Tristán caminaba con el cuerpo putrefacto de su hermano en la espalda, pidiendo limosnas a los viandantes, tal como lo había estado haciendo doce de los diecisiete años de su vida; claro que antes, hasta hace unos días atrás, lo hacía en compañía de Jerónimo, es decir, del todavía vivo Jerónimo, pues lo que ahora quedaba de él, más que compañía, resultaba un estorbo. No es de extrañar que el negocio se fuera en picada, ya que el mal olor y las moscas que rondaban a los hermanos, al vivo y al muerto, ahuyentaban incluso a los que hasta entonces habían sido clientes fieles. Y no es que esas almas caritativas fueran de las que se desaniman ante los cuadros grotescos que ofrece la ciudad, o que hubieran sido del tipo melindroso, que se asquean ante la menor presencia de olores transgresores de sus buenas costumbres olfativas; si no que, y convengamos en que tenían toda la razón, un muerto hediendo en las calles no es algo que inspire piedad; en todo caso, repulsión es lo único que puede provocar.
Cuando ambos nacieron, sus padres, un par de alcohólicos callejeros incapaces de soportar tremenda carga, decidieron ahorcarlos y tirarlos a un basural. No se sabe si fue por falta de fuerzas, o por algún rastro de piedad paternal, que los cordones con los que ajustaron los cuellos de los bebés no cumplieron con su cometido, permitiendo que el aire poco oxigenado de esta urbe inundase sus pequeños pulmones, rescatándolos de la muerte para darles la oportunidad de tener una vida, si es que así se le puede llamar a lo que tuvieron. No obstante, debido a los segundos dramáticos durante los que fue privado de óxigeno, Jerónimo quedó condenado a un retraso mental que habría de reflejarse también en un escaso desarrollo corporal. Pero no nos adelantemos. Estábamos en el frustrado intento de homicidio. Ya en el basural, los cuatro pulmones comenzaron a trabajar a ritmo acelerado, de tal forma que los pequeños, uno después de otro, despertaron a la vida. El que sería Tristán, mostrando desde entonces sus cualidades vocales, gritó con tanta fuerza que ahuyentó a los perros carroñeros que se habían aglomerado olfateando un buen bocado, y al mismo tiempo logró despertar al que sería Jerónimo, quien se unió al llanto, formando así un dúo chillón que logró atraer la atención de la Diputada.
María Inés Gandarillas del Olmo, así se llamaba la Diputada. En sus años mozos fue una destacada profesora de historia, con un prestigio tan grande, que incluso llegó a ser condecorada por un militar que se había lanzado a la aventura de ser presidente. Mucho prestigio, mucha inteligencia, pero poca belleza. Sin embargo, su fealdad física no fue el motivo por el cual no pudo jamás encontrar pareja, sino más bien ese su avinagrado carácter, que le hacía insultar, aunque involuntariamente, a todo aquel que se acercaba con fines de conquista. Tal vez por la soledad, o quizá porque el vinagre le llegó al cerebro, doña María Inés comenzó a mostrar signos de una demencia que le acarrearía a perder su empleo, su prestigio, su casa y su nombre. En efecto, chiflada ya, la profesora se acercaba todos los días a las puertas del parlamento para lanzar arengas desenfrenadas, aunque no exentas de coherencia, que le hicieron ganar el mote de “la Diputada”. Así, rebautizada por la ciudad, fue como encontró al par de huérfanos que lanzaban alaridos por el hambre y el frío en medio del basural en el que ella habitualmente buscaba su cena. Esa noche no sólo encontró alimento, sino también el remedio a su soledad, o mejor dicho, un par de remedios, a los cuales tuvo por bien ponerles como nombres Tristán y Jerónimo, quién sabe por qué motivos.
Nadie habría podido imaginar que en el costal en el que guardaba algunos trapos, la diputaba también guardaba los ahorros de toda su vida; claro que a esas alturas, debido a una devaluación galopante, ya no significaban gran cosa. Obviamente, para esa mente alterada, los billetes no tenían mayor valor que el de suave relleno para una rústica almohada; sin embargo, ya con Tristán y Jerónimo a su cargo, le sirvieron para comprar leche durante el primer año de vida de los niños. Después, resignando su dignidad, se dedicó a pedir limosnas en la calle y de esa forma logró mantener, aunque no de buena manera, a sus pequeños. El hogar de esa extraña familia fue una antigua casona, condenada a la demolición, del casco viejo de la ciudad. Así, en medio del peligro de un potencial derrumbe, vivieron cinco años en los que compartieron la pobreza y la desgracia. La desgracia, precisamente, fue la que separó sus vidas, pues las fuertes lluvias que se registraron el año en curso debilitaron por fin los cimientos de la casona, causando su derrumbe y sepultando entre los escombros a la Diputada. Condenados a vivir por un destino inclemente, Tristán y Jerónimo se salvaron del peso de los adobes gracias a que habían salido al basural cercano para evacuar vejigas e intestinos.
Los huérfanos, entonces más huérfanos que nunca, se asustaron al ver el desastre y corrieron calle abajo envueltos en llanto. Mejor dicho, Tristán corrió, pues por motivos ya explicados, Jerónimo no se desarrolló física ni mentalmente, por lo cual era su hermano quien tenía que cargar con él. Tristán, que no era ningún tonto, rápidamente aprendió a sobrevivir en las calles, buscando portales de iglesias o casas donde pasar la noche y pidiendo limosnas a cambió de las canciones cambiadas de letra que entonaba en alguna esquina. Voz no le faltaba, pero el chico era desorejado, y su hermano, siempre en la espalda, no ayudaba mucho con los alaridos que lanzaba cuando empezaba el canto. De todas formas, la gente siempre les daba dinero. Más que por el canto lo hacían por pena. Claro que pena era el segundo sentimiento que provocaban, pues el primero era rechazo. Verlos no era nada agradable: el uno, un esmirriado cabezón, y el otro, un remedo de enano siempre colado a la espalda del hermano.
Así pasaron los años sin mayor inconveniente. Tristán cambió la voz, aunque nunca llegó a ser afinado, y Jerónimo, si bien creció un poco, nunca dejó de ser una caricatura grotesca y babeante empotrada en la humanidad de su único pariente. El dinero que la piedad les dejaba bastaba para que pudiesen comer y vestirse, claro que pensar en buscar un cuarto era algo demasiado alejado de sus posibilidades. Sin embargo, eso nunca fue un problema, pues ya conocían demasiado bien la ciudad y sabían en qué lugares había portales algo abrigados donde pasar las noches. Sus figuras se hicieron tan habituales en las calles, que hasta parecían parte del paisaje citadino. Jamás nadie se dio cuenta de que los niños ya eran un par de adolescentes de diecisiete años, pues para todos simplemente eran Tristán y Jerónimo, los eternos limosneros.
La rasca-rasca era una prostituta gorda, de unos cuarenta años de edad, aunque aparentaba más de cincuenta. Trabajaba más de diez años en las calles, pues en el bulín en el que se había iniciado ya no requerían más de sus servicios. Su madre, que había tenido que dedicarse a la prostitución para poder mantenerla, no tuvo más remedio que instalarse en el prostíbulo con su pequeña hija, pues no podía pagar un alquiler. Así, Lucía creció en medio de borracheras y sexo. Cuando cumplió los trece años, era una niña bien desarrollada, que tal vez a fuerza de ver escenas muy ardientes, el calor se le pegó en el cuerpo y le comenzó a escocer su sexo. El barman del local, un tipo joven y macizo, la descubrió una tarde frotándose la entrepierna, entonces, muy comedido, ofreció su asistencia para calmarle la comezón. De esa manera, Lucía, siempre que su madre entraba a la pieza con algún cliente, aprovechaba para pedir a alguien que la rascase. Lucía se hizo puta por gusto y a los quince años era la más cotizada del establecimiento. Claro que no ganó mucha plata, pues a decir verdad, más que el dinero, lo que le interesaba era calmar sus escozores. Adicta al sexo, probó de todo. Lo hizo con ciegos, con travestis, con niños, con mujeres, con ancianos, con dos, con tres, hasta con cinco al mismo tiempo. No importaba quién, lo que ella más deseaba era que la rascasen. Con tanto trajín, envejeció prematuramente, y a la rasca-rasca no había quién la quisiera rascar, ni siquiera gratis, por lo cual perdió su puesto en el lenocinio. Comenzó a trotar las calles y se hizo muy popular entre aquellos que no podían pagar más de cinco pesos por una vagina caliente.
Una madrugada, mientras retornaba a su esquina después de hacerse rascar tres minutos, se topó con Tristán y Jerónimo, quienes buscaban algún portal para pasar la noche. Se acercó a ellos, ya con la comezón en ascenso, y los llevó a su cuarto. Ellos no pronunciaron palabra alguna, simplemente se dejaron llevar y aceptaron las palabras cariñosas que ella les prodigaba, tal vez porque era la primera vez en doce años que alguien les hablaba de esa forma. La rasca-rasca los desnudó con dulzura y examinó sus miembros. El de Jerónimo no daba para mucho, pero el de Tristán, ese sí que le parecía bueno. De todas formas, no privó a su lengua del sabor de ninguno y pronto se tendió en el catre acomodando a Tristán encima de ella. Le indicó cómo debía moverse, cuándo debía acelerar y cuándo calmarse, y Tristán fue un buen alumno, obediente y sumiso. La rasca-rasca no daba más de placer. El bien dotado miembro de Tristán la rascaba muy profundo, y además, ver a jerónimo masturbándose en la espalda de su hermano le provocaba orgasmos múltiples que hacía mucho no tenía. Y es que si bien lo había hecho con muchos, de todas las razas y colores, de todas las edades y tamaños, jamás lo había hecho con unos siameses. Fue la experiencia de su vida. Así, Tristán y Jerónimo encontraron, además de un techo donde vivir, a la única mujer que habría podido aceptarlos en su cuerpo. Eso al menos por dos años, ya que una injusta batida policial determinó que la rasca-rasca fuese encarcelada, y el desgraciado par quedó nuevamente en la calle, cosa que no fue muy traumática para ellos.
Volvieron a la rutina que conocían bastante bien: pedir limosnas, buscar comida, buscar portales donde pasar la noche, pedir limosnas, buscar comida... Pero como es sabido, es muy difícil que la rutina no sea alterada nunca, siempre ocurre algo que perturba la monotonía, aunque sea algo pequeño. Pero dada la azarosa existencia del desdichado par, no fue pequeño lo que trastornó sus vidas. Jerónimo había cumplido su ciclo en este mundo, talvez porque toda su energía siempre había ido a parar a su hermano, fue como una especie de batería que Tristán cargaba en la espalda. El caso es que Jerónimo cayó en un letargo natural que en un par de días devino en sueño perpetuo. No se puede decir que Tristán no haya sufrido la pérdida de su hermano, pero, endurecido por la vida que llevó, trató de ver el lado positivo del luctuoso suceso. Luego de llorar casi fingidamente unas horas, se dio cuenta de que con el enano muerto ya no tendría que preocuparse por él, es decir, la alimentación, la vestimenta y, sobre todo, las idas al baño. Además, el difunto, según pensaba, podría acrecentar la lástima y, por ende, las limosnas. Por último, por fin podría cumplir uno de sus máximos anhelos: dormir de espaldas.
Como ya se sabe, las suposiciones de Tristán fueron erradas. En vez de recibir más caridad monetaria, el negocio se desmoronó tan pronto como los olores del cadáver comenzaron a traspasar los trapos que lo envolvían parcialmente. Tristán, sin dinero, se alejó del centro citadino y se refugió en los basurales de la periferia, el único lugar donde su olorosa carga pasaba desapercibida y podía buscar alimento. Maldiciendo su suerte, el cementerio ambulante parecía resignado, por primera vez en su vida, a dejarse morir, de tal forma que se postró en medio del basural y así pasó dos días enteros, casi sin probar bocado. Entonces, quizá por algún recuerdo incrustado en su subconsciente, al ver una jauría que merodeaba a su alrededor, como esperando el momento preciso para el ataque, se le ocurrió la forma de deshacerse del difunto. Se armó de un palo y esperó unas cuantas horas, tratando de no moverse en lo más mínimo, hasta que la jauría atacó. Con el palo logró alejar a los canes de su cuerpo, pero obviamente, no hizo nada por proteger los putrefactos restos de Jerónimo. Mordida a mordida, en cuestión de minutos, los perros consiguieron quitar la mayor parte de la fúnebre joroba de Tristán, hasta que éste comenzó a sentir dolor, por lo cual, nuevamente hizo uso del palo y, no sin gran esfuerzo, logró ahuyentar a los carroñeros.
Contento, y unos quince quilos más liviano, se fue al recinto de duchas públicas en el que unas tres o cuatro veces al año solía darse el lujo de un baño de cuerpo entero, claro que antes lo hacía acompañado. Se refregó la espalda tanto como pudo, porque lo que quedaba del cuerpo de Jerónimo también hacía parte de su área sensitiva, y debido a las mordidas previas era una labor muy dolorosa. Tristán cambió de anatomía, pero no de oficio, siguió siendo limosnero, mas tuvo cuidado de instalarse en una zona donde no fuera muy conocido. Pero eso, cosa que él no sabía, no era importante, pues si la ciudad aún recordaba a los siameses, era ya muy poco; y si bien alguien habría pensado que su rostro era familiar, nadie se habría imaginado que el jorobado fue, alguna vez, miembro del dúo de los siameses chillones. Empezó a ganar dinero nuevamente, pero no tanto como cuando lo hacía en compañía de su joroba viviente. Pasados unos días, como era de suponerse, los escasos restos de Jerónimo no por mínimos dejaron de descomponerse, y la infección poco a poco empezó a invadir el organismo de su portador.
Sin fuerzas para cantar, sin ánimo siquiera para estirar la mano esperando la caridad citadina, el cuerpo de Tristán había cedido paso a la fiebre, que traía consigo alucinaciones que le provocan un sinfín de sensaciones, todas aterradoras. Pero bien dice el dicho que al final del túnel siempre está la luz, pues en medio de esas horrorosas fantasías febriles, se le apareció la Diputada, vestida con el trajecito de dos piezas raído con el que solía ir a ejercer sus labores legislativas. No sin esfuerzo, lo levantó y, a guisa de muleta, le ayudó a caminar brindándole afectuosas caricias y palabras. Tristán apenas distinguía las figuras de la gente que lo cruzaba, pero escuchaba muy claramente sus voces. Todos le saludaban, le daban ánimos, felicitaban a su madre por tener un hijo tan especial. Tanto cariño le dio ánimos para por lo menos caminar sin arrastrar los pies.
La rasca-rasca, luego de permanecer seis meses tras las rejas, salió del panóptico casi corriendo para averiguar qué había sido de sus muchachos. Pero no se confunda el lector, pues lo que parece compasión y un amor casi maternal, no era más que la desesperación por la comezón que no le habían podido quitar ni los guardias, ni alguna que otra compañera de reclusión. Sobra decir que la vetusta ninfómana casi enloquece al enterarse que el casero había despachado a los hermanos cuando, a los pocos días de ser detenida, él se acerco a cobrar el alquiler y el “par de engendros”, como él los llamaba, no supieron cumplir con la obligación. Sin embargo, como no es cosa fácil encontrar un techo tan barato, se tragó los ajos y cebollas con los que hubiera querido responderle, y entregándole todas las propinas, por así decirlo, que había recibido de los guardias, recuperó la llave de su cuarto. De no haber estado tan enojada con el casero, de seguro que no habría dudado en pedirle una rascadita, pero en ese estado, y además añorando los placeres que le brindaban los siameses, se aguantó el escozor y salió a buscarlos.
No le fue fácil dar con Tristán, pues como sabemos, él tuvo que cambiar de barrio; mas sin desmayo caminó por varias horas hasta que encontró al muchacho, sentado en la acera, utilizando un poste de señalización como apoyo para no caerse, temblando convulsivamente y sudando la fiebre que lo carcomía. Sin reparar en la joroba, lo levantó como pudo, trastabillando un poco, hablándole cariñosamente como para darle ánimos. Él la miraba, o por lo menos eso parecía, porque en realidad su mirada estaba fijada en un punto lejano, que el cuerpote de la rasca-rasca no llegaba a tapar. Le dijo “mamita, por fin vuelves”, y la gorda, sin entender las palabras, le seguía la corriente, “sí, hijito, ya nos vamos a la cama”. Mientras caminaban, el peso de Tristán sacaba de equilibrio a la rasca-rasca, de tal forma que parecían una pareja de alcohólicos caminando sin rumbo. No faltó algún moralista que los insultó, alguna vieja beata que se santiguó ante ellos antes de decirles algunas verdades, o algunos muchachos malignamente traviesos que se acercaban a piropear a la mujerzuela y felicitar al jorobado por la conquista. La rasca-rasca, que no tenía desvaríos febriles, sentía algo parecido a la vergüenza, aunque bastante mezclada con odio, por lo cual apresuró el paso para llegar rápido a su refugio.
Recién ahí, con gran sorpresa y mayor decepción, se dio cuenta de la falta de Jerónimo. Inútiles fueron sus preguntas, pues Tristán sólo repetía “mamita, ya no me dejes”, y se aferraba al obeso brazo de la prostituta, mientras ella, dejando de lado la averiguación, lo desnudaba casi furiosamente. A pesar de haber visto muchas atrocidades durante su vida, no pudo menos que empujar al muchacho, haciendo muecas de asco, al reparar en lo que quedaba del pobre Jerónimo: apenas unos huesos, que parecían los restos de unas alas, recubiertos de carne podrida. De lo demás, solo quedaba una gran herida purulenta y hedionda que se había extendido hasta la base del cuello. Prácticamente se quedó muda por el espanto que le provocó esa visión, y lo único que delató su estado de turbación fue el copioso vómito que impelió su estomago. Tan fuerte fue esa reacción física, que estuvo a punto de ahogarse, pero un desmayo oportuno hizo cesar los espasmos. Del desmayo pasó al sueño, favorecido éste por el esfuerzo que había realizado horas previas. Cuando despertó, casi a la media noche, por un momento pensó que todo había sido una pesadilla; pero al prender la luz, la esperanza onírica se desvaneció. Tristán yacía en la cama, de espaldas, luciendo una sonrisa rígida que, de alguna manera, indicaba que su muerte había sido tranquila. Vanos fueron los intentos de la rasca-rasca por hacer reaccionar al cadáver, Tristán había cambiado de estado dos horas atrás.
Olvidándose, cosa milagrosa, de su comezón, la rasca-rasca se devanaba los sesos tratando de pensar cómo librarse del cadáver. Su inmensa figura no pasaba desapercibida jamás, y ni qué decir si estuviera cargando un cuerpo. Claro que lo que tenía la rasca-rasca, alguna enfermedad tal vez, no era cosa que pudiera estar inactiva por mucho tiempo; así es que la comezón, que por primera vez en su vida no había sido calmada en veinticuatro horas, recrudeció con tal violencia, que prácticamente se desgarró la ropa y se arrojó sobre el frío cuerpo de Tristán. Se refregó contra él, tratando de sentir el miembro encogido del difunto; lo lamió de pies a cabeza y, no sin sorpresa, se dio cuenta que le agradaba bastante su nueva pareja. Claro, era de esperarse, nunca lo había hecho con un muerto. Definitivamente tocada, se dedicó a sus prácticas necrofílicas por varios días, sin preocuparse por conseguir alimento, apenas saliendo al patio a procurar agua para calmar la sed. Pecando de ser algo indolentes y desagradables, podríamos decir que la dieta le sentó bastante bien, pues perdió mucha grasa y hasta se empezaron a notar las curvas que la habían hecho tan cotizada décadas atrás. Claro que, parafraseando el dicho popular, no hay bien que dure cien años, ni cuerpo que lo resista.
Al forzar la puerta por no obtener respuesta cuando fue a cobrar el alquiler, el casero recibió un furibundo impacto pestilente, pues el hedor que en esa pieza se había acumulado parecía estar esperando la menor oportunidad para escapar del encierro. Entonces, se dio cuenta inmediatamente de lo que pasaba. Sin entrar en la habitación, se fue a dar parte a la policía. Los oficiales llegaron dos horas después, cuando ya se había formado un pequeño contingente de curiosos alrededor del cuartucho, todos cubriendo debidamente sus narices y bocas con pañuelos o trapos. Imitando la precaria protección del gentío, los uniformados entraron en la habitación. Los cuerpos estaban desnudos, la rasca-rasca, recostada sobre su costado izquierdo, abrazaba a Tristán. Sus rostros estaban tan juntos que la lengua de la mujer, petrificada en esa postura, tocaba la comisura de los labios del muchacho, de tal forma que se asemejaba a un puente a través del cual los gusanos circulaban de un cuerpo a otro. Era tal la cantidad de estos bichos, que en la boca de Tristán se había formado una especie de ovillo viviente, en el cual no se distinguía ni principio ni fin de ninguno de los que lo formaban, sólo se apreciaba el movimiento continuo, hasta rítmico, en el que las delgadas figuras estaban sumidas, frotándose unas con otras, compartiendo humedades, lo que hacía imaginar que los gusanos, más que para alimentarse, estaban ahí disfrutando de una descomunal orgía.