octubre 30, 2006

Como que medio que multiviolación pluriomuigualitaria

Sialguien celufoneaba a los verdeformes, como que casiel Paticorto se salvaba. Ni que no ni que sí, pero lo menos bueno de suautorreferencia eran las puñafiladas dia tres. Oportunidad, como que no pudo tener. Siempre caracúlico como cojiandaba, nunca quería practicar con nosotros. De que libreaba por todas partes, es algo que casi como que nadie puede afirmar negativamente; pero por tanto lecturear se olvidaba de las compadreadas. Ahora quia patalargado, como que si no combustionamos sus inutilibros otros pudieran, más tarde o menos temprano, medio que retinearlos y dejar las prácticas.

Las prácticas son importantes. No son todo, pero como que son lo único quiautoayuda en el barriocelda. Manejar puñafiladas dia tres para dejar buenas cicatriceadas nues casi menos que difícil. Claro que sin la compadreada nuay arma quialgo ayude. Tú compadreada es algo así como que la familia que no tienes. Si nueres malazarado, ni que sí ni que no, pero hastún culialegre puedes ligar. Otros tenemos que pajimanearnos cuando las ganas vienen. Pero sieres carilindo comuel Paticorto, mejor que te cicatriceén la portada, porque con andar caracúlico comuél, medio que no basta para que no te retineén.

El Paticorto tenía una portada como que de niña, pero nuera culialegre. Por lo mismo, menos que por otra cosa, tendría quiaber sido menos que malo para las puñafiladas dia tres. Además, como cojiandaba, no mucho pero sí nada poco, derechizquierdeaba el escape como que provocativamente. Nosotros liofrecíamos voladores químiconasales para que medio que se deje, peruél como que malformaba interpretativamente nuestras propuestas y, entre que ofendido y ceñifruncido, nos decía que de suautorrferencia lo menos peor era ser hombre. Tan negativamente nos respondía, que medio que le creímos lo de la hombría y lo dejamos en paz. Al final, era de la compadreada.

Claro que los de la otra compadreada como que no comprendían, porque casi nada, aunque algo sí, sabían del Paticorto. Ellos sólo lo veían cojiandando con sus inutilibros, mientreando por todas partes. Y sin decir que lo positivo es menos que lo negativo, o sea, segureando, medio que puedo creer que tanto verlo derechizquierdar el escape los dejualgo así como que boquiaguados, con ganas de tapárselo. Y no se cerebreé nada menos que cerca de la verdad, pues nuestra compadreada sí sabe defender sus cuadracubiles; peruel Paticorto, caracúlico y mulactante, como que se le ocurriúir ir a buscar algo para lecturear a las cuadracubiles del otro lado. Dos menos que malos puñafileros lo medio que retinearon y casi es algo así como afirmativo, que los dos, por seguirle la derechizquierdeada, entre que lo vigilaron y guardespaldearon, claro que poco hubieran podido hacer, cuando los de la otra compadreada caritierrearon al Paticorto, así que, segureando, sólo retinearon lo que pasó.

El Paticorto, como que hacía fuerza, pero un par de puñafiladas le cicatricearon la espalda y medio que lo tranquilizaron. No sé si fácil, pero difícil no, en todo caso, como que le bajaron los guardapiernas, dejando el escape al aire, y uno tras otro le culidislocaron, tanto, que medio que es algo nada negativo que hubiera quedado más cojiandante. Pero como además de carilindo era malazarado, como que medio satisfechos, los de lautra decidieron hacerligualar las patas. Los nuestros nada podían hacer, eso boquearon, pero como que se quedaron cerebreando que si celufoneaban a los verdeformes, el Paticorto hubiera podido seguir haciéndonos boquiaguar con su derechisquierdeo. Casi les creemos su intención, pero alguno menos asnoactante que los que medio que más tiran para ese lado, se desolvidó de que en el barriocelda nuay celufonos. Casi medio segureando, los dos se pajimanearon mientras se culifruncían al Paticorto, cosa que nies mala nies buena; lo que si sería como que malo, es que fueran ellos los que siubieran culimontadual cojiandante, y no por haberlo patalargado luego, sino por ser así medio que como egoístas.

octubre 27, 2006

de la Danila, su versión.




Uno de mis mejores amigos es Daniel Moya, alias “la Danila”. Este cuate, hace casi ya dos años, se fue a Buenos Aires para cursar una maestría en cine documental. Al parecer, al chango le ha ido bien, porque incluso su guión, basado en un cuento mío, resulto seleccionado para filmación. Así, el otro día me llegó un mail en el que me contaba que ya había terminado de filmar y que estaba en el proceso de edición. Curioso, como soy, le pedí me mandase algunas fotitos para ver cómo había resultado mi cuento en imágenes; bueno, a continuación les transcribo el cuento, ilustrado con algunas fotos de la filmación de la Danila.



Póquer de huevo



Los dados rodaron por el mantel agujereado como estampida de animales salvajes, atropellándose en su carrera hasta detenerse casi en el centro de la mesa, observados por siete ojos, uno de los cuales parpadeaba exageradamente debido a la delgada columna de humo que se desprendía de un cigarrillo y ascendía como cobra encantada buscando clavar los colmillos en la pupila de su víctima. La música, puesta a todo volumen para otorgar privacidad a las conversaciones de las distintas mesas del local, cesó de repente, originando una seguidilla de chiflidos y reclamos. “Es que está pasando la procesión”, indicó el garzón de manera tímida; pero tuvo que ser el Cíclope, con el ojo lagrimeante envenenado de humo, el que calmara el alboroto con un intimidador rugido: “Respeten a la virgen, carajos”.


La procesión anual de la Virgen de los Olvidados recorría varias calles del barrio, dejando a su paso un penetrante olor a incienso que muchas veces atentó contra la vida de algún asmático. Un sacerdote encabezaba la marcha, exclamando rítmicamente, ayudado por un megáfono, avemarías y padrenuestros. A pesar de esta colaboración tecnológica, no podía competir contra los poderosos gritos de un grupo de sindicalistas algo ebrios que, acostumbrados a las arengas revolucionarias, expresaban su devoción, medio en serio medio en broma, de la única manera que conocían: “Viva nuestro señor Jesucristo”, “Gloria a los mártires de la revolución judía”. “Viva”, “Gloria”, respondieron desde el bar los parroquianos, algunos de los cuales incluso salieron a disparar unos cuantos petardos, muy aplaudidos por los sindicalistas.

Luego del momento de fe, la música se apoderó del boliche. El Cíclope clavó su mediamirada en el pequeño sujeto que tenía frente a él. “Póquer de huevo –le dijo sonriendo macabramente–, no te alcanza”. El hombrecito, que había estado petrificado y sudando copiosamente durante el paso de la procesión, empezó a fumar nerviosamente, casi masticando el cigarrillo, y, secándose la humedad de las manos en las mangas del saco, se puso de pie. Su metro y medio no intimidaba a nadie y menos aún vestido con ese terno gris gastado, parchado con óvalos de cuerina en los codos. “Mejor sentate –le dijo el Cíclope–, no quieras hacerte el machito”. Servilmente obedeció la orden, apoyó los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos. “No tengo plata –balbuceó entrecortadamente–, te pago a fin de mes”. “El mismo cuento de siempre –dijo el Cíclope mirando a los que flanqueaban al perdedor–. ¿Qué tal, le creemos?” Unas risas fingidas fueron la única respuesta. “Ni modo, viejito, te has jodido. Ya sabías que era tu última oportunidad. Si no hay plata, pierdes un ojo; si no pagas hasta el lunes, pierdes el otro, así nomás. Por ay, si me animo, te dejo un doble o nada, todo depende”. Los matones del Cíclope tomaron al hombrecito por los brazos y prácticamente lo sacaron alzado del bar, llevándolo hasta el callejón situado a unos metros de la puerta. “¿Prefieres con cuchara o con cuchillo? –le preguntó el Cíclope, exhibiendo los dos instrumentos–. Con cuchara no queda cicatriz, como yo, ¿ves? Luego te haces poner uno de vidrio. Casi ni se nota”. Los maleantes dejaron escapar estentóreas carcajadas, mientras el pobre sujeto lloraba de rodillas, implorando inútilmente una prórroga.



“Curas oligarcas”, “Sotanudos dictadores”, gritaban los sindicalistas, mientras se acercaban a la esquina del callejón luego de haber sido expulsados de la iglesia. “Compañeros, compañeros –gritó el hombrecito al escucharlos–, me quieren detener los buzos”. Inmediatamente, ante el clamor de un camarada en apuros, los seis arengueros entraron al callejón y, sin hacer caso a las explicaciones del Cíclope, agarraron a los agresores, permitiendo la veloz huída del deudor. Un par de navajazos hicieron retroceder a los sindicalistas, cosa que aprovecharon el Cíclope y sus secuaces para lanzarse en persecución de su víctima. “Ya debe de estar lejos –dijo uno de los salvadores–, bien lo hemos hecho”. “Vamos a festejar la libertad del camarada –expresó otro–. ¿Quién dijo dos?”




“Voy a tomar veneno para olvidarte...”, chillaban los parlantes del bar, acompañados por la voz de un borracho con ínfulas de barítono que cantaba a todo pulmón, derramando lágrimas y sujetando una botella por el cuello. No era un lunes habitual, el bar estaba repleto pues la fiesta de la Virgen se prolongaba de sábado a sábado. Las mesas del local no daban abasto a la cantidad de clientes que aplaudían, desesperadamente, clamando por la atención de algún garzón. En una mesa del fondo, seis diablos, desprovistos de cuernos, discutían airadamente sobre la situación del país. Más a la derecha, una chola dominaba por los cabellos a un obeso chofer, completamente intoxicado, provocando las carcajadas de los amigos. En las mesas de la izquierda se habían formado dos bandos que gritaban alternadamente: “Tigre/chacra – Tigre/chacra – Tigre/chacra ...”, marcando el compás con furibundos golpes en las mesas, creando un contrapunto a dos voces de tal perfección, que incluso un caporal se puso a zapatear, haciendo alborotar los cascabeles, pues la rítmica discusión le trajo a la memoria la cadencia de los bombos domingueros. En la mesa del centro, seis ojos, ajenos a todo ese bullicio, centraban su atención en el vaso de cuero. La mano temblorosa, con débil impulso, dejó en libertad los dados para que iniciaran floja carrera hasta el centro del cuadrado. “Uta”, exclamaron los secuaces del Cíclope, el cual mediomiraba ferozmente al sudoroso hombrecito. Éste, casi por instinto, irguió su metro y medio apoyándose en la mesa. Incluso con el parche de pirata, que le daba a su rostro una apariencia algo ruda, no inspiraba ningún respeto. Inútil hubiera sido intentar otra huída. “Póquer de huevo –le dijo el Cíclope–. ¿Cuchara o cuchillo?”


“Póquer de huevo”, en Réquiem para once, editorial Gente Común, La Paz, 2003.

Todavía estamos en octubre


Quería festejar el 20 de Octubre cambiando la imagen del blog, pero mi ignorancia en las cuestiones informático-cibernéticas me impidieron hacerlo a tiempo. Sin embargo, como dice el dicho, más vale tarde que nunca; y así, urgueteando códigos, de los cuales no sospecho nada, probando-probando, he llegado a algo similar a lo que me había imaginado. Varias noches de desvelo me ha costado el chistecito, pero qué importa, La Paz se lo merece... bueno, en realidad se merece mucho más.

Y como ya va a ser hora de ir a trabajar, mejor me despido nomás.

octubre 23, 2006

Y ahora... ¿Quién podrá defenderme?


Hace algunos años, en la Plaza Avaroa, un grupo de muchachos festivos, seguramente ya sin plata para seguir bebiendo, decidieron jugar un partidito de fútbol. Yo he estado borracho muchas veces (pero así, borraaaaaaacho, shempre), por eso sé que el alcohol perjudica el sentido de la vista, de tal forma que entendí, sin hacerme ningún lío, que esos púberes, ebrios como estaban, me confundiesen con un balón y pusiesen en práctica su decisión. Y el partido ha debido estar bien disputado, porque yo no rodaba mucho: los de este lado pateaban, yo daba una vueltita y, zas, ya pateaban los contrarios. Comprensiblemente, como el partido se había estancado en la media cancha, alguno ha debido perder los estribos y agarró el balón (o sea a mí) con las manos, zarandeándolo de manera antideportiva. Obviamente, como buen futbolero, hice notar que eso era “mano” y no estaba permitido en el fútbol; entonces, auto-promoviéndome de balón a árbitro, le dije al infractor: “yastá, te has jodido, estás expulsado”. Entre todos los jugadores se miraron con cara de cojudos (ahora que lo pienso, su reacción fue normal, quién no se quedaría cojudo si, de repente, una pelota se volviera árbitro) y el expulsado, con un cinismo digno de futbolista argentino, me encaró diciendo: “Qué pasa’ps chango, ¿borracho estás?” Luego de carcajear por su ocurrencia, le respondí: “¡Yaaaaa! El burro hablando de orejas”. Como el cuatecito, además de estar ebrio, seguro era un tantito ignorante, no entendió el refrán y creyó que le estaba insultando. “Quién es burro, carajo, quién, a ver, quién, en mi cara dime, a ver dime, dimeeeee”; así me insistió el malcriado, tufeándome los aromas de la chorrellana de mediodía, cosa que no sólo me asqueó, sino que consiguió disipar mi buen ánimo, infundiéndome unas ganas irreprimibles de venganza, por lo que, igualito, encarándolo, bien cerquita, para que se asfixie con mi aliento a chorizo del Merlan, cumplí su petición: “Bu – rro, eres un buuuu – rrooo, ¿yastás happy?”. Esos chorizos del Merlan son, pues, armas mortales una vez digeridos, porque el tipito, convulsionándose por las arcadas que le provocó mi respuesta, se alejó corriendo para devolverle a la madre tierra lo que de ella había salido (las cebollas, claro). Y yo, cholo urbandino, ufano por haber vencido el duelo de alitosis, inflé el pecho y, con la mirada, les comuniqué a los otros críos: “Y ahora, ¿quién es el papá?” Recién entonces descubrí que tenía poderes telepáticos, porque todititos me habían entendido y, como buenos cholos, no aceptaron la provocación, ni siquiera cuando intenté arreglar las cosas, “¡yaaaaa!, jodita era”, diciendo, “cómo se van a rayar así, ¿acaso no somos cuates?”. Dándome cuenta de que ya no había forma de contener a la turba, hice un último intento por salvar el pellejo: “Ya ya ya ya ya ya yaaa, basta che, ya estuvo buena la broma, pendejitos, mejor desaparezcan, si no, voy a tener que hacer una demostración de Jiu-Jitsu brasilero”. Y me puse, o supongo que lo hice, en una postura idéntica a la que Bruce Lee recurría antes de reventar a cuarenta chinos. Sin embargo, yo no contaba con que estos chango fuesen cinta negras-tercer dan en Tiku-Du y Way-Kean-Do. La cosa se puso brava y ahorita podría estar muerto y enterrando, soportando que el Ganja venga a profanar mi sepulcro para llevarse recuerdos, de no haber aparecido en escena varios policías, quienes, no satisfechos con haberme salvado, me embarcaron en un radio taxi, recomendándole al chofer que no corra mucho. A esas alturas, ya eran las 8:30 de la mañana; había farreado como diez horas, y sumándole a eso el ejercicio que realicé con los festivos muchachos, no fue nada raro que me quedase dormido, no sin antes hacerle recitar mi dirección al chofer, para asegurarme que no se perdiera. Cuando desperté, tirado en la calzada, sin zapatos, chamarra, billetera, ni celular, confirmé algo que ya sabía desde hace mucho, pero que, con mi habitual tendencia a dar oportunidades, había preferido no tomar en cuenta: Jamás, pero jamás de los jamases, se debe confiar en los taxistas.

Y toda esta cháchara se debe a que, hace algunos días, respondiendo a un post, dije que los policías estaban metidos en N clases de negocios turbios. Obviamente, hay policías corruptos, lo cual no implica que todos lo sean. Personalmente, nunca tuve ningún inconveniente con ellos; es más, en similares situaciones a la que acabo de narrarles, los policías, cual chapulines, aparecieron providencialmente para salvar mi vida o, quién sabe, mi honra. Por tanto, me disculpo por la generalización que, tan ingratamente, realicé. Pero, eso sí, de los taxistas no me disculpo, ni lo haré, porque he sido víctima de sus “travesuras” muchas veces. Sobre eso, ya les contaré en otra ocasión.

octubre 20, 2006

Collita (festejando lo único "nuestro")


Lindas montañas te vieron nacer y, algún día, tú también las veras; desde lejos, claro, con perspectiva universitaria, explicando tus recuerdos con lengua norteña, beauty mountains/my country, pero con melancolía urbandina.

Ahora no las ves, no las sientes; por eso, tampoco me entiendes. Y, aun así, algo hay que nos une; un nosequé perverso, insistente, tentador. Nada tiene que ver tu linda silueta de bella mujer, ni tus labios rojos que incitan amar; no, más bien son tus ojos, esos muy negros de hondo mirar, los que perturban, los que atentan contra la normalidad y hacen de la rutina una aventura cotidiana, una constante búsqueda de roces, de palabras, de coincidencias.

Por si lo olvidaste, hoy está de cumpleaños nuestra ciudad; viste, ¡tenemos algo nuestro! Sí, hoy es el día de este hueco, más bien vagina, que no se cansa de parir sueños, esperanzas, deseos, palabras, música, sangre, balas, Octubres, en fin, ¡vida, carajo! Y así, vivos, aún no hemos podido comprenderla; por eso necesitamos concebirla como tumba, como la fosa que está cavada desde siempre para que la habitemos eternamente; así, imaginándonos muertos, podemos ver sus otras caras, conocer su alma sepia y su sonrisa aguayo. Pero sé que ahora no entiendes lo que te digo; lo jodido es que cuando lo hagas, quizás yo no sea yo, y ese otro te será más incomprensible aún.

En fin, soy como la ínclita, nomás: farsante; sin embargo, también como ella, antropófago insaciable. Es que lo otro es apetecible, que no envidiable, probablemente porque nosotros también somos lo otro; cierto narcisismo hay en esto. Así, se explica por sí mismo el hecho de que la canción que hoy te dedico, Collita, en realidad sea un taquirari, música camba, pues.

Entonces, collita, sabiendo que no podemos ser lo que somos y queremos, por lo menos festejemos, unidos por la distancia que nos acerca, el aniversario de lo único que podemos compartir sin la vergüenza que implica “lo nuestro”: Nuestra Señora de La Paz.

octubre 17, 2006

Intimidades



Saliendo de la adolescencia, un buen día me topé con la naciente sección “Intimidades” de un periódico de circulación nacional. En esta, como ocurre hasta hoy, aparecían varios anuncios ofreciendo servicios sexuales, mostrando fotografías de preciosas mujeres semidesnudas. Jugando con el lenguaje y sus sentidos, los anunciantes aseguraban que las fotos eran “100% originales” (esto también continúa ocurriendo). Y uno, ingenuo urbandino calenturiento, se atormentaba por no contar con los 150 pesos que lo separaban de esas beldades y los “14 servicios” que prometían.

Un amigo, más ingenuo aún, al encontrar en Playboy a una de las meretrices “urbandinas”, con un entusiasmo que bordeaba el paroxismo, me dijo: “Pucha, viejo, esa choca que se anuncia en el periódico, la tetona, ¡había sido modelo de Playboy!”. Lo miré con la misma ternura que miré a mi sobrino cuando me contó que “el ratón Pérez me ha dejado cinco pesos por mi diente”; le di una palmada en el hombro y procedí a explicarle algunas nociones de marketing.

Otro amigo, que estafando a sus viejos logró reunir el monto necesario para disfrutar de esa “diosas andinas”, botando espuma por la boca, me contó: “Son unos estafadores de mierda. Un tipo me cobró la plata y me metió a un cuartucho hediondo donde estaba una gorda peluda y borracha. Yo protesté y le dije que quería a la mina del periódico; el maleante, riéndose, me dijo que si quería a una mina como esa tenía que buscarla en Las Vegas, con cinco mil dólares en el bolsillo. Yo reaccioné furiosamente gritándole que eran unos estafadores, porque decían que las fotos eran 100% reales, a lo que él me replicó: ¿y acaso no lo son?, ¿acaso las fotos son de mentiritas?”.

El tiempo ha pasado y las estrategias mediáticas de estos puteros modernos han variado un poco. Ya no ofrecen 14 servicios, sino más bien estatus: “Sólo para ejecutivos y extranjeros, seis señoritas universitarias ofrecen distinguida compañía...”. Me pregunto: ¿Los que contratan estos servicios exigirán el título profesional o matrícula universitaria antes de pagar? Me respondo: No. En realidad, es una cuestión de imaginarios personales; no interesa si la mina es culta, boluda, bilingüe o analfabeta, lo que importa es que el cliente crea que no está acostándose con cualquier cosita. De esa manera, expían vergüenzas o culpas, convencidos de haber tenido sexo no por mero instinto o desesperación, sino por una atracción intelectual acorde a su estatus.

Alguna vez, hablando en clases sobre este tema, un alumno dijo: “Ser puta es fácil, basta con abrir las piernas y punto”. “Y tú”, le contesté, “¿por 50 pesos te acostarías con una doña rolliza, mal depilada, con aliento a cebolla? ¿Crees que soportar eso es fácil?”. Se quedó pensativo y no supo qué responder.

No estoy haciendo una apología de la prostitución; sólo quiero hacer notar que las mujeres que se dedican a esa actividad, en la mayoría de los casos obligadas, no llevan una vida cómoda ni se hicieron putas por flojas. Diversas investigaciones han demostrado que muchas chicas son engañadas con propuestas laborales prometedoras y luego, prácticamente en condición de esclavas, son obligadas a vender su cuerpo en los lenocinios “clandestinos” que funcionan en varios edificios de oficinas de esta urbe.

La Razón, empleando una falsa moral indignante, desde hace un tiempo publica un anuncio en su sección “Intimidades”, señalando que está prohibido exhibir en los anuncios desnudos parciales o totales, como también queda prohibido el empleo de la palabra “anal”. ¿Creerán que con eso están haciendo un bien a la sociedad y sus valores?

Obviamente, el dejar de publicar este tipo de anuncios, eliminando esta sección de sus páginas, no hará que la prostitución desaparezca, pero creo que sería ético que lo hicieran, pues esos anuncios están ligados a un delito: la trata de blancas; mismo que ha sido investigado y denunciado por sus propios periodistas, en otras secciones “más decentes”.

octubre 15, 2006

Antes de vivir


Un día como hoy, pero hace muchos años, la mujer que amaba me dio una noticia que me alegró la vida. “Estoy embarazada”, me dijo seriamente, y yo, ingenuo, casi gritando contesté, “¡Qué bien!”. La abracé, pero me preocupé por no hacerlo con mucha fuerza, no quería lastimar a ese ser que ya estaba viviendo. Ella se apartó de mí con torpeza y comenzó a llorar a moco tendido; inútiles fueron mis intentos por calmarla, tuve que quedarme quieto, viéndola sufrir, aunque sin comprender el porqué, mientras en mi interior se originaba un conflicto premonitorio al tratar de compatibilizar el dolor ajeno y la alegría propia.

“No lo voy a tener”, me lanzó sin analgésico. Tenía sus motivos, claro que en ese momento ninguno me parecía correcto. Prometí, propuse, amenacé, lloré, insulté, clamé, pero nada pudo cambiar su decisión.

Eran los tiempos de jugar a la música; por eso, mi sufrimiento se hizo canción:


Antes de vivir

Antes de vivir has muerto
callaste sin tener voz
emprendiste viaje al cielo
sin quererlo Dios
Y la luz que no ha brillado
me ilumina hoy

Tu camino ha sido corto
un principio, un final
y las huellas que dejaste
no se borrarán
Donde terminaste empiezo
a caminar hoy

Y en un jardín hoy estarás
entre flores mariposas y algo más
conociendo alegrías en un mundo espiritual
viviendo felicidad
y odiando un poco al amor
perdonando un poco al amor
y entendiendo nada al amor

octubre 13, 2006

¡¡¡VIERNES!!! (Vieeerneees, viernes y te vaaaas...)


Dicen que la fe mueve montañas; nunca he sido testigo de tal prodigio, pero que el alcohol las mueve, es innegable. Por eso, después de pasar una noche maltratando el hígado, es bueno tener a mano una foto del Illimani para cerciorarnos de su forma, esa que desapareció horas antes, cuando, mirando al norte, casi me suicido al percatarme que la majestuosa montaña había sido devorada por la tierra, y gritando como loco, “¡temblooooor, tembloooor!”, inicié una histeria colectiva que terminó cuando un parroquiano menos ebrio estiró su dedito, como E.T., apuntando hacia el sur, donde, inamovible desde siempre, estaba el macizo de piedra, correctamente ataviado con su poncho blanco. Luego, el comedido se fue, conducido por un chofer casi infante, en una bicicleta voladora que cruzó el Illimani para perderse de a poco.


Pero lo de la fe no es chiste. Es más, yo le tengo fe ciega al trago, en especial al ron, para curar cualquier malestar. Y, ojo, nunca me ha fallado; desde una gripecilla hasta la fractura de alma, el buen alcohol ha funcionado mejor que jarabe Krusty, dejándome “chalinga”, por lo menos unas horas. Ahora ya no me curo tan a menudo, pero cuando iniciaba mi tratamiento jueves, aplicando los respectivos refuerzos viernes, sábado y domingo, espontáneamente, un viernes de gloria, antes de comenzar las libaciones, solemnemente me paré y, pidiendo silencio, honré al trago con una sentida oración: “Roncito, no soy digno de que entres en mi cuerpo, pero un solo trago tuyo bastará para sanarme”. Así, muchas veces he salido curado de varios boliches.


Una recomendación: al recogerse, jamás deben hablar con extraños, pues a veces, los extraños son muuuuy extraños. Como ese tipo que estaba trepado en un poste, “estoy trabajando”, diciendo, con el que charlé casi dos horas hasta que los primeros rayos del sol le cortaron la lengua y le derritieron el alma. Entonces, recién me di cuenta de que el extraño era un muñeco que, a guisa de espantapájaros, había sido colgado en un poste para ahuyentar a los ladrones. Avergonzado por las miradas curiosas, me fui rápido de ahí, no sin antes gritarle al extraño: “cojudo, mirá los calores que me has hecho pasar”.

Al volver a casa, antes de intentar simular sobriedad con padres, esposas, parejas o amigos imaginarios, realicen el siguiente test:



Y recuerden: “Si bebe, no conduzca”, pero si lo hace, por favor recójame del Manga a las 7:00.

octubre 11, 2006

Algo sobre los urbandinos


Si en la música es dónde más claramente se puede hallar ejemplos de lo chicha, no es menos cierto que es también en esa expresión artística donde adquiere connotaciones negativas. La música chicha es, a decir de los entendidos, una aberración, una mixtura que repite ritmos con el solo fin del lucro. Parte negativa, en fin, como la tiene cualquier cosa, lo cual, sin embargo, no impide que sea en éste género musical donde se ejemplifique mejor una de las características de la expresión urbana paceña. Expresión chicha que no ha nacido como producto de una hibridación del huayño y la cumbia, sino que tiene orígenes más distantes. El inconsciente colectivo de una ciudad en crecimiento como La Paz, de la década del cuarenta, ya portaba esta expresión, manifestándola, sobretodo, en las fiestas. Sólo el alcohol podía velar por momentos la melancolía andina, permitir fluir la alegría del baile, la picardía de las coplas, el coqueteo de la cueca. Alegría que se importa, alegría que se extrae del fermento de la cebada o el maíz, pero que sólo es un velo tenue, casi transparente, sobre la esencia del andino. Así, en una fotografía tomada por don Julio Cordero, de una fiesta de antaño, se puede apreciar cómo los hombres han dejado sus lugares para ir a acomodarse rodeando a las damas, acomodándose algunos de pie, detrás de ellas, y otros, sentados, casi tirados en el suelo, a los pies de las señoras, entre las cuales destacan dos cholas de gran garbo, ocupando el lugar central, ataviadas de un blanco que contrasta con el oscuro de los demás atuendos. Niños y niñas, muchachos y muchachas, hombres y mujeres e incluso una anciana con cejo fruncido, posan para la cámara de don Julio, con total informalidad, pero sin descuidar la postura, la mirada al infinito, el pecho inflado o la mano en la cintura. Fiesta abigarrada, socialmente hablando, donde todos están unidos por la serpentina, las cervezas que yacen tiradas en el piso, pero también por la misma expresión, aquella tal vez inconsciente, que sólo es delatada por la guitarra, instrumento que empuña uno de los retratados, quien ha decidido quedar registrado por la lente en actitud de tocar las cuerdas, acomodando los dedos de su mano izquierda sobre las que forman el acorde la menor. Es decir, en medio de la fiesta, de la alegría que ya ha sido desatada por la cebada, el guitarrero atina a posar marcando en la guitarra una tonalidad menor, propia de las melodías melancólicas, de los huayños y de los yaravís. Es que esa alegría melancólica ya estaba presente en nuestra ciudad, creciendo, haciéndose cada vez menos implícita, cada vez más paradójica. Y así nomás seguimos los cholos urbandinos, reventando de color la ínclita ciudad para disimular su tono sepia, alegrando nuestra melancolía, viviendo nuestra muerte, matando nuestra vida, barroquizando este hueco, herida del altiplano, a veces cuna, a veces tumba, pero siempre trinchera.

octubre 10, 2006

Recuerdo u olvido (Canciones que me marcaron III)


Mi madre, exiliada por la democracia, el 93 aterrizó en Salta para quedarse casi tres años. Como buen hijo, el primer día de toda vacación volaba hasta ese rinconcito del norte argentino para ser mimado unas semanas, o mejor dicho, unas horas, ya que la viejita trabajaba todo el día y sólo podía mimarme al final de la jornada.

Urbandino tímido, poco dado a sociabilizar, pasaba los días encerrado en la casa, cantando como borracho de cantina “con que yeeeerbas meeee cautiiivas dulceee tierraaa boliviaaaanaaa...”, hasta que las emisiones de los dos únicos canales libres de pago comenzaban, porque entonces el canto cambiaba a “tengoel corazóoon con augeriiiitooooos...”, que se me había pegado a fuerza de tanto ver “Chiquititas”. Los sábados, la programación mejoraba; por lo menos, había un programa de variedades bastante ameno, conducido por Marcelo Tineli: El ritmo de la noche. Cosa rara hoy en día, en ese programa los grupos tocaban en vivo.

En mi última semana de la primera vacación salteña, anunciaron que El ritmo de la noche presentaría un especial: ¡la banda sonora de Tango Feroz en vivo! Cinéfilo ignorante, ni siquiera sospechaba que Tango Feroz era una película; pero igual esperé el programa con ansiedad, pues desde muy niño el tango me había gustado. O sea que los vecinos tuvieron que soportar una semana de alaridos tangueros en la voz de un cholo, en ese entonces, bastante desafinada. “Arrastreee poreste mundooo la vergüeeeenzaaa dehabeeer siiidoo yeel doloooor deee yanooo seeer...”, y obviamente, “Miraflooooreeeeees miii refuuugio domingueeeerooo...”

Completamente afónico, el sábado me instalé en el sillón de la sala para disfrutar de una velada porteña en pleno invierno norteño. Mi mandíbula se ha debido desencajar y caer hasta el piso, soltando mi lengua como alfombra roja para celebridades, igualito que en Tom y Jerry, cuando en el escenario aparecieron unos melenudos mamarrachos en vez de los elegantes compadritos que yo esperaba. Poco duró mi decepción; con la primera estrofa de “El amor es más fuerte” me quedé cojudo. Y luego “El oso”, “Tango feroz”, “Hasta siempre”, etc. El lunes, como si tuviera que comprar pan en tiempos de la UDP, a las siete ya estaba parado en la puerta de la disquera más grande de Salta; a las nueve, cuando abrieron, sin perder tiempo en buscar, directito me planté frente a un encargado y, con los billetes en la mano, le pedí el disco. Creo que ni el rebote de una chica me cagó tanto como su respuesta: “Yyyy loco, sha los vendimos todos, pero volvé el viernes, nos van a shegar más”. “Sí, boludo”, ironicé mentalmente, “como yo me quedo hasta el viernes”. Me iba al día siguiente, pero no hay peor lucha que la que no se hace, por lo que ese lunes recorrí toda la ciudad hasta dar con el disquito, y cuando lo hice, luego de besar el nylon que protegía la tapa, mientras sonreía como estúpido, pensé: “¿Volver el viernes? ¡Qué vuelva tu abuela, carajo!”

Ya en La Paz, escuché las canciones con más detenimiento y ¡descubrí un tango! “Malevaje”, desgarradora letra en una desgarradora voz. Y también aprecié mejor una canción que en El ritmo de la noche no me había interesado mucho. Su melodía era tristona, y su letra, mi visión de mundo. Durante muchos años fue mi canción preferida, mi himno; pero como reza su letra: “Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina”.

Tengo que comprender, no es eterna la vida
el llanto en la risa, allí termina

Creía que el amor no tenía medida
hoy dejas de querer, tal vez otra mujer

Y olvide aquello que una vez pensaba
que nunca acabaría, nunca acabaría
pero sin embargo terminó

Todo me demuestra que al final de cuentas
termino cada día, empiezo cada día
creyendo en mañana fracaso hoy

No puedo yo entender, si es así la verdad
de qué vale ganar, si después perderé

Inútil es pelear, no puedo detenerlo
lo que hoy empecé, no será eterno

Cuánta verdad hay en vivir
solamente, sólo el momento en que estás
sí, el presente, el presente y nada más

Chango, ingenuo, izquierdista (¡yaaaaa!), rebelde, soñador, inconforme estudiante de economía, pensaba que no había más tiempo que el presente. Y, en consecuencia, sólo me interesaba vivir el momento, sin preocuparme por lo que vendría, ni reprocharme por lo que fue. Ahora me pregunto: ¿Acaso existe el presente? Cada letra que tecleo y aparece en la pantalla es parte del pasado en un instante minúsculo. Cada paso que damos, cada palabra que pronunciamos, cada gesto, cada caricia, cada beso, son parte del pasado ni bien nacen; somos como unas máquinas infernales, incontrolables, automáticas, que convierten en pasado todo lo que tocan, miran, oyen, palpan o gustan. Somos fabricantes de recuerdos. Tal vez somos un recuerdo que se recuerda a sí mismo. O, tal vez, el recuerdo sea sólo una máscara, el disfraz perfecto para encubrir o negar que, en realidad, somos olvido.

octubre 09, 2006

Hace muchos Octubres, también hubo un Junio

Fue en un Octubre lejano cuando murió asesinado el Che, y la prensa local ha colmado sus páginas con artículos, reportajes, crónicas, etc., rememorando un año más de este hecho. Y yo, cholo copioncito, también he desempolvado algo que casi tenía olvidado. Un Junio lejano, una delegación de científicos cubanos logró encontrar la fosa común donde habían sido enterrados los restos del Che junto a los de otros compañeros de lucha. Los esqueletos, como manda la metodología científica, fueron clasificados mediante una sencilla numeración, de la cual resultó que el cadáver nº 2 correspondía a Ernesto Guevara.

Ese entonces, yo, cholo desvergonzado, jugaba a hacer música y compuse una canción cuya letra paso a transcribir:

El Nº 2

Un día de octubre fue la tierra
la que guardó en sus venas
al ahora número dos

Sembrada así fue la semilla
de una mítica utopía
jardinero del terror

Las alas crecen en sueños
y los sueños vuelan lejos
cuando hay algo en que creer
y el oscuro celador de lo correcto
pensará que el firmamento
termina en su poder

La tierra engulló el cuerpo
pero nadie entierra el fuego
que arde en cada corazón

El tiempo enfría los sucesos
pero quedan los recuerdos
que él mismo pone en su hoy

Las alas crecen en sueños
y los sueños vuelan lejos
cuando hay algo en que creer
y el oscuro celador de lo correcto
pensará que el firmamento
termina en su poder

Un día de junio fue la ciencia
con su serena paciencia
la que halló al número dos

Seis lustros fueron el encierro
de esos viejos esqueletos
que ahora puede ver el sol

Las alas crecen en sueños
y los sueños vuelan lejos
cuando hay algo en que creer
y el oscuro celador de lo correcto
pensará que el firmamento
termina en su poder

octubre 06, 2006

Nuestra sordera

Hace tres años, también en octubre, el país vivió una situación dramática que determinó un cambio, o el inicio de uno, que sólo el futuro nos develará si fue para bien. Reproduzco un texto que escribí entonces, con la esperanza de que jamás tengamos que vivir algo parecido.


Nuestra sordera


Probablemente se deba a los cañonazos de la Guerra del pacífico, o tal vez a los morteros de la Guerra del Chaco; quizá también hayan cooperado los dinamitazos de la Revolución del 52, y no menos culpa deben tener las miles de balas que los fusiles militares escupieron en tiempos de dictadura. En realidad, no podría definir con exactitud qué sonido infernal fue el que provocó nuestra sordera, tal vez porque ésta es ya tan grave que ni siquiera escucho las voces de la memoria.

Grave problema el de la falta de oído –y lo digo sin escucharme–, sobre todo si aún no nos damos cuenta de la falta de ese sentido –que sumada a la pérdida del sentido común complejiza todavía más nuestra situación–, y creemos dialogar entre nosotros, cuando en realidad lo único que se está produciendo es un monólogo colectivo. Es decir, en este país de sordos el diálogo es sólo una ilusión. Y nosotros, tan ilusos, cuando vemos en las imágenes televisivas a ministros y dirigentes sentados alrededor de una mesa, nos tragamos el cuento de que están dialogando. Claro, como nadie escucha a nadie, necesariamente sobrevienen los enfrentamientos.

Así, no debe extrañarnos lo de octubre, pues es únicamente producto de nuestra sordera. Un presidente sordo, que no pudo escuchar el rugido de millones de estómagos hambrientos; ministros sordos, que no pudieron entender las demandas del pueblo; dirigentes sordos, que no se escuchan más que a ellos mismos; un pueblo sordo, que ya no quiere escuchar más promesas y necesita soluciones inmediatas. Todos estos elementos –cuyo común denominador es la sordera– confluyeron y se magnificaron el pasado octubre.

Si no fuesen sordos, seguro que los militares habrían escuchado los gritos de la víctimas que caían impactadas por las balas de sus fusiles, algo de compasión hubiera aflorado en ellos y probablemente se habrían replegado a sus cuarteles. Si los dirigentes escuchasen, quizá hubieran escuchado lo mismo que tendrían que haber escuchado los militares, y no hubieran seguido enardeciendo los ánimos, empujando al pueblo al matadero. En fin, si nadie fuera sordo, seguro que no hubiera habido muertos.

Que nosotros seamos sordos, ya es un problema; pero que el presidente, sus ministros, los dirigentes o cualquier persona que dirige a un grupo carezcan del sentido del oído, es el caos. ¿Qué les cuesta a estos señores comprarse audífonos? La clase política podría destinar alguito de sus dietas, pluses, bonos y demás extras para adquirir ese pequeño, pero muy útil, artefacto. La clase dirigencial podría utilizar las multas que cobra a los que no acuden a marchas y bloqueos –y que nadie fiscaliza– para el mismo fin. Claro que como mi sugerencia va llegar a oídos sordos, mejor no sigo.

De todas formas, de cuando en cuando, hay detonaciones tan potentes que penetran por las orejas creando la ilusión de sonoridad; sin embargo, esto no hace más que acrecentar el problema. Por ejemplo, las dinamitas del señor Picachuri. Fue tan estruendosa la explosión que pudo tapar el lamento de ocho millones de bolivianos llorando la derrota ante Chile. Pudo ocurrir lo contrario, es decir, si ganábamos, la explosión de alegría hubiera condenado al silencio la inmolación del ex-minero. Pero ocurrió lo que ocurrió: Picachuri apretó el detonador y acalló las bandas preparadas para una maratón folclórica, cosa que no es tan grave como el haber acallado el llanto de viudas y huérfanos de los que perecieron con él. Y ellos no eran “una docena de señores del dinero y del poder”, eran sólo dos funcionarios mal pagados de la policía.

Pensándolo mejor, talvez las orejitas funcionan y en realidad somos –como diría el Papirri– sordos del alma. Digo esto porque sólo con los oídos del alma se puede escuchar el llanto de un país que se desangra. Sólo almas atentas pueden comprender que la patria no se circunscribe a la región de la que somos originarios, sino que comprende un vasto territorio repleto de culturas, de distintas formas de ver al mundo. Lo peor es que para este tipo de sordera no existe audífono que funcione; lamentablemente, este tipo de mal sólo se cura con Octubres. Sí, esta especial sordera no admite paliativos, o se la cura o se la padece. Padecerla es condenarse a una muerte lenta; curarla no es menos doloroso, pero por lo menos nos asegura la esperanza de tiempos mejores. Ojalá, entonces, que ya estemos curados, pues de nos ser así, seguramente tendremos otro Octubre y también un Febrero, un Marzo, un Junio, un Agosto, y claro, también otros Picachuris, otras viudas, otros huérfanos, en fin, otros muertos, de ambos bandos, que por no poder escucharse no se dan cuenta de que son parte del mismo.

octubre 03, 2006

Canciones que me marcaron II

Corría el año 92, Jaime Paz estaba en el Gobierno cometiendo errores, que no delitos, y yo, ingenuo universitario pseudo idealista, peleaba con mis viejos defendiendo a la izquierda revolucionaria. Solíamos reunirnos los fines de semana en la casa de algún amigo para tomar unos tragos, charlar y escuchar música. Nirvana y los Red Hot eran infaltables en estas ocasiones. No sabíamos un carajo de inglés, pero igual cantábamos y, luego de un par de botellas, bailábamos como si hubiésemos estado en pleno concierto. El folklore sólo se hacía presente cuando algún guitarrero ocasional animaba la velada e interpretaba algunas piezas de los Kjarkas (Sineeellaaa no pueeeeedooo viviiiiiiir...).

Un día, cuando el anfitrión era el Tincho, nos recibió con una sorpresita: “Mi primo me ha prestado un disco de la puuuuta”. Nos mostró el vinilo, era de Savia Nueva, el título del álbum no lo recuerdo, la cubierta estaba gastada y parchada con cinta adhesiva a los costados. Nos miramos escépticos, mas él no se inmutó y puso el disco en el plato. Nos gustó a todos, pero para la farra necesitábamos Nirvana. Al día siguiente, me grabé el disco en un cassette y volví a mi casa para escuchar esa música con más calma. Desde entonces, “el cantar tiene sentido” en mi vida. Esa cinta ya no existe, la devoró una radiograbadora trucha. Sin embargo, antes de que la glotona “aywa” se la zampara, con el Bis ya habíamos memorizado todas las letras y melodías, e incluso tocábamos algunas canciones. Una de ellas, aún presente en nuestras guitarreadas, me acompañó en muchos momentos solitarios y, con toda seguridad, lo seguirá haciendo, pues todo lo que comienza tiene que acabar, y al despertar ya no hay cabellos prestos a la caricia; ese instante la canción vuelve presurosa en el recuerdo y su letra se hace más próxima y propia:


Cuando mi canto te daba
parecías una hoja
que tiembla por la mañana
cuando el rocío la moja

Ahora tengo en mí tu ausencia
que se queda y es vacío
pero yo soy como el río
que crece en caudal y esencia
y he de buscarte a mi paso
tal vez un día te encuentre...


Tal vez, sólo talvez.

octubre 02, 2006

Canciones que me marcaron I

La escuché y me encantó. No tuve que poner la cinta (en ese tiempo no había CD's) diez veces para hallarle el gusto; no, porque además la escuché en "vivo y directo" y fue un amor a primera oída. Eran las éspocas del Ave Sol, ese huequito de la Goytia donde descubrí la música; no tenía cabello ni barba, pesaba veinte kilos menos, sólo había leído las selecciones del Reader's Digest, aún iba a misa los domingos (¡¡¡jodido!!!), estudiaba economía (¡haber!), chupaba en las plazas (aún lo hago, pero no tan seguido). Eran las épocas del Ave Sol, decía, cuando con el Bis nos amanecíamos entre leyendas, jurando que le hacíamos a la guitarra (zambaaaa de mi esperaaaanza...), que una noche X, alguien tomó la guitarra y se puso a tocar suavito. El tipo no cantaba bien, es más, cantaba mal; pero cantaba mal desde la profundidad más extrema de su alma. Y ahí la escuché, cantada mal, pero desgarradora:

Amo a una mujer clara
que amo y me ama
sin pedir nada
o casi nada
que no es lo mismo
pero es igual.

Creo que alguna vez amé y me amaron así; luego, todas pidieron, y mucho. Lo peor es que yo ya no tenía nada para dar.