Llegó corriendo a la cancha, justo cuando el delegado entregaba las tarjetas del equipo a la mesa de control. Hizo notar su arribo con silbidos agudos, que indicaban, mejor que las palabras, que lo incluyesen en la formación titular. No podía ser de otra manera, pues Lucio era el capitán del equipo. Hace seis años que era el líder de ese grupo de albañiles que, sábado tras sábado, competían en la pequeña liga barrial, no porque fuera el mejor jugador, sino porque era el más veterano. Cuarenta y seis años: doce jugando en el “Puerto Acosta” y treinta trabajando de albañil. “Casi no llego, che. Se ha plantado el mini. Todo el desecho he venido bajando al trote”, dijo Lucio, como excusa por el atraso.
Y no era muy frecuente que diese explicaciones a sus compañeros, sobre todo desde que llegó a ser maestro; pero ese día era especial. Doce años habían pasado desde que formara el “Puerto Acosta”; doce años de estar mitad de tabla para abajo; pero ese día, ese 11 de noviembre, jugaban la final. “Carajo, cómo no voy a jugar. Tengo que correr”, pensó, cuando el minibús en el que se dirigía a la cancha quedó plantado con el motor humeante.
Luego de vaciar sus implementos deportivos del maletín de cuerina multiuso que lo acompañaba todos los días, se transformó en el capitán Lucio Chambi. Era un remedo de futbolista: las piernas demasiado delgadas en comparación con el enorme tórax y la prominente barriga. Las medias, que a fuerza de tanto enjuague habían perdido forma y color, chorreaban hasta formar un arrugado bulto encima del zapato. Sin embargo, ese día iba a estrenar un cintillo, reemplazando el pañuelo que solía atarse al brazo, como para gritar a todos: “yo soy el capitán, carajo”.
El equipo rival no era presa fácil. Lo conformaban jóvenes, hijos de comerciantes, universitarios algunos, bien alimentados, con el porte atlético andino. Habían llegado a esa instancia sin perder un solo punto. Eso no importaba, Lucio estaba seguro de ganar. Pero claro, su seguridad sólo tenía como base el inmenso deseo y la esperanza de llegar a ser el número uno, de triunfar aunque sea por unas horas. Treinta años de obedecer órdenes, de tragar “mierdas”, de aceptar “carajos”, de llorar “hijodeputas”, de prácticamente besar los pies del arquitecto de turno, le hacían desear imperiosamente ganar ese partido.
El árbitro sopló el silbato chino para indicar que el partido comenzaba. Monótono. Aburrido. Qué más se podía esperar de una liga barrial. Claro que los que estaban en la cancha no pensaban igual, y menos cuando los muchachos del “Forever Friends” anotaron un gol. Se abrazaron ruidosamente mientras algunos parciales exteriorizaban su alegría y apoyo encendiendo unos cuantos petardos de tres tiros, de esos que generalmente sólo sueltan dos.
Lucio insultó a su arquero, a los defensores, a los atacantes e incluso llegó a murmurar: “Qué pasa pues, Dios, ya no jodas”. Así continuó el partido, hasta que en el minuto veintidós de la segunda parte, Martín Poma, su ayudante de todos los días, anotó el empate. Lucio se arrojó a sus brazos, lo apretó hasta dejarlo sin aire. “Bien carajo, bieeeen. Te has ganado una caja, pendejo”, le dijo mientras lo asfixiaba. Y en el minuto ochenta y cinco, la gloria: penal. “Yo pateo, yo pateo”, gritaba Lucio mientras corría desde el centro del campo.
Tomó el balón con ambas manos, lo aprisionó como si alguien se lo fuera a quitar. “Ahora sí. Quisiera que me vea el patrón. ‘Inútil de mierda’, sabe decirme. Cuál inútil, carajo, yo hago sus casas. Yo voy a ganar”, pensaba mientras acomodaba el esférico sobre el punto blanco que la cal hacía resaltar en esa planicie polvorienta. “Diosito, dirigí mi pie. Si meto voy a bailar con traje de lujo este año, te prometo”. Se fijó en el arquero, un casi niño de dieciocho años. “A este chango lo voy a fusilar”. Tomó bastante impulso; retrocedió unos quince metros. Corrió con todas las fuerzas que le permitían sus piernas escuálidas, cansadas de soportar ochenta y tres quilos todos los días. “Conque inútil, conque cholo cojudo, conque hijo de puta. K’ara de mierda.” Y fue tanto el impulso, que llegó cansado, dando un mediocre puntapié al balón, que llegó suave a las manos del portero. Nadie le reprochó nada. Al minuto, gol del “Forever Friends”. Dos a uno.
A Lucio no lo consolaba ni la cerveza que tenía en la mano. No hablaba con nadie, sólo tomaba. En realidad, solamente algunos jugadores de su equipo tenían ánimo para hablar y reír, los demás tomaban callados. Pero el alcohol afloja los labios. “Bien burro eres, Lucio, cómo has de fallar tan de cerca. Yo hubiera chuteado”, le espetó Andrés Huamán. Lucio se hundió más en la depresión. Tomó el vaso con firmeza, lo bebió de un solo trago y se paró. Todos pensaron que iba a propinarle una golpiza a Andrés, pero pasó de largo. Se acercó al lugar donde los muchachos campeones festejaban: “Changos de mierda, fuera de aquí. A festejar a otro lado, pendejos”. El silenció siguió a las palabras de Lucio; luego, las risas, originadas por un balonazo que impactó en la nariz del maestro capitán. La trifulca se armó. Puñetes, patadas, mordisco, pellizcos, uno que otro botellazo, sangre, dientes... Los albañiles son rudos, no hay nada que hacer, dieron cuenta de los “Forever Friends” en pocos minutos. “Hemos ganado”, gritaba Lucio. Todos sus compañeros lo secundaban. Entonces sí tomaron bulliciosamente. Ya no hablaban del partido, sino de la pelea. “Yo le bajado la jeta al arquero”, “Yo le pateado las bolas al que ha metido el gol”, “Dos botellazos he dado a no sé quién”, y así, cada uno contaba su pequeña hazaña. “Hemos ganado, en algo por lo menos”, pensaba Lucio. De trofeo les quedaba el balón que, luego de golpear al capitán, quedó botando cerca del tumulto. “Esta es nuestra copa”, decía Lucio en medio de carcajadas, mientras levantaba la pelota del “Forever Friends”.
Poco a poco, se fueron retirando del lugar, dejando a Lucio solo, con la responsbailidad de cancelar la cuenta. “Dushentotrenta es, maistro”, le dijo la señora que los había atendido. Lucio, tan metido en la euforia alcohólico-pugilística, pagó sin pedir rebaja. Con el maletín en una mano y el balón-trofeo en la otra, caminó unas cuantas cuadras, completamente extraviado en sus pensamientos. “A ver, que me diga ‘inútil’ de nuevo. A veeeeer. A ver, que me diga ‘indio de mierda’. Le voy a pegar. Sin dientes le voy a dejar al arquitecto. Si será arquitecto, tamaño burro. Yo trabajo, él gana. Él se equivoca, yo cago. A nosotros siempre nos joden...”. Y caminaba por la acera, que de todos modos le resultaba estrecha, pues se esforzaba por mantenerse en medio de ella, como equilibrista de circo. “Al pobre nadies le da, al pobre nadies le da, al pobre nadies le presta, palomitay...”, cantaba Lucio a voz en cuello, mientras se acomodaba bajo el pequeño toldo de lata de una tienda, como si tuviera que resguardarse del sol o la lluvia. Poco a poco, fue disminuyendo el volumen de su canto, que alternaba con imprecaciones contra “el arquitecto”, hasta quedar profundamente dormido, pero eso sí, aferrado a su trofeo.
Soñó muchas cosas. Se vio en el partido, fallando el penal. Se vio en la construcción, agachando la cabeza mientras el arquitecto le mentaba a la madre y a la raza. Se vio en su casita, comiendo con sus cuatro hijos. Se vio en su cama, amansando a su mujer. Sintió alegría, sintió placer, sintió rabia, sintió hambre, sintió pena, sintió dolor, sintió dolor, sintió dolor... Abrió los ojos y alcanzó a ver la mano que retiraba el puñal de su estomago. Cayó al cemento frío. Su sangre brotaba a borbotones, formando un pequeño charco, del cual se desprendía un hilo que se iba haciendo más grueso, hasta que su cauce tomó rumbo hacia la mejilla de Lucio. Movió los ojos buscando su trofeo y lo divisó siendo arrastrado por los suaves toques que un par de pies le propinaban algunos metros más abajo. Levantó la vista tanto como pudo y llegó a distinguir al agresor. Una espalda delgada, cubierta por una vistosa polera que llevaba estampado el número doce y “Forever Friends”.
Luego de vaciar sus implementos deportivos del maletín de cuerina multiuso que lo acompañaba todos los días, se transformó en el capitán Lucio Chambi. Era un remedo de futbolista: las piernas demasiado delgadas en comparación con el enorme tórax y la prominente barriga. Las medias, que a fuerza de tanto enjuague habían perdido forma y color, chorreaban hasta formar un arrugado bulto encima del zapato. Sin embargo, ese día iba a estrenar un cintillo, reemplazando el pañuelo que solía atarse al brazo, como para gritar a todos: “yo soy el capitán, carajo”.
El equipo rival no era presa fácil. Lo conformaban jóvenes, hijos de comerciantes, universitarios algunos, bien alimentados, con el porte atlético andino. Habían llegado a esa instancia sin perder un solo punto. Eso no importaba, Lucio estaba seguro de ganar. Pero claro, su seguridad sólo tenía como base el inmenso deseo y la esperanza de llegar a ser el número uno, de triunfar aunque sea por unas horas. Treinta años de obedecer órdenes, de tragar “mierdas”, de aceptar “carajos”, de llorar “hijodeputas”, de prácticamente besar los pies del arquitecto de turno, le hacían desear imperiosamente ganar ese partido.
El árbitro sopló el silbato chino para indicar que el partido comenzaba. Monótono. Aburrido. Qué más se podía esperar de una liga barrial. Claro que los que estaban en la cancha no pensaban igual, y menos cuando los muchachos del “Forever Friends” anotaron un gol. Se abrazaron ruidosamente mientras algunos parciales exteriorizaban su alegría y apoyo encendiendo unos cuantos petardos de tres tiros, de esos que generalmente sólo sueltan dos.
Lucio insultó a su arquero, a los defensores, a los atacantes e incluso llegó a murmurar: “Qué pasa pues, Dios, ya no jodas”. Así continuó el partido, hasta que en el minuto veintidós de la segunda parte, Martín Poma, su ayudante de todos los días, anotó el empate. Lucio se arrojó a sus brazos, lo apretó hasta dejarlo sin aire. “Bien carajo, bieeeen. Te has ganado una caja, pendejo”, le dijo mientras lo asfixiaba. Y en el minuto ochenta y cinco, la gloria: penal. “Yo pateo, yo pateo”, gritaba Lucio mientras corría desde el centro del campo.
Tomó el balón con ambas manos, lo aprisionó como si alguien se lo fuera a quitar. “Ahora sí. Quisiera que me vea el patrón. ‘Inútil de mierda’, sabe decirme. Cuál inútil, carajo, yo hago sus casas. Yo voy a ganar”, pensaba mientras acomodaba el esférico sobre el punto blanco que la cal hacía resaltar en esa planicie polvorienta. “Diosito, dirigí mi pie. Si meto voy a bailar con traje de lujo este año, te prometo”. Se fijó en el arquero, un casi niño de dieciocho años. “A este chango lo voy a fusilar”. Tomó bastante impulso; retrocedió unos quince metros. Corrió con todas las fuerzas que le permitían sus piernas escuálidas, cansadas de soportar ochenta y tres quilos todos los días. “Conque inútil, conque cholo cojudo, conque hijo de puta. K’ara de mierda.” Y fue tanto el impulso, que llegó cansado, dando un mediocre puntapié al balón, que llegó suave a las manos del portero. Nadie le reprochó nada. Al minuto, gol del “Forever Friends”. Dos a uno.
A Lucio no lo consolaba ni la cerveza que tenía en la mano. No hablaba con nadie, sólo tomaba. En realidad, solamente algunos jugadores de su equipo tenían ánimo para hablar y reír, los demás tomaban callados. Pero el alcohol afloja los labios. “Bien burro eres, Lucio, cómo has de fallar tan de cerca. Yo hubiera chuteado”, le espetó Andrés Huamán. Lucio se hundió más en la depresión. Tomó el vaso con firmeza, lo bebió de un solo trago y se paró. Todos pensaron que iba a propinarle una golpiza a Andrés, pero pasó de largo. Se acercó al lugar donde los muchachos campeones festejaban: “Changos de mierda, fuera de aquí. A festejar a otro lado, pendejos”. El silenció siguió a las palabras de Lucio; luego, las risas, originadas por un balonazo que impactó en la nariz del maestro capitán. La trifulca se armó. Puñetes, patadas, mordisco, pellizcos, uno que otro botellazo, sangre, dientes... Los albañiles son rudos, no hay nada que hacer, dieron cuenta de los “Forever Friends” en pocos minutos. “Hemos ganado”, gritaba Lucio. Todos sus compañeros lo secundaban. Entonces sí tomaron bulliciosamente. Ya no hablaban del partido, sino de la pelea. “Yo le bajado la jeta al arquero”, “Yo le pateado las bolas al que ha metido el gol”, “Dos botellazos he dado a no sé quién”, y así, cada uno contaba su pequeña hazaña. “Hemos ganado, en algo por lo menos”, pensaba Lucio. De trofeo les quedaba el balón que, luego de golpear al capitán, quedó botando cerca del tumulto. “Esta es nuestra copa”, decía Lucio en medio de carcajadas, mientras levantaba la pelota del “Forever Friends”.
Poco a poco, se fueron retirando del lugar, dejando a Lucio solo, con la responsbailidad de cancelar la cuenta. “Dushentotrenta es, maistro”, le dijo la señora que los había atendido. Lucio, tan metido en la euforia alcohólico-pugilística, pagó sin pedir rebaja. Con el maletín en una mano y el balón-trofeo en la otra, caminó unas cuantas cuadras, completamente extraviado en sus pensamientos. “A ver, que me diga ‘inútil’ de nuevo. A veeeeer. A ver, que me diga ‘indio de mierda’. Le voy a pegar. Sin dientes le voy a dejar al arquitecto. Si será arquitecto, tamaño burro. Yo trabajo, él gana. Él se equivoca, yo cago. A nosotros siempre nos joden...”. Y caminaba por la acera, que de todos modos le resultaba estrecha, pues se esforzaba por mantenerse en medio de ella, como equilibrista de circo. “Al pobre nadies le da, al pobre nadies le da, al pobre nadies le presta, palomitay...”, cantaba Lucio a voz en cuello, mientras se acomodaba bajo el pequeño toldo de lata de una tienda, como si tuviera que resguardarse del sol o la lluvia. Poco a poco, fue disminuyendo el volumen de su canto, que alternaba con imprecaciones contra “el arquitecto”, hasta quedar profundamente dormido, pero eso sí, aferrado a su trofeo.
Soñó muchas cosas. Se vio en el partido, fallando el penal. Se vio en la construcción, agachando la cabeza mientras el arquitecto le mentaba a la madre y a la raza. Se vio en su casita, comiendo con sus cuatro hijos. Se vio en su cama, amansando a su mujer. Sintió alegría, sintió placer, sintió rabia, sintió hambre, sintió pena, sintió dolor, sintió dolor, sintió dolor... Abrió los ojos y alcanzó a ver la mano que retiraba el puñal de su estomago. Cayó al cemento frío. Su sangre brotaba a borbotones, formando un pequeño charco, del cual se desprendía un hilo que se iba haciendo más grueso, hasta que su cauce tomó rumbo hacia la mejilla de Lucio. Movió los ojos buscando su trofeo y lo divisó siendo arrastrado por los suaves toques que un par de pies le propinaban algunos metros más abajo. Levantó la vista tanto como pudo y llegó a distinguir al agresor. Una espalda delgada, cubierta por una vistosa polera que llevaba estampado el número doce y “Forever Friends”.
Chalísima Estido. He saboreado todas las imágenes. Gracias por el viaje.
ResponderBorrarsaludos
Oiga señor escritor, "cause" se escribe con c
ResponderBorrarEste es uno de tus cuentos que más me gusta, hasta se me vino a la mente el "aroma" a chela, a tierra de cancha.
ResponderBorrarAbrazos muchos.
lindo cuentito, ya se te extraniaba por aca
ResponderBorrarwarmicita: Muchas gracias a ti. Un abrazo.
ResponderBorraranónimo: Oiga, señor "anónimo", si usted hubiera posteado con su nombre, yo sabría a quién debo agradecerle. De todas formas, mil gracias por hacerme notar semejante falta de ortografía. De hecho, ya está corregida. Nuevamente, gracias y un abrazo.
Vania: Entonces, se te ha debido abrir la tripa jodidamente... ¡yaaaaa! Un abrazote, viejita.
knicksgrl0917: Este mensaje, obviamente es SPAM, y espero que no se vuelva frecuente, pues me veré en la obligación de tomar medidas de seguridad.
Cristian: Gracias, che. A ti también se te extrañaba en la Urbandina. Un abrazo.
"forever friends" ....mmmm con amigos como esos quien quiere enemigos jajajajaj. bue... yo se q no eran precisamente sus amigos pero es una ironía la polerita esa.
ResponderBorrarQ te puedo decir, ... el cuento corto pero completo hasta dá para visualizar las escenas.
Weeeeno estido!!!
Me encantó el cuento, querido Estido, especialmente porque soy de aquellos que viajan largos minutos desde la Zona Sur hasta El Tejar, el Kilómetro 7 y Munaipata, para disputar partidos, farras y peleas tan intensas como tu relato. Gracias,
ResponderBorrarToti
buen cuento, los partidos de barrio, con mi papa nos ibamos a ver, desde su camioneta directito veiamos la cancha...pero el final del cuento, vos tenias que ser, un abrazote
ResponderBorrarBuena onda leer tus cuentos de nuevo, ya se te extrañaba!
ResponderBorrary esos forever friends, con un nombrecito así... jajaja
un beso
Bastante interesante el cuento,
ResponderBorrarde repente es auto biografica
¿no?
Y si por ti fuera, tu estarias en el equipo de los Forevers Friends pero para mi, por tu manera de pensar talves encajarias en Puerto Acosta
No mentira, es un chiste, un saludo estido, que bueno que estes de vuelta.
Buen dibujo de la frustración que siente mucha gente en nuestra urbe, se comprende entonces al maestrito que insulta a otro conductor, a la casera que apenas te dice el precio si le vas a comprar, etc, etc. Si sólo estuviéramos un rato en sus zapatos.. Gracias Estido!
ResponderBorrarPartido Final... en toda final y mucho mas si es barrial, se acostumbra que la pelota de los Campeones, o sea los Forever, deberian regalarsela al arbitro.
ResponderBorrarEn todo caso, la culpa es del arbitro. ¡¡Que Hijo de puta!!
Saludos.
hola hola!!! gracias por pasar por mi casa nueva...
ResponderBorrarsos cordialmente bienvenido!!!
Buenísimo el cuento!!!, realmente sólo hace notar mucho más el estilo que tienes o por lo menos la tendencia que marcan todos tus cuentos.
ResponderBorrarUn abrazo amigo =)
Urbandino q lindo verte!
ResponderBorrarpero fue como un rayo no?
vas a ir al encuentro bloguiviano?
espero q si... pq me quede con ganas de compartir con todos
electrobesos
Estilo:
ResponderBorrarQuiero ser como vos papi, quiero escribir como vos, quiero tener mi bloj como el de vos.
Si me rasuro las pelotas voy a poder escribir como vos, o qué haces para ser tan mainman, ya pues papi rey, dime todos tus secretos...quiero ser como vos cachichurris
Espectacuñar, no encuentro otra palabra para el cuento, visualizaba el estadio obrero pero obvio no era en esa cancha.
ResponderBorrarczesc!
Salute compañero. Tómese un ajenjo el lunes en la presentación del Tamayo en mi nombre. Y hasta el encuentro bloguivianos pues será.
ResponderBorrarUn abrazo.
La verdad es que hace tanto que no paso por el blog que ya como se ve está cambiado en su pilcha.
ResponderBorrarRespecto al cuento, que decir, se siente la tierra de la cancha, y el frio que brinda doña pelada, quién siempre te recoge de dónde menos piensas, en manos de quién menos crees, un "forever friend".
Un placer siempre pues y... hasta la siguiente.
Pasando a saludarte mi querido amigo! como van los escritos!? espero postees uno pronto.
ResponderBorrarun besote atigrado!
Salud carajo. Salud por el cortometraje, por el Vadik y sus canciones-poemas y por la challa del libro que bien merecido te lo tienes colega. Salud mierda. SALUD!!!!!.
ResponderBorrarQue noche la del ETno
Y el Estido se ha estido bien siempre pues. ¿Dónde? En la lectura de su cuento "Poker de huevo" en el ETNO y de paso con video más. Felicitaciones sinceras y agradezco el palcer vivido por compartir unas cuantas palabras contigo.
ResponderBorrarSin más me despido, hasta la siguiente.
ÚLTIMAMENTE, POR FALTA DE TIEMPO, HE TENIDO DESCUIDADO EL BLOG; EL TRABAJO ME ABSORBE BASTANTE.
ResponderBorrarMUCHAS GRACIAS A TODOS POR SUS COMENTARIOS. SIENTO MUCHO NO PODER CONTESTARLOS INDIVIDUALMENTE, PERO SÍ LOS LEÍ Y LOS APRECIO.
UN ABRAZO GIGANTE.