntarse por qué carajos tiene que haber misa de nueve los domingos, si es sabido por todos que a esa hora no viene nadie. Pero antes de caer en otros pecaminosos cuestionamientos, se da un golpe en el pecho para castigarse por semejante herejía, e inicia el ritual para las dos viejitas que, seguramente queriendo el repete de hostia, siguen es sus bancas desde la siete.

10:45. La ciudad comienza a despertar en serio, las campanas apenas se hacen escuchar en medio del ruido de motores, bocinas, llantos, “helaaaaaaaados, heladiiiiito, helaaaaados”, “ssssalteeeeeñas, tucumaaaaanas”, etc. Con ropa dominguera, las familias católicas salen del hogar para renovar su fe.

11:00. La iglesia está atiborrada de fieles. Hay cierto aroma en el ambiente que trae a la memoria el olor cervecero de las cantinas del centro. Tal vez en otro país, la imagen de la concurrencia sería interpretada como una conmovedora muestra de fervor religioso, pues los ojos colorados deberían su tonalidad a llanto provocado por la emotividad de la ceremonia; sin embargo, aquí, la rojiza apariencia ocular se debe al chaqui colectivo originado por el metanol sabatino. Al finalizar la eucaristía, como buenos cholos, los maridos católicos cargarán con su familia hasta algún restaurante para darle un día de descanso a su esposa, y se secarán una cerveza helada con la esperanza de nivelar la sangre y recomponer el cuerpo, antes de comenzar a tragar la comida con apetito extremo y modales reducidos.

20:30. Casi empujado por el sacristán, el último feligrés sale de la iglesia tratando de sumergir su mano en la fuente del agua bendita, a esas horas ya bastante turbia, sin poder lograrlo, pues el ayuco parroquial hace valer su autoridad eclesiástica para desalojarlo del templo con impaciencia farisea y brusquedad filistea. Antes de escuchar algún reclamo, cierra el enorme portón y se dirige a la sacristía para liberarse del atuendo monaguillesco. Está muy cansado, prefiere posponer las labores de limpieza hasta el día siguiente. Eso sí, apaga las velas de todos los altares y recoge todos los residuos en una bolsa, pues a él le sirven como materia prima en la producción de cirios, negocio en el que se desenvuelve con sagacidad judía desde hace tres años. Se acerca al altar principal, desenchufa el entramado luminario y, solemnemente, se pone de hinojos para persignarse tres veces, despidiéndose así del Cristo crucificado, antes de enfilar hacia la calle con un buen surtido de hostias especiales en el bolsillo.

noviembre 25, 2006

Farra bloguera

No tengo las neuronas suficientes como para hacer la crónica de la reunión bloguera urbandina de anoche, que se prolongó hasta la mañana de hoy. Por eso, sólo dejo estas imágenes. Acudieron a la cita los y las responsables de: VIVENCIAS, SOLILOQUIO DE COLORES, AMBARVIOLENTA, EL PERRO RABIOSO, RODEADO POR LA NOCHE, RON DEL DÍA, TE UBICAS QUE, CICATRIZANDO Y CRÓNICAS URBANDINAS.


noviembre 24, 2006

Farra bloguera



El bloguero urbandino RONDELDIA llega hoy a la ínclita ciudad; la ocasión es oportuna para reunirnos y conocernos de una manera menos virtual.

La cita es hoy viernes, a las 22:00, en el Bocaisapo.

En la pared, detrás de nuestra mesa, colocaremos un cartel que dirá: “URBANDINOS SIN TECLADO”, para que sea fácil ubicarnos.

Vengan todos los que quieran y puedan.

Basta de imaginarnos con caras supervegea; no tengamos vergüenza por ser más lindos que los demás y presentémonos en el Boca esta noche.

PD: Los demás blogueros residentes en LA PAZ, por favor copien este post y publíquenlo en sus blogs para que la reunión se difunda.

noviembre 22, 2006

Antes del ocaso

Por favor tenme miedo
tiembla mucho de miedo mujer
porque no puede ser.
Fernando Delgadillo


Caminas sin prisa, la buscas: ¿la ves? Te detienes, giras la cabeza: ahí está. Te diriges hacia ella, no la miras, pasas de largo. Te vas, no te animas a hablarle. ¿Nunca le dirás lo que has estado haciendo? ¿Nunca le dirás que te llamas Gabriel Astrada? Abordas un taxi, vas a casa, a planear otro encuentro. Hablas con el taxista: le preguntas su nombre. Siempre preguntas los nombres, te gusta saber con quién estás hablando, pero nunca dices el tuyo, el verdadero; te ocultas de todos, hasta de ti: ¿recuerdas tu nombre? Pagas en moneda sencilla, siempre cargas centavos. Te bajas sin despedirte, tiras la puerta del taxi, abres la de tu casa; tu casa no, el lugar donde vives. Tu casa está muy lejos, en tiempo y distancia. Te quitas el saco: lo arrojas a una silla; te lanzas sobre la cama. Piensas: ¿en tu cobardía?, ¿en tu timidez?, ¿en tus planes? Momentáneamente, duermes.

Inés salió temprano de su departamento, el cielo se iba cubriendo de nubes y ella quería llegar al centro de la ciudad antes de que el aguacero comenzara. Esperó en la parada del micro unos diez minutos, era la primera y la última de la fila, el micro para donde sea. Lo abordó y se sentó en la última hilera de asientos, del lado de la ventana. Se sintió bien por eso, detestaba ir al lado del pasillo, el roce con la gente le causaba molestia. No es que fuese huraña, simplemente era melindrosa. Si bien su memoria le estaba fallando continuamente, esos rostros andinos, agrietados en las mejillas, le recordaban cierta suciedad anclada en una remota hacienda a orillas del lago. Por otra parte, mirar a las personas en la calle le producía cierto placer, sin restarle seguridad: primero, porque estaban detrás del vidrio; segundo, porque sólo los veía un instante; y tercero, porque podía ver, de tanto en tanto, gente más infeliz que ella. Pues sólo de eso tenía certeza absoluta: era infeliz. Y lo comprobaba aún más, cuando su memoria permitía que el resplandor de alguna felicidad pasada iluminase brevemente la oscuridad de sus recuerdos; entonces podía escuchar las risas de unos pequeños, sentir las caricias de un hombre, ver las sonrisas de algunas personas, elementos de un pasado que, como el horizonte, más se alejaba mientras mayor era su voluntad de alcanzarlo. Esos chispazos de luz eran la prueba de la oscuridad, del vacío en el que se hallaba. Cuando se bajó del micro, el cielo comenzó a soltar las primeras gotas. Rápidamente, caminó hacia el primer centro comercial que encontró. Estuvo observando las vidrieras sin preguntar por nada, casi dos horas, hasta que escampó. Cuando salió a la calle, había olvidado completamente el motivo por el que había ido hasta la zona central. Eso le produjo un gran malestar; no era la primera vez que pasaba y las últimas semanas el problema había empeorado. Se sentó en un banco para tratar, infructuosamente, de hacer memoria. De repente, vio a un extraño sujeto que se encaminaba hacia ella, lo miró como esperando un saludo, pero él pasó de largo sin mirarla y, llegando a la esquina, el desconocido tomó un taxi.

Me miró, sé que ayer me miró. Sentí su mirada y la seguí sintiendo en mi espalda hasta que tomé el taxi. ¿Se acordará de mí? Nunca le dije mi nombre. Nunca pensé que haría algo como esto; en realidad, nunca pensé que haría algo. Estaba resignado a caminar por la vida, derecho a la muerte, sin mirar hacia los costados. Ella me dio un motivo para dejar mi inercia, para dejar de describir una línea recta con mi existencia. No sé si estoy enamorado, cómo puedo saberlo si nunca supe lo que es el amor. Hubo incluso una época en la que creí ser homosexual, mejor dicho, intenté serlo, mi indiferencia hacia las mujeres me orilló a eso. Pero luego de sentir el dolor que me provocó ese animal en el ano, dejé de lado esa idea. Talvez mi problema radica en que mi concepto de amor está enmarcado dentro de lo referente a una pareja, otro tipo de amor me es incomprensible. ¿Será cierto que los padres aman a sus hijos y viceversa? En mi caso no fue así, tampoco digo que me odiaran, solamente ignoraban mi presencia; yo hacía lo mismo. Amigos nunca tuve: ¿se puede amar a alguien que no es tu pariente o tu pareja? Si ese alguien es hombre, me imagino que uno es gay; si es mujer, me imagino que uno está enamorado. Talvez todo se limita a eso: no conozco el amor, sólo lo imagino. Por lo tanto, estoy buscando desesperadamente a alguien que me lo enseñe y, por algún motivo ajeno a mi entendimiento, Inés parece ser la indicada. Casi estoy seguro de ello, porque desde que la vi comencé a experimentar cambios fisiológicos. Nunca antes había tenido una erección; desde que la conozco, las tengo casi a diario, hasta me masturbé una vez, pero debo reconocer que la experiencia me resultó desagradable. En fin, mañana iré a su departamento y le diré quién soy. Ya es tiempo de hacerlo, no puedo seguir prolongando esto, además, mis ahorros se están acabando.

¿Por qué me olvido de todo? ¿Qué hago aquí, sentada en este banco? ¿Quién era ese sujeto que me pareció familiar? ¿Tendría que encontrarme con él? Talvez se enfadó porque no lo reconocí y por eso pasó de largo. Talvez no era nadie. Talvez no salí de casa y estoy soñando. No, eso sería demasiado. Siento mi cuerpo, siento la humedad del ambiente, siento este pellizco: sí, definitivamente estoy despierta y aquí. No es la primera vez que pienso que estoy en un sueño, es lo que se me viene a la mente cuando aparezco en un lugar sin saber por qué y cómo llegué ahí. De hecho, desde hace algunas semanas no recuerdo cómo llegué a vivir en ese pequeño departamento. Sé que tengo hijos, sé que tengo esposo, pero no logro recordar sus nombres, ni dónde están, eso me provoca dolor. Estoy consciente de mi infelicidad, ellos me faltan: su ausencia, este vacío en el alma es la prueba de que existen. No quiero que me crean loca, por eso no pregunté a ningún vecino sobre mi vida, pero esto me desespera, ya no puedo soportarlo, necesito saber quién soy, quién fui. Siempre hay dinero en mi mesa de noche, sin embargo, no recuerdo tener trabajo. Sé que trabajé mucho tiempo, mi cuerpo me lo dice, pero ¿dónde? Tengo la terrible sensación de que llegará un momento en el cual apareceré, donde sea, siendo nadie. No recordaré nada, nadie se acordará de mí. Aunque ahora igual estoy así: olvidada. Soy como un ser invisible. A veces no me reconozco cuando me paro frente a un espejo. Tal vez algún día no pueda verme, seré sólo el espejo. Es mejor que vuelva a casa mientras recuerdo cómo hacerlo.

Cuando las pastillas que los médicos recetaron, experimentando un tratamiento para remediar su autismo, dieron resultados positivos, los padres de Gabriel creyeron que los años de infelicidad e incertidumbre habían terminado. Sin embargo, a pesar de que el muchacho pudo llevar una vida medianamente normal, su ostracismo le impedía relacionarse con la gente. Los médicos sugirieron a los padres que lo tratasen con indiferencia para obligarlo a salir de su encierro interior. Éstos aceptaron la sugerencia como una forma de lavarse las manos, pues consideraban que ya habían sufrido bastante y que era tiempo de que se ocuparan de sus propias vidas. Así, Gabriel se hizo hombre y estorbo. Su padre consiguió que lo aceptasen como empleado de limpieza en un hospital geriátrico del Estado y le pagó un año de alquiler en un cuarto cerca del nosocomio. De esa forma, Gabriel se hizo independiente. A pesar de que rechazaba toda forma de acercamiento con las personas, sus nombres le llamaban profundamente la atención, aunque evadía dar el suyo. Eso le causó algunos problemas en su trabajo, pero al final, todos lo tomaron por retrasado y dejaron de prestarle atención, excepto el encargado de seguridad, quien intentó satisfacer sus deseos carnales con él. Su sueldo lo guardaba debajo del colchón: no gastaba en comida, pues comía en el hospital; y no gastaba en ropa, pues se adueñaba de las prendas dejadas por los ancianos que no tenían pariente alguno que velase por ellos y morían en la soledad mancomunada del asilo. Su vida era monótona: de la cama al hospital, del hospital a la cama. Pero eso se quebró cuando vio a Inés: la sangré que se acumuló en su miembro le indicó que su vida había cambiado. Por primera vez, decidió hacer algo ejerciendo su derecho a la autodeterminación: buscó un pequeño departamento y lo alquiló pretextando que era para su abuela. Aprovechando el hacinamiento en que vivían los ancianos dentro del hospital y, por lo tanto, la falta de preocupación que ponían los encargados en ellos, Gabriel se dio modos para sacar a Inés de ahí. La llevó al departamento y le dejó dinero en la mesa de noche. No pudo asimilar completamente lo que había hecho, por eso no salió de su habitación durante una semana: se reportó enfermo. Después, decidió visitar a Inés: la encontró sentada, mirando por la ventana; no respondió a su saludo, ni siquiera lo miró cuando se paró frente a ella. Era como si se estuviese contemplando en un espejo, ensimismada con su invisibilidad. Eso le pareció formidable, le recordó a sí mismo antes de que comenzasen a darle esas pastillas que lo sacaron de su mundo privado, del paraíso donde era el Adán que nombraba las cosas, sin Dios vengativo, ni mujer tentadora. Le dejó algo de dinero en la mesa de noche y se fue. Repitió la rutina un par de semanas más, hasta que la vio en la calle; entonces, la siguió y la vio pasear por las tiendas del centro. Pensó que ya era tiempo de decirle quién era, de decirle lo que había estado haciendo, de decirle que la quería. Aprovechó una de las salidas de Inés para entrar en el departamento y dejarle una nota: “Mañana te espero, a las nueve, en la esquina del centro comercial que frecuentas”. Él acudió puntual a la cita, pero no pudo ubicarla entre la muchedumbre que había entrado a refugiarse de la lluvia. Un par de horas después, la divisó en la calle, pero, cuando se intentó acercar, lo traicionaron los nervios y prefirió volver a su cuarto. Ahí pensó que lo mejor era ir al departamento y hablar con ella en privado, sin miradas curiosas, los dos en su pequeño mundo, y quedar instalados en él, reconociéndose en sus ausencias, amándose en la soledad de su universo.

Escuchas el timbre, vas a la puerta: la abres. ¿Lo conoces? No te arriesgas a ser descortés, lo haces pasar. Le ofreces un té, se lo preparas. Lo escuchas: ¿lo entiendes? Te angustias, caminas por la pequeña sala, lo miras: ¿lo conoces?, ¿es tu hijo?, ¿será tu nieto? Te sientas nuevamente: preguntas, preguntas, preguntas. Escuchas. No entiendes: preguntas. Te paras: lloras. Le pides que se vaya, entras a tu habitación, te echas en la cama. Escuchas sus pasos. Lo miras. Sientes sus manos en tus senos: gritas. Sientes su puño en tu rostro: callas. Abres los ojos, estás desnuda: lloras. Sientes su lengua en tus labios, sientes su miembro en tu entrepierna: gritas. Sientes sus manos en tu garganta. Piensas: ¿en su nombre?, ¿en su rostro?, ¿lo conoces? Eternamente, duermes.

noviembre 20, 2006

Temo


Temo

Huye la presencia
se escabulle por el dintel desportillado
por la rendija imperceptible
o por el techo sin calaminas
pero no dice siempre
ni nunca
su rastro de perfume sólo exclama poray
dejando en el aire la amenaza del regreso

noviembre 17, 2006

Chuquiago Market: comercio navideño


Yastá, dentro de poco, una vez más, como todos los años, la ínclita ciudad perderá algunas de sus arterias, pues la Navidad se acerca trayendo consigo toneladas de juguetes y demás chucherías, especialmente fabricadas para el tercer mundo. Los que habitamos el hueco, sabemos que en estas fechas es mejor caminar, ya que el tráfico vehicular se espesa como api mal preparado, y recorrer un par de cuadras abordo de un auto demanda otras tantas horas.

La calle Potosí, por ejemplo, hará renacer el esplendor demográfico de la ciudad colonial a la cual debe su nombre, reventando de comerciantes, compradores y carteristas. Y claro, para la magra economía del común urbandino, la oferta resulta tentadora y conveniente. ¿Para qué gastar más de doscientos pesos en una Barbie original, si se puede conseguir, por menos de cincuenta, una Brabei, original también, aunque con una esperanza de vida radicalmente menor? Total, si la pequeña afortunada que recibirá el obsequio, debidamente envuelto en brilloso papel multicolor, aún no sabe leer, no notará la diferencia, ya que la Brabei es igualita a la Barbie, e incluso los colores de las cajas y las formas de las letras son idénticas. Ya en el futuro, cuando la pequeña haya sido alfabetizada, habrá que recurrir a otro tipo de trucos, aprovechando que todavía mantiene la inocencia infantil, para convencerla de que “se han equivocado, pues, mamita, los que hacen la caja; es Barbie, original cien por cien, pero seguro ha habido un error de taipeo al momento de diseñar las letras”. Más tarde, cuando ya no importe la Brabei, luego de recibir una mirada fulminante, tras intentar marear la perdiz sin considerar que la niña ya no lo es, diciéndole “claro que es Ipod, original cien por cien, corazoncito; pero se han debido equivocar los que imprimen, por eso debe decir Ibod”, habrá que asumir la edad e inteligencia de la adolescente y, con firmeza, decirle la verdad: “Ya, es Ibod, ¿y qué? ¿Acaso no suena? ¿Creías que te iba a comprar un Ipod de trescientos dólares luego de aplazarte en siete materias? No, hijita, la vida no es así; si quieres un Ipod original, trabajá pues, trabajá”. Sé de muchos casos en los que las malcriadas rebeldes, creyendo que van a dar una lección al tacaño de su viejo, le han hecho caso y se han puesto a trabajar en algunos conocidos Cafés con Piernas, atendiendo a los clientes con coqueta sonrisa mientras sus oídos son torturados por la potencia del Ipod bien ganado.

Dicen, pero a nadie le consta, que en las fábricas titánicas del lejano Oriente, existen tres secciones: la occidental, la oriental y la sudaca (no hay sección africana, porque, seguramente, los orientales han creído que ese chiste malaleche, que comienza con la pregunta “¿Por qué Papá Noel no va al África?” y termina con la respuesta “Porque Papá Noel no lleva regalos a los niños que no comen su almuerzo”, es una verdad irrefutable). Según el rumor, en la sección occidental se fabrican los juguetes para EE.UU. y Europa, respetando las normas de la ISO, con materiales de primera calidad y tecnología de punta. En la sección oriental se fabrican los juguetes para el consumo interno, con materiales provenientes del espacio exterior y tecnología extraterrestre. En la sección sudaca se fabrican los juguetes para la Uyustus, con materiales reciclados, pues los orientales creen firmemente en el principio físico que señala que “Nada desaparece, todo se transforma” y llevan a la práctica el teorema, transformando todo lo que pueden rescatar de sus gigantescos depósitos de basura en Brabeis, Pokemoonz, Ibods o cualquier otro producto que pueda ser comprado por el diminuto bolsillo urbandino.

Los puestos informales colman la calzada, dejando libres las aceras para que los peatones más jailas puedan circular por la periferia legal, apreciando las Barbies, Pokemons o Ipods que las galerías ofrecen detrás de las vidrieras. Invariablemente, en las puertas de cada una de ellas, un Papa Noel tuneado da la bienvenida con un sonoro “Jo Jo Jo Jo” que, algunas veces, debido a la mala vida del falso Santa, termina en un ronco “cof cof cof”, coronado con un “huaaaajjjjk puit” que impulsa hacia la acera una flema rojiverde, rápidamente ocultada debajo de una de las botas de combate que emulan el calzar del Viejito Pascuero. Adentro, los colores navideños saturan el espacio, provocando daltonismo temporal a algunos visitantes poco tolerantes a semejantes exposiciones cromáticas. En un lugar privilegiado, sentado en un trono de fantasía, rodeado por decenas de cajas vacías envueltas para regalo, se ubica otro actor improvisado, con barriga de trapo y barba de algodón, enfundado en el conocido atuendo rojiblanco, imitación terciopelo, atendiendo, con estoica paciencia, a los cientos de niños que hacen fila durante las doce horas que, según estipula su contrato, debe permanecer con las nalgas adormecidas mientras los infantes, uno a uno –excepto cuando son mellizos, ya que las madres insisten en que ninguno sea primero que el otro– se trepan a sus rodillas para soltar con desenfado una exorbitante lista de peticiones navideñas. Maquinalmente, de tanto en tanto, el Papá Noel urbandino repite algunas muletillas aprendidas en el cursillo veloz que le impartieron antes de contratarlo: “¿Y te has portado bieeeen?” (aunque el crío sea un malnacido y potencial sicótico, jamás responderá: “No”); “¿Has hecho todas tus tareaaaas?” (el chango podrá ser vago, pero nunca cojudo, por lo que, sacando pecho, dirá cínicamente: “Síiiii”); “¿Has tomado tu sopa todos los díaaaas?” (en el mejor de los caso, si el niño es conciente y ético en su proceder, razonará, interiormente, “todos los días lunes, sí”, antes de responder, con la conciencia limpia: “Claaaaro”); “¿Te has cepillado los dientes antes de acostarteeeee?” (obviamente, el angelito de turno procederá, nomás, de acorde a lo que la situación exige, es decir, mintiendo: “Toditititas las noches, antes de rezarle a Jesusito y pedirle por vos”, esbozando una sonrisa careada y, más grave aún, amarillenta por su precoz adicción a la nicotina). Sin embargo, no faltan aquellos Papá Noeles truchos que se resisten a la ñoñería inquisitoria del “Manual de Santa” (13ava. edición), prefiriendo transgredir convencionalismos y ejercer su derecho a la libertad de expresión, formulando preguntas más coherentes con la época actual: “¿Te has masturbado pensando en tu maestraaaaa?” (el crío, sonrojado y sorprendido, cabizbajo responderá: “Sólo un poquito”); “¿Has fumado yerba en la escuelaaaa?” (algunos dirán que sí, otros que nunca; los primeros terminarán su confesión con un “¡Y qué!”, los segundos prolongaran la respuesta con una pregunta: “¿Sabes dónde puedo conseguir?); “¿Eres virgen todavíaaaa?” (como buena urbandina, recatada y pudorosa con sus intimidades, la niña contestará con elegante gracia: “Esas cosas no se le preguntan a una damita”); “¿Eres homosexuaaaal?” (el chango, delatado por sus ademanes femeninos, malinterpretando la pregunta, coquetamente responderá con otra: “No zé, ¿Y túuu?”).

En fin, algunos llegarán al hogar con Brabeis o Pokemoonz; otros, con Barbies y Pokemons. En ambos casos, los niños se alegrarán y escribirán una segunda carta a Santa Claus, agradeciendo “por el regalo que mias dejado en la hotra noche”. Alguno, quizás, se fijará en el Nacimiento y preguntará por qué está ahí, y una vez satisfecha su curiosidad, frunciendo el ceño exclamará con indignación: “Ese Jesús ha debido ser muy malcríado, por eso Papá Noel sólo le mandó tres huevadas”.

noviembre 13, 2006

Punto final

Que suerte tienes cochino
en el final del camino
te esperó la sombra fresca
de una piel dulce de veinte años
donde olvidar los desengaños
de diez lustros de amor
tío Alberto.

Joan Manuel Serrat


Tenía que matarla, no era posible que soportara más tiempo esa situación. Cómo podía esa malagradecida mujer hacerle eso; Alex era todo un hombre, el prototipo del perfecto seductor, podía tener a la mujer que él deseara, pero se había fijado en ella, le había dedicado muchos años de su vida, y ahora recibía tan ingrato pago. Sí, tenía que matarla, y también tenía que matarse él. No podía evitarlo, la amaba demencialmente a pesar de su infidelidad. Matándola la alejaría de ese sujeto que había interferido en sus vidas, y matándose él se aseguraba que estarían juntos por toda la eternidad.

Sin lugar a dudas, Matías Trébol era el escritor más leído del país; sin embargo, eso no lo enorgullecía, ya que su popularidad no se debía a las grandes obras que él soñaba escribir, sino todo lo contrario: Matías era el autor de los relatos melodramáticos que se publicaban por entregas semanales en el suplemento femenino de un diario de circulación nacional. Ya iba a cumplir su tercer año en ese medio, tiempo en el cual había llegado a publicar más de cincuenta historias, mismas que lo fueron catapultando, poco a poco, desde su primera publicación, al primer lugar en el gusto de las lectoras, quienes esperaban con ansias la edición sabatina para ir completando la narración fragmentada que él les ofrecía. Era todo un éxito y eso aumentaba las ventas del diario, por lo que le pagaban relativamente bien, enviando religiosamente el dinero en efectivo, cumpliendo una rara exigencia suya, a una casilla de correo que él había alquilado con un nombre ficticio.

Su primera publicación fue, en cierta forma, producto del tedio. Un fin de semana, mientras hojeaba con desgano el diario, leyó la convocatoria para un concurso de cuento romántico auspiciado por la dirección del suplemento femenino. El premio consistía simplemente en la publicación del texto ganador y un diploma de reconocimiento. Siempre había tenido afición por la escritura, pero por falta de tiempo jamás había podido sentarse con tranquilidad para escribir algo que más o menos cumpliera con sus expectativas, las cuales no eran pocas, pues siempre había pensado que el día en que efectivamente se decidiera a escribir algo, sería una novela épica, de unas tres mil páginas, con características joyceanas e innovaciones que él mismo se encargaría de crear. Sin embargo, dado el aburrimiento en el cual se hallaba hundido –ya que una terrible huelga general había paralizado el país, sumiéndolo en sangrientos conflictos sociales, por lo que era un riesgo salir a la calle– decidió escribir una historia cualquiera, casi plagiando el argumento predecible de los culebrones televisivos, sólo con el fin de entretenerse en algo, pues la huelga había cumplido seis días y amenazaba con extenderse otros tantos.

Fue una buena distracción, pues no sólo escribió un relato, sino varios, y a la hora de mandar uno al concurso, tuvo que dejar la elección a la bicéfala sabiduría de una moneda. La moneda lo ayudó con eso, pero no pudo ayudarlo a la hora de escoger un pseudónimo con el que pudiera ocultar su verdadera identidad, pues, en el supuesto caso de ganar, le resultaría bastante vergonzoso que la gente supiera que él había escrito semejante cursilería. Pensó bastante, consultó enciclopedias, santorales, listas de personajes célebres y, al cabo de un par de días, quién sabe porqué motivos, se decidió por “Matías Trébol”, nombre con el que firmó la autoría del relato concursante. Al cabo de un mes, con cierto orgullo y bastante asombro, se enteró de que su relato, “Totoral de pasiones”, la historia de amor entre un hacendado altiplánico y una indígena, había sido designado ganador del concurso. Vía e-mail, lo contactaron –pues era la única referencia que había consignado junto al relato concursante– para indicarle el día en que podía recoger su diploma y hacer las correcciones a su texto para proceder a la publicación. Él, por el mismo conducto, les respondió que “Matías Trébol” no era su verdadero nombre, prefiriendo mantenerse en el anonimato que ese alias le otorgaba, y si había algún problema con tal situación, él no tenía ningún problema en rechazar el premio. Los organizadores analizaron la respuesta de Matías y consideraron que no era necesaria la presencia física del premiado, por lo que aceptaron la extravagancia del escritor.

Sin embargo, y contra cualquier pronóstico, llegaron muchas cartas a la redacción del diario solicitando que se publicaran “más historias maravillosas del señor Trébol”. El director volvió a contactarse con el escritor, diciéndole que “ante la buena acogida que ha tenido su extraordinario cuento, le propongo se una a nuestro equipo y se encargue de escribir más relatos que serán publicados por entregas”. No se puede decir que su ego no se elevó ante tal propuesta, pero no podía alejar de sí la vergüenza que sentía por escribir tales cosas. De todas formas, pensó bien el asunto y terminó aceptando, con la inflexible condición de que nunca se le pidiese revelar su verdadera identidad.

Sí, la amaba. La amaba profundamente y se había encargado de demostrárselo durante muchos años. Mas ella, mujer infame, insensible ser que desprecia el verdadero amor, había preferido entregarse a los brazos de una pasión pasajera. Alex no podía tolerarlo, no debía tolerarlo. Él era el hombre ideal, el príncipe azul con que todas las mujeres sueñan: inteligente, soñador, sensible, fuerte y apuesto. ¡Cuán duro suele ser el destino con los seres que deberían merecer la felicidad eterna! Lo que él iba a cometer no podía ser calificado con las burdas nociones de una sociedad legalista; no, él no iba a cometer un crimen, iba a hacer justicia. Y más aún, Alex iba a sacrificar su vida también, con la única esperanza de poder unir su alma a la de ella sin las interferencias que presenta el maligno en esta vida terrenal. Alex no sería un criminal, sería un héroe, un paladín del amor.

Matías Trébol era el encargado de la sección de archivos en una repartición pública, puesto que desempeñaba con total eficiencia, probablemente porque no tenía nada más en que distraerse. Sus frustraciones particulares habían arrastrado su personalidad hasta una posición colindante con el autismo. Sin embargo, aún tenía un cable a tierra: Lucía. La había conocido una tarde, cuando regresaba a su casa, en el ascensor de la oficina. Probablemente se habían cruzado en muchas oportunidades, pues ella ya trabaja allí dos años; mas él, que nunca se fijaba en los demás, seguro nunca había notado su presencia. Pero esa tarde fue distinto. Entró al ascensor y la miró leyendo uno de los relatos que ya publicaba con bastante éxito en el diario; Lucía, de tan atenta que estaba a la lectura, ni siquiera notó que tenía compañía. Ya en la calle, mientras ella caminaba lentamente sin despegar los ojos del periódico, Matías la abordó preguntándole “¿te gustan esas historias?”. Lucía lo miró sorprendida, y si no se alejó asustada fue porque conocía al sujeto, ya que lo había visto varias veces en la oficina.
–Sí, me encantan. ¿Algún problema?
–No, para nada. Yo creo que el señor Trébol escribe muy bien. Es más, yo he leído todos sus relatos.
–¿En serio?
–Sí, son historias muy tiernas.

Lucía no podía creerlo, era el primer hombre que admitía leer las historias de Matías Trébol, y no sólo eso, sino que además le gustaban. Descubrir un alma sensible, en un hombre que aparentaba una frialdad infrahumana, la alegró inmensamente. Siempre había sido una romántica empedernida, capaz de llorar ante cualquier sensiblería, y pocas veces tuvo la oportunidad de conocer hombres que compartieran ese rasgo de su carácter, pues generalmente la buscaban sólo por su voluptuosa figura. La simpatía fue mutua y comenzaron a frecuentarse fuera de las horas de oficina.

Matías, que siempre había sido callado, si no era de las historias que escribía, casi no pronunciaba palabra, cosa que a Lucía le parecía maravilloso, pues consideraba que su amigo era un ser con la capacidad de escuchar a los demás, cualidad que ella no había encontrado en nadie. Él se convirtió en su diario personal, su registro privado de sueños, alegrías, tristezas, aspiraciones. Y tan fuerte se hizo su relación, que ella, a pesar de lo codiciada que era, dejó de salir con otros hombres, pues la amistad inocente y sincera que entre ellos se formó, le había hecho concebir la esperanza de poder encontrar algún día un amor igual de honesto y puro, sin que mediasen las pretensiones sexuales a las que, hasta ese entonces, había estado acostumbrada.

Por su parte, Matías había descubierto con ella cosas que jamás había soñado. De su mundo interior, tan lleno de frustraciones, desterró la novela joyceana para llenarlo con la vitalidad de Lucía; y se distraía todas las noches –excepto las de jueves, porque era cuando escribía, de un solo tirón, el fragmento de la historia que se debía publicar los sábados– hilvanando mil fantasías en torno a la relación que tenía con ella, imaginándose a ambos en la iglesia, tomados del brazo, con la cabeza blanqueando de arroces; o también, en una casita pequeña, rodeados de niños, todos tan hermosos como la madre, disfrutando de una velada familiar; y generalmente, sea cual fuese la fantasía de turno, terminaba masturbándose, restregándose en todo el cuerpo el líquido blanco que durante tantos años había acumulado, imaginando que era la humedad de Lucía.

Dos años pasaron así, entre las fantasías jamás declaradas de Matías y la continencia de Lucía en espera del verdadero amor. Amor que le llegó de repente y sin previo aviso, como suele ocurrir, un día que Matías no pudo ir al trabajo porque estaba enfermo. Sin la compañía del huraño contrahecho, un muchacho, que ya llevaba varios meses enamorado de ella, por fin tuvo la oportunidad de acercársele, y Lucía, la oportunidad de conocer, tal como lo diría Trébol, “el candor espiritual de una pasión ilimitada”.

Con incontenible alegría, Lucía le comunicó a su mejor amigo, su confidente, la buena nueva. Matías quedó perplejo. Sus palabras eran como martillazos que lo hundían en el pozo negro del cual una vez ella lo había rescatado. ¿Qué podía hacer?, ¿cómo podía lograr que ella lo mirase con otros ojos?, ¿cómo podía dejar de ser el amigo inocente y convertirse en el esposo, el novio, el amante que en tantas fantasías había sido? Talvez si le revelaba su secreto, quizá si le contaba que él era Matías Trébol, el autor de las historias que le habían enseñado la forma de amar, ella se daría cuenta de que estaba enamorada de él y las fantasías dejarían de serlo. No era suficiente. El mundo entero tenía que saber quién era él para que su amor fuera legitimado, para que su historia fuera el ejemplo del amor que en su intensidad no vacila ante nada. Durante las dos siguientes semanas prácticamente no se vieron. Lucía se dedicó al amor, y él se entregó frenéticamente a la escritura.

Alex no estaba nervioso, tenía la firme resolución del verdadero amante en la mirada. Alejando todo rencor de su alma, pues sólo el inmenso amor que sentía lo motivaba, preparó el veneno que bebería con su amada, el último brindis terrenal, para poder disfrutar en el cielo la pasión que el mundo les negaba. “No, está muy ambiguo”, pensó Matías. El final tenía que ser más directo, más impactante. No se necesitaban frasecillas cargadas de retórica barata para enaltecer el acto de Alex. Era un acto poético que se sustentaba por el propio impulso que lo originaba. Sacó la hoja de la máquina de escribir y, estrujándola, la lanzó contra la pared. Hizo girar el rodillo para ubicar correctamente la nueva página y corrigió el fragmento final. Alex tomó el revólver; sin sombra de dubitación entró en la habitación de su amada y, antes de que ella pudiese emitir palabra alguna, con una bala cegó su vida. Sin demora, él volvió a apretar el gatillo para darle alcance en la eternidad que los esperaba. Matías puso el punto final, revisó algunos detalles y envió el fin de la historia al diario. Minutos después, a pesar de lo tarde que era, llamó a Lucía y le rogó que lo recibiera en su casa. Ella, notando que estaba afligido y que necesitaba desahogarse, no pudo negarse al pedido de su amigo.

Lucía esperó impaciente; por fin podría corresponder a las muchas veces que él, con su sereno silencio, la había escuchado quejarse de la vida, reconfortándola luego con sus sabias palabras. Él había sido lo más cercano al padre que nunca conoció, pero que siempre quiso tener. El timbre sonó sólo una vez y Lucía saltó del sillón para abrir la puerta. “Alex, ¿en qué puedo ayudarte?”, alcanzó a decir antes de caer fulminada por un certero balazo que le perforó la frente. Sin demora, él volvió a apretar el gatillo para darle alcance en la eternidad que los esperaba.

noviembre 11, 2006

Primerizos en la Tiquina



El par de adolescentes camina con paso nervioso, disimulando exageradamente un aire de “sólo estamos de pasada”. Miran todo lo que la calle les ofrece, como si nunca hubieran estado por ahí, aunque ya es la sexta vez, en menos de una hora, que recorren esa cuadra repleta de productos diversos, cosa que ya comienza a originar cierta suspicacia en los comerciantes informales que se han parcelado las aceras. “Mira estos llokallas –dice una vendedora de tangas– cada rato están vuelteando”. “Le diremos al seguridad –le responde su vecina, la de los cosméticos–, capaz son rateros”. Y los muchachos, sintiéndose observados, aumentan aún más el histrionismo del disimulo, preguntando, sin tener conciencia de lo que hacen, reacción defensiva ante la vigilancia informal: “¿Cuánto están las tanguitas?” La vendedora los mira chueco, su desconfianza no ha desaparecido, pero más puede su instinto comercial, que le impulsa a responder automáticamente: “¿Cuálcita quieres, patroncito? De todo precio hay; mirá estita, con encaje, suavita es, 30 pesitos nomás sale. Esta otrita también tengo, más baratita, mirá, atocá nomás, imitación seda es, brasilera, a 20 te lo’hey de dejar”. Sin otra salida, los críos ven sus manos repletas de tangas multicolores S, M, X y XL, y se las pasan entre ellos, comentando con fingida naturalidad las bondades de cada prenda, mientras la sangre se aglomera en sus rostros y comienza a quemarles las mejillas. La vendedora, con la típica impaciencia del comerciante urbandino, vuelve a arquear las cejas a tiempo de gritarles: “¿Van a comprar o no? ¡Todito me lo están desordenando!”.

Las cosas comienzan a salirse de lo planeado; se alejan del puesto con sendas tangas en los bolsillos, caminando rápidamente para alejarse de las risitas que, en su paranoica huida, se han transformado en carcajadas acusadoras. Llegan a la esquina, cruzan a la acera del frente, la de la plaza Alonso de Mendoza, y se detienen, temblorosos, para recriminarse mutuamente. “Bien cojudo eres, para qué le has preguntado”. “Es que nos estaba vichando jodido, había que disimular”. “Nada que ver, sin motivo te has meado; por tu culpa hemos perdido 40 pesos”. “Yaaaaa, si más bien le he hecho rebajar, vos ya estabas pagando calladito”. La discusión continúa por algunos minutos, hasta que, ya relajados, comienzan a ver el lado graciosos del impase. “Grave se ha rayado la vieja, su cara parecía mocochinchi”. “¿Qué te has comprado vos? A mi me ha dado una de gordas”. “Ni me he fijado. A ver, yaaaaaa, mirá, con corazoncitos me había agarrado”. “Guardala, cojudo, nos están chequeando”. “Y quép’s, para mi ñata puede ser”. “Yaaaaaa, como si tuvieras ñata”. “¿Y acaso las gentes saben?”.

Repasan el plan nuevamente y se comprometen a cumplirlo de una vez por todas. Comienzan a bajar la cuadra, asumiendo el airecito de “sólo estamos de pasada”, teniendo mucho cuidado en ocultar la cara cuando pasan por el puesto de las tangas. Doblan a la derecha y entran a la Tiquina, breve calle que se ha convertido en pasaje peatonal, pues el comercio informal pudo más que los reglamentos municipales. Actúan según lo convenido, mirando sin mirar, tratando de ubicar el puesto que no tenga compradores. Al parecer, la suerte está con ellos: al lado de un vendedor de cables, han divisado un puesto sin clientela. Aceleran el paso, eludiendo cuerpos mulit/pluri que forman la multitud que congestiona esta calle. Se detienen en el puesto de cables y comienzan a preguntar por el precio de este y de aquel, mirando de reojo al puesto vecino, aún carente de interesados, en cuya tarima se exhiben revistas pornográficas de todo calibre. Uno de los changos, diciéndose a sí mismo “ahora o nunca”, desliza sus pies, centímetro a centímetro, hasta ubicarse frente al cuarentón obeso que regenta esa pequeña isla del sexo gráfico. En voz baja, casi balbuceando, mordiéndose la lengua con cada palabra pronunciada, debido al temblor que ha atacado a sus mandíbulas, mirando sin mirar, pregunta: “¿A cuánto están las revistas?”. El gordo, que no ha escuchado nada o, si lo ha hecho, no ha entendido ninguna palabra, yergue su cuerpo desde la minúscula banca –que una vez liberada del peso y volumen de cincuenta y seis quilos de nalgas, ya es visible y digna de reconocimiento– para acercarse al nervioso adolescente y gritarle un sonoro “quéeee”, obteniendo por respuesta un tímido índice apuntando hacia las revistas, gesto acompañado por un, tímido también, aunque esta vez más nítido, “cuánto”. El gordo, ajeno a las vergüenzas de la pubertad, tal como la tanguera había hecho antes, colma las manos del muchacho con una decena de revistas, explicando, a voz en cuello, con lenguaje tres equis, las características de cada una de ellas. Antes de verse implicado en semejante escena, el otro chango se aleja unos cuantos metros, dejando solo a su compañero o, mejor dicho, en compañía de las varias personas que se han reunido al rededor del puesto luego de que hubieron escuchado el marketing hardcore del gordo malicioso que, de no ser porque perdería un cliente, ya se hubiera despanzado de risa por la situación en la que ha metido al nervioso primerizo.

No hay posibilidad de escape, está rodeado por varios voyeuristas que levantan las revistas sin recato alguno y las hojean, desplegando, en las que la tienen, la página central para ver la fotografía tamaño póster de una pelada siliconeada. Ni se fija en la revista con la que se ha quedado, sólo atina a preguntar el precio y pagar el monto demandado. Sin embargo, a pesar de que el negocio ya ha sido realizado, el gordo no piensa privarse de una buena anécdota; entonces, simulando discreción, casi al oído, le dice al chango: “Tengo unas revistas con colegialas paceñas, ¿no quieres llevarte una?, te la doy a mitad de precio, para que seas mi casero”. Y el comprador debutante, cuyo nerviosismo no le impide imaginar desnudas a la Mary o a la Cuca, conocidas ninfómanas de su escuela, contesta sonriente, “ya”, animado por la calentura que alimenta su esperanza de ver ese par de cuerpos en las revistas ofrecidas. Pero la sangre, que por unos segundos había descendido de su rostro a su miembro, retorna presurosa a los cachetes del púber para dar color a la palidez que adquirieron cuando el gordo desgraciado, al ser aceptada su propuesta, gritara energúmenamente, mirando al revistero de la acera opuesta: “Oyeeeeees, Panchooooo, pasame las pornos bolivianaaaas, este chango quiere unaaaa”. Y el Pancho, dándose cuenta de la movida, con tono serio, gritara en respuesta: “¿Acaso es mayor de edaaad? A veeeer, que muestre su carneeet”.

“Y vos de qué te ríes, cojudo”, grita el crío, ya no colorado por la vergüenza, sino por la rabia que le ha producido ver a su cuate destornillándose de risa, sumando sus carcajadas a las de los espectadores coyunturales del chascarrillo malaleche ideado por el gordo. El joven Judas, sorprendido en su felonía, comienza veloz escape al advertir que el otro chango tiene un nosequé en la mirada, pero que supone es un irreprimible deseo de callarle la risa a puñetes. La persecución se extiende a lo largo de muchas cuadras, hasta que, jadeantes, ambos se detienen a la altura del Obelisco y se sientan en las graditas del correo para dar descanso a sus cuerpos y sus nervios. “Maricón de mierda, ¿por qué me has dejado?”, inquiere el que ha consumado el plan. “Yaaaaa, ¿acaso me he ido? Si a tu ladito estaba”, responde el traidor y recibe un revistazo en la cabeza. “Ya, che, no te rayes, disculpá, es que me ha hecho asustar ese gordo cuando ha gritado”. “Eres un marica, nunca más voy a venir contigo”. “Ya pues, no te rayes, más bien mostrame la porno; a ver, ¿cuál has comprado?” “Ni–ca–gan–do, huevoncito. Ahora te jodes, sólo yo la voy a chequear”. Y el otro seguirá con la rogadera y las disculpas por más de una hora, hasta que, dándose cuenta de la firmeza del amigo, hará explicito su resentimiento, diciéndole: “Metete tu revista al culo, pajero de mierda”.

En fin, una peleíta normal entre adolescentes. Ya se abuenarán al día siguiente y programarán otro safari pornográfico, en el que, mucho más cancheros, hojearán las revistas sin vergüenza ni culpa, regateando el precio de las que comprarán y serán compañeras nocturnas durante sus fantasiosas, ardientes y solitarias noches de pubertad.

noviembre 07, 2006

Minificciones

Del ochenta

Jadeando, llegó al bar, con sangre seca en la mejilla izquierda y un garrote en la mano derecha. Hablaba de muertos, de una revolución o un golpe de estado, de mujeres violadas, de niños secuestrados, de hombres torturados y asesinados, y de lo mucho que había disfrutado haciendo eso.




Izquierdazo

Sostuvieron la mirada fríamente. El odio se comunicaba a través del hilo invisible que unía las cuatro pupilas. Juan, sin poder contenerse, lanzó el primer golpe. Al día siguiente, con un fuerte dolor en la mano izquierda, tuvo que emprender la costosa tarea de reponer el espejo.





El artillero

Jamás lo vimos venir, simplemente apareció al lado de todos. Jamás lo vimos irse, simplemente ya se encontraba en otro lugar. Yo apenas pude hablar con él; “Me llamo Víctor Hugo”, me dijo, o al menos eso creo recordar. En realidad, nadie se preocupó por él, salvo aquellos estudiantes de medicina que aprovecharon muy bien su cuerpo.




Trabajo rutinario

…se bajó del taxi, con prisa mal disimulada, y avanzó hasta la avenida más próxima para abordar otro. Saludó al taxista amablemente, y éste le respondió de igual forma. Le indicó a dónde debía trasladarlo y acordaron un precio. A las pocas cuadras, aprovechando la oscuridad de una calle, aprisionó el cuello del taxista con una cuerda hasta exprimirle el último soplo de vida. Le registró los bolsillos y buscó en la guantera, reuniendo, moneda a moneda, la renta que el taxista había hecho durante la jornada. Luego, se bajó del taxi, con prisa mal disimulada, y avanzó hasta la avenida más próxima…


¿Veneno para quién?

Mientras los parientes y amigos de Inés velaban su gélido cuerpo -maldiciendo la existencia del raticida y tratando de comprender por qué había tomado la fatal decisión de suicidarse-, en un país del norte, un grupo de minúsculos científicos, de largas colas y gruesos bigotes, se congratulaban por el genial invento.

noviembre 05, 2006

¿Lo conseguiremos?



La cobardía es asunto
de los hombres
no de los amantes
los amores cobardes
no llegan a amores
ni a historias
se quedan allí
ni el recuerdo los puede salvar
ni el mejor orador conjugar.

Silvio Rodríguez


No hay peor lucha que la que no se hace; seamos capaces de vencer nuestras cobardías.

noviembre 02, 2006

40 años de Literatura

Hace varios días, Raquel Montenegro, Directora de la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés, me llamó para conferirme el honor de representar a las nuevas generaciones en el acto de homenaje que se realizaría en el Salón de Honor de la UMSA, el 30 de octubre, con motivo de celebrar los 40 años de dicha Carrera. Lagrimeando y sorbiendo mocos, acepté la invitación y preparé el siguiente texto para representar "dignamente" a mis contemporaneos:


De la literatura, su Carrera


“Río Fugitivo, qué es’ps eso”, decía un crítico de retaguardia, refiriéndose al nombre de una ciudad ficcional imaginada por un escritor cochabambino de cuyo nombre no quiero acordarme, añadiendo a la ninguneada, “Macondo, Comala, esos son nombres que quedan grabados, esos son nombres que realzan la ficción”. Y yo, para mis adentros, soliloquiando, “Caraspas –me dije–, este señor nunca ha debido escuchar sobre La Paz, seguro en su carnet dice nacido en Chuquiago”. Porque si de ficción hablamos, qué mejor nombre que La Paz, así con mayúsculas hasta en el artículo; acaso hay alguna ciudad que se llame “El Amor”, “La Felicidad” o, en el peor de los casos, “El Odio”, “La Venganza”. No pues, así, con tanta alharaca, sólo se llama esta ciudad. Claro que para nosotros es común, ni le damos bola a todo lo que implica el nombrecito; particularmente yo, nunca había reparado en las connotaciones del ínclito nombre; pero sucedió que una noche, hace menos de un año, durante una guitarreada internacional en un boliche cusqueño de mala muerte, un sujeto me preguntó a quemarropa: “Y, tú, men, en dónde vives”, respondiéndole yo, con absoluta naturalidad, aunque también con un aire de soberbia, “yo vivo en La Paz”, haciendo que el sujeto abriera sus achinados ojos y, mirando a su vecino, exclamase: “Puuuuucha, pata, este men está avanzado, nosotros sólo vivimos en la gloria”, e inmediatamente me ofreciese un porro babeado, como para sellar una amistad que les asegurara pasaporte libre a mi terruño. Y a pesar de que traté de remediar el malentendido, “Paceño soy”, diciendo, el sujeto ya no quería bienentender: “No, men, no eres paceño –me decía–, eres gurú”.

Y hasta metafísico ha resultado tal apelativo, pudiendo incluso ganarse un lugarcito en la garganta pisquera del Papirri, es decir, una vez incorporado a la metafísica popular, ¡uy cará!, pues méritos para engrosar la letra de ese tema no le faltan; si no, cómo se puede explicar que un comentarista deportivo, en un programa femenino matinal, durante el segmento de opinión política, haya expresado, hace tiempo ya, de manera enfática e incluso con gesto poético denotado por una sutil rima: “Con mucha tristeza, distinguida tele audiencia, debo referirme a un luctuoso suceso que está ocurriendo en estos momentos, precisamente en este instante, hoy mismo, mientras les hablo, debo comunicarles, repito, con mucha congoja, que en La Paz hay guerra del gas”. ¡Uy cará!

Como el nombre de la ínclita puede asumir distintos sentidos en distintos contextos, alguito de esa virtud, de alguna manera, ha debido nomás heredarnos a todos los cholos que hemos nacido en este hueco. Sólo así se puede entender que un cruceño, que ya vive cincuenta años en La Paz, hable siempre como camba, y que un paceño, que ya vive dos semanas en Santa Cruz, hable siempre como camba, también. Inconciente virtud camaleónico–lingüística poseen los urbandinos. Como si nada, de repente, sin querer queriendo, a uno ya se le pega el acento de otro. Y no es una exageración de esta virtud paceña; bástenos con recordar lo ocurrido durante la visita del príncipe Felipe de Borbón, quien había llegado para presenciar la posesión del primer presidente indio de Bolivia. Un promisorio valor del servicio diplomático, distinguido alumno de la academia del rubro, fue pomposamente designado jefe de protocolo, con carácter exclusivo, para y durante la visita de la delegación española. Es decir, en lenguaje más corriente, lo pusieron de llevaytrae del Delfín. Labor que no tuvo que desempeñar por más de tres horas, ya que el futuro Rey de España llegó acompañado por un selecto grupo de viejos diplomáticos, entrenados, específicamente, para coordinar esas tareas de manera profesional y eficiente. Sin embargo, durante esas tres horas, nuestro promisorio diplomático hizo las presentaciones de rigor, indicó dónde quedaban los baños, se tomó unas siete fotos con el príncipe, se hizo autografiar la camisa, en fin, convivió nomás con los españoles, hasta que, dado que ni sospechaba que los bostezos, las consultas continuas al reloj y las cabeceadas del mimado de doña Sofía eran indirectas para que ahuecara el ala, tuvo que ser un corpulento guardaespaldas quien, de buena forma, le dijera: “os pido un favor, id hacia la puerta y cerradla, pero ¡por fuera, coño!” Nuestro jefe de protocolo, meditando esas palabras por unos segundos, comprendió la indirecta y, guiñándole el ojo al gorilón, le respondió: “Hoztiaz, creo que ya ze me hizo tarde”, y avanzó, seguramente con la intención de despedirse, y de una última foto, hacia el príncipe, pero la enorme masa del guardaespaldas le bloqueó el paso, por lo que no tuvo más remedio que sacar una fotito desde ahí nomás, al estilo paparazzi, y despedirse casi a gritos de Felipín: “Ea, zu alteza, que ya me voy, que fue un guzto conocedle, bienvenido zoiz en mi paiz, y bueno, hazta mañana”. El gorila español, pensando que el indiecito se estaba burlando de su castellano acento, a punto estuvo de partirle la crisma, mientras que Felipe respondió, a guisa de recompensa, con una sonrisa, pues pensó que el indiecito se estaba esforzando por pronunciar adecuadamente el idioma de Cervantes.

El peligro de esta virtud paceña, es que lo camaleónico se extienda de la lengua al cerebro; y eso, la experiencia cotidiana lo demuestra. Así lo expusieron, en diálogo público, a través de las ondas de una radioemisora, un par de sindicalistas empeñados en demostrar lo incoherente de las autonomías. “De qué pueblo cruceño se puede hablar –señalaba uno– si estadísticamente está demostrado que el cuarenta por ciento de la población en Santa Cruz es colla, el cincuenta por ciento es descendiente de collas, el ocho por ciento son chinos y el dos por ciento son croatas. Entonces, ¿de qué cruceñidad hablan?” “Es que con engaños hacen que nuestros hermanos nos odien –apuntó el otro sindicalista–. Como los maltratan, rápido tienen que hablar igual que los cambas, para camuflarse, y así se vuelven come collas, o sea, antropófagos, caníbales, a–cha–ca–che–ños, y para convencerlos, les hacen gritar ‘viva la autonomía’, diciéndoles que la autonomía es la ley para la legalización de autos chutos.” Y acaso estas afirmaciones puedan tener asidero en un graffiti recientemente aparecido en una pared cruceña, en el que, con letras enormes y verdes, se puede leer “Mueran los collas de mierda”, y debajo de esta frase, entre paréntesis y con letra menuda, dice: “(menos papá y mamá)”.

Ahora bien, no se puede negar que los paceños se han repartido por toda Bolivia. De hecho, aquí, en La Paz, debe haber unos ciento treinta y nueve paceños, pocos más, pocos menos, porque la mayoría ha partido en misión colonizadora, o collanizadora, si se quiere. Y obviamente, los que quedamos estamos sujetos a los embates de distintas culturas intra, inter y transnacionales, que ya sea con raeggeton, chacarera, hip hop o damas de compañía, de a poquito nos van volviendo menteabiertas, dizque. Y ante tal situación, los paceños demostramos otra virtud: buenos rateros somos. No como esos choros vulgares que descalzan a un borrachín tendido en la acera y se ponen los zapatos aunque les queden como canoas; no, nosotros, primero ubicamos un buen par de cachos, luego llevamos al propietario a una cantina y le hacemos farrear hasta que nos jure amistad eterna, que es, precisamente, cuando le pedimos una prueba de su amistad: “A ver, si eres mi cuate, cambiaremos gambas”, y el otro, ingenuo, ni siquiera espera que terminemos la propuesta para sacarse los zapatos y ponerlos sobre la mesa. Así, salimos de la cantina bien borrachos, medio estrenando calzado y, además, con un amigo eterno. Por si no fuera poco semejante despliegue de histrionismo, convirtiendo un delito en un arte, tenemos la suficiente percepción estética como para darnos cuenta de si los cachos nos quedan bien o no; entonces, si parecemos payasos, o nuestro dedo gordo está siendo comprimido, desechamos los zapatos, pero nos quedamos con los huatitos, porque esos sí pueden llegar a servirnos. De este, de aquel, vamos tomando las cosas que nos gustan, para renovar el vestuario. En este sentido, no debe resultarnos extraño que una de las canciones más collas, una de las que más veces ha debido ser dedicada a las 73 paceñas que quedan en este hueco, intitulada diminutivamente, igualito como hablamos en chiquitito, sea un taquirari. Para los que no sepan a cuál canción me refiero, os ilustro: “Collita”, popularizada por Wara en la voz de Dante Uzquiano. Y como este, hay varios taquiraris ultra collas, o qué ritmo creen que tienen “Yungueñita”, “Coroiqueñita”, por citar algunos. Claro que el Óscar García, rascándose su barba, nos diría que no son taquiraris; que, en todo caso, alguna vez pretendieron ser taquiraris, pero más temprano que tarde, huayño nomás se han vuelto.

Y quizás tenga razón, sobre todo, si cambiamos el verbo robar, por otro, que no es el mismo, pero es igual, ubicado en el “Diccionario de coba” del Victor Hugo Viscarra, esto es: nacionalizar. Claro, así la cosa cambia. No robamos, sino más bien, nacionalizamos, internalizamos, hacemos nuestro algo. De esta manera, con este otro verbo, resulta que no nos hemos robado el taquirari, lo hemos nacionalizado, o sea, en sencillo, lo hemos vuelto paceño, pues. Y así, no sólo nacionalizamos zapatos o sus huatitos, sino también cumbia, timbales, dragones, futbolistas, arquitectura, tecnología, cine, escultura, prensa, radio, y un largo etc., lo cual no implica que seamos saco de aparapita saenciano, hecho de puro parches –aunque la imagen no deje de seducir–, pues, más bien, somos el aparapita que se las ingenia para financiarse el trago, agenciarse un saco parchado e incluso conseguirse un Saenz que lo escriba en el papel y lo inscriba en el imaginario.

De tanto nacionalizar, algún rato le tenía que tocar turno a la literatura. Por lo que no es difícil imaginar a un grupo de urbandinos encopados, en la década del 60, celebrando el 20 de octubre como buenos cholos, hasta el 30, que ha debido ser cuando, dándole reposo a la muñeca y al cubilete, empezaron a protestar airadamente por la soberbia porteña, heredada a sus escritores. “Qué siempre se habrán creído estos gauchos, sólo porque hablan italiano ya se dan ínfulas de escritores”, diría alguno, iniciando nuestra historia. Y seguirían los otros, envalentonados por la cerveza: “Se creen europeos, pues, hermanito, pero nada que ver, indios blancos nomás son”. “Cierto, che; además, ¿qué figura literaria importante ha querido vivir en Buenos Aires? Nadie, ¿no ve? Mientras que acá, a nuestra mamita de La Paz, Cervantes se quería venir a radicar, Cer–van–tes, viejitos, ningún piojo tuerto, ni bibliotecario ciego”. “Verdad es lo que dices, por eso yo siempre he manifestado que el Quijote tiene un espíritu chuquta”. “Ya ya ya, esto es mucho bla–bla, en vez de ordeñar bilis, haremos algo”. “Meta, viejito, qué hacemos, yo me apunto y les invito dos chelas, además”. “Tenemos que fundar la Carrera de Literatura, porque saben una cosa... no hay”. “Tienes toditita la razón, hermano: no hay”. “Claro, pues, por eso tenemos que fundarla, así vamos a aprender italiano para joderlos a los gauchos”. “Qué italiano, ni qué full de huevo, vamos a aprender latín”. “Bien dicho y bien pensado, hermano, vamos a aprender latín en italiano”. “Ya, che, a este vecino córtenle el trago. Vamos a aprender latín para que los gauchos no nos entiendan”. “A ver, a ver, creo que nos estamos desviando. Primero, ¿de acuerdo todos en fundar la Carrera de Literatura?... Bueno, como el que calla otorga, asumo que es mayoría absoluta. Entonces, yastá, ya tenemos carrera, que es lo importante, luego decidiremos quién la va a dirigir”. “Pucha, viejito, si Cervantes hubiera venido, a él lo hubiéramos nombrado director”. “No seas burro, si Cervantes hubiera venido, ya estaría muerto”. “Y eso qué importa, póstumo, pues, director póstumo lo nombrábamos”. Y si así no fue como sucedió, da lo mismo, pues lo que importa es que así podría haber sucedido. Ya que, finalmente, la literatura no es certeza, sino potencia.

Y desde ese no tan lejano 1966, muchas cosas han cambiado en la Literatura, en su Carrera, en el País y en el mundo. De hecho, muchos de los antiguos estudiantes, ahora veteranos catedráticos, protagonizaron una especie de golpe de estado, con el objetivo de cambiar el rumbo que había tomado la Carrera, pues ellos no consideraban que hubiese que aprender latín para que los gauchos no nos entendieran, siendo suficiente para dicho fin, nuestra lengüita camaleónica. De esa forma, con la seguridad de hacer lo correcto, pero también seguros de que, en el futuro, gracias a su propio ejemplo, ellos mismos serían volteados por los cuervos que habrían de criar, asumieron el mando de nuestra Carrera. En ella me formé y en ella aprendí a reírme de la tristeza y llorar por la alegría; en ella descubrí que la literatura también se hace en las paredes o en las charlas de cantina; en ella descubrí que La Paz es todo, menos paceña, y que ese todo es más paceño que La Paz, porque el diálogo incesante de las culturas que pueblan este hueco, no sólo inventa ficciones cotidianas, sino también ficciones históricas, cuando no existenciales, nutriéndose de las múltiples voces, por tanto, palabras, que configuran este espacio imaginario. Y a nosotros, futuros golpistas, sólo nos queda defender esa diversidad, mandar al diablo el “todos somos iguales”, porque mentira es, no somos iguales, y eso es lo maravilloso y mágico de este hueco; además que, en el fondo, es también el pilar de la Carrera, pues la Literatura, para hacerse, decirse, imaginarse, escribirse o inventarse, necesita, pues, de aquellos que han decidido ejercer la palabra, el compromiso militante para defender y perpetuar en, con y desde el lenguaje, la imposibilidad de lo absoluto.

De la Danila, su replica

Así, como aparece en la foto, no diera la impresión de que la Danila fuese un mutante que, quién sabe por qué desvarío genético, ha desarrollado una lengua viperina. Digo esto, porque resulta que el “Director” había entrado a este humilde blog y, en vez de agradecer la publicidad que le hago, sólo atinó a mandarme un mail cuyo contenido les transcribo:

Bueno mierda, primero, el que se ha perdido toooooooooooooooooodo el año eres vos, y ahora, como estoy con el corto, recién te dignas a hablarme, interesado de quinta.

Luego, lo que haces en tu blog de morondanga, mozalbete pedófilo, se llama CALUMNIA periodística, uso ilícito del poder, y falsa información, cuando tú alegremente comentas a tu rebaño que estoy hecho al famoso y no escribo. Pues bien, cuando te vea en La Paz, te meteré un cable caliente por tu uretra, mientras escribes las aclaraciones pertinentes en tu blog. Además, exijo compensación monetaria y derecho a replica. Sonso y mierda.

Por otro lado, vi tu blog y bien bonito está siempre; por eso, y sólo eso, te mando el guión final, a ver si lo publicas. El guión, por supuesto, aclaras que lo encontraran lineal y absolutamente descriptivo, es decir, no hay la magia que se puede encontrar al leer el cuento, ya que eso supuestamente se lo verá en la película.

Bueno, hay más cosas, si quieres que te mande, pero estas dos semanas estoy realmente jodido con la maestría, porque son mis dos últimas semanas de clases, luego son monografías y mi tesis.

Por último, lamentablemente no podré levar el corto a fin de año, porque no estará terminado; recién me darán mesa de edición y sonido en enero, cuando ya vuelva; la huevada es que dependo de los horarios de la universidad.

Bueno, esito sería. Chau.

Daniel.


Como habrán podido percatarse, el bonachón de la foto es un tipo de temer. Por eso, antes de sentir algo quemante en mis adentros, le di nomás el derecho a replica exigido; y, por si no fuera poco, también publiqué su guioncillo. Claro que, por cuestiones de espacio (y de prestigio), no lo puse en está página, sino en una ventana independiente a la que pueden acceder por aquí: El guión de la Danila

Sean ustedes quienes juzguen a ese cholo aporteñado.