Poco antes de jalar el gatillo, aún vislumbró la posibilidad del perdón, pero la desechó inmediatamente, pues sabía que su memoria no tendría igual misericordia y jamás le otorgaría la paz del olvido. La decisión ya había sido tomada: cerró los ojos y disparó.
“Nadie manda en el corazón”, le dijo Frida, intentando calmar sus temores y distraer sus escrúpulos. “En el corazón, no; pero la voluntad nos obedece”, contestó Edy, apartando torpemente el rostro ante el intento de caricia que ella quiso ofrecerle. Frida se molestó por esa actitud, y dado el contexto, su enojo era justificable, pues estando ambos en la cama, desnudos y todavía estremecidos por el orgasmo previo, resultaba hipócrita que Edy le saliera con semejante ataque de moralidad.
Frida tenía treinta y siete años; Edy, veintidós. Sin embargo, los quince años de diferencia no eran el problema; tampoco representaba un obstáculo perturbador el hecho de que ella estuviese casada, pues si bien la sociedad seguramente condenaría esa relación, la opinión de los demás nunca había sido relevante en las determinaciones que Edy asumió durante su vida. Pero su padre no era cualquier persona; el viejo jamás se había comportado con él como un progenitor típico, sino más bien como un gran amigo, un cómplice, un compinche. Por eso, Edy siempre había respetado y considerado los consejos y observaciones del Pato.
El doctor Patricio Heredia atendió el parto de su esposa y, de ese modo, fue el primero en sostener a Edy. El recién nacido lloraba entre las manotas del doctor Heredia, y éste, llorando también, le susurraba una promesa: “Hijo, llorá todo lo que puedas, porque te prometo que nunca más, mientras yo viva, volverás a hacerlo”. La niñez del doctor fue dolorosa; su padre lo golpeaba a diario, ya que siempre lo culpó por la muerte de la madre, quien había fallecido al dar a luz. Cuando se independizó y llegó a tener éxito en su profesión, tuvo la suerte de encontrar una mujer que, además de hermosa, supo hacerle olvidar las miserias del pasado. El doctor quería que su hijo jamás tuviera que depender del olvido, por eso se esmeró en darle una vida cuidadosamente llena de detalles felices, incluso tragándose su propio sufrimiento cuando, a los pocos meses de nacer Edy, su mujer fue asesinada por un asaltante desquisiado.
En ella pensó momentos antes de lanzarse del puente: “Ya es hora de que volvamos a estar juntos”. El funeral fue bastante concurrido, no sólo porque el doctor había forjado amistades sinceras y gratitudes eternas, sino también porque todos conocían la maravillosa relación que había tenido con su hijo, y estaban seguros de que Edy necesitaba todo el apoyo posible en ese infausto momento; él no había perdido a su padre, al doctor Patricio Heredia, sino a su hermano, a su entrañable Pato.
Dos años antes, causó sorpresa entre el círculo de allegados que el doctor anunciase un nuevo matrimonio; pero a nadie sorprendió que el padrino fuese Edy. Obviamente, todos habrían condenado que la flamante señora Heredia decidiera divorciarse, mas no cambiar de apellido. Qué importaban los demás. “En las malas, nadie te dará una mano; o sea que cagate en lo que la gente opine de tu vida”, le había dicho muchas veces el doctor. Pero no era la condena social lo que le preocupaba a Edy, sino la condena paterna. Era la primera vez que pensaba en el Pato como un padre; claro que Frida era ajena e insensible a tales conflictos internos. Ella se había casado con el doctor por interés, porque deseaba colgar para siempre el uniforme de enfermera y hacerse cargo de los deberes –y beneficios– sociales de la mansión Heredia.
Diez meses de encamadas clandestinas, de orgasmos sufrientes, esa tarde llegaron a su límite; Edy decidió acabar con la infamia e irse del país. Frida no lo aceptó, no lo entendió. Ruegos, amenazas, juramentos; intentó todo, pero Edy se levantó de la cama sin ceder un milímetro de su posición. Se vistió apresuradamente y salió del cuarto. La oscuridad del pasillo estaba contaminada por la tenue luz que escapaba a través de las rendijas del dormitorio principal; se frotó los ojos para asegurarse que veían la claridad de su culpa y, una vez asumida la certeza de su visión, lentamente se acercó hacia el cuarto de su padre.
Abrió la puerta y lo vio sentado en su vieja mecedora. No necesitaba hacer preguntas estúpidas: “¿A qué hora llegaste?” “¿Escuchaste algo?” “¿Nos viste?”. La expresión del Pato era una respuesta anticipada. Se postró a sus pies e imploró perdón, llorando por segunda vez en su vida. “Hijo, no te preocupes, nadie manda en el corazón; si la amas, tienes mi bendición para ser feliz con ella”, le dijo a tiempo de limpiarle las lágrimas con sus manotas. Hablaron más tiempo y el doctor siempre repitió su bendición. Cuando el silencio y la oscuridad se apoderaron de la casa, el doctor salió de ella y se zambulló en el bullicio y claridad del espacio que divide el puente de la avenida.
Al retornar del funeral, Edy se encerró en el cuarto de su viejo. Husmeó en el ropero y sacó el revólver. La voz del Pato retumbó en su memoria: “Nadie manda en el corazón”; pero ni esa bendición le servía para perdonarse a sí mismo. “Tampoco en la memoria”, pensó.
“Nadie manda en el corazón”, le dijo Frida, intentando calmar sus temores y distraer sus escrúpulos. “En el corazón, no; pero la voluntad nos obedece”, contestó Edy, apartando torpemente el rostro ante el intento de caricia que ella quiso ofrecerle. Frida se molestó por esa actitud, y dado el contexto, su enojo era justificable, pues estando ambos en la cama, desnudos y todavía estremecidos por el orgasmo previo, resultaba hipócrita que Edy le saliera con semejante ataque de moralidad.
Frida tenía treinta y siete años; Edy, veintidós. Sin embargo, los quince años de diferencia no eran el problema; tampoco representaba un obstáculo perturbador el hecho de que ella estuviese casada, pues si bien la sociedad seguramente condenaría esa relación, la opinión de los demás nunca había sido relevante en las determinaciones que Edy asumió durante su vida. Pero su padre no era cualquier persona; el viejo jamás se había comportado con él como un progenitor típico, sino más bien como un gran amigo, un cómplice, un compinche. Por eso, Edy siempre había respetado y considerado los consejos y observaciones del Pato.
El doctor Patricio Heredia atendió el parto de su esposa y, de ese modo, fue el primero en sostener a Edy. El recién nacido lloraba entre las manotas del doctor Heredia, y éste, llorando también, le susurraba una promesa: “Hijo, llorá todo lo que puedas, porque te prometo que nunca más, mientras yo viva, volverás a hacerlo”. La niñez del doctor fue dolorosa; su padre lo golpeaba a diario, ya que siempre lo culpó por la muerte de la madre, quien había fallecido al dar a luz. Cuando se independizó y llegó a tener éxito en su profesión, tuvo la suerte de encontrar una mujer que, además de hermosa, supo hacerle olvidar las miserias del pasado. El doctor quería que su hijo jamás tuviera que depender del olvido, por eso se esmeró en darle una vida cuidadosamente llena de detalles felices, incluso tragándose su propio sufrimiento cuando, a los pocos meses de nacer Edy, su mujer fue asesinada por un asaltante desquisiado.
En ella pensó momentos antes de lanzarse del puente: “Ya es hora de que volvamos a estar juntos”. El funeral fue bastante concurrido, no sólo porque el doctor había forjado amistades sinceras y gratitudes eternas, sino también porque todos conocían la maravillosa relación que había tenido con su hijo, y estaban seguros de que Edy necesitaba todo el apoyo posible en ese infausto momento; él no había perdido a su padre, al doctor Patricio Heredia, sino a su hermano, a su entrañable Pato.
Dos años antes, causó sorpresa entre el círculo de allegados que el doctor anunciase un nuevo matrimonio; pero a nadie sorprendió que el padrino fuese Edy. Obviamente, todos habrían condenado que la flamante señora Heredia decidiera divorciarse, mas no cambiar de apellido. Qué importaban los demás. “En las malas, nadie te dará una mano; o sea que cagate en lo que la gente opine de tu vida”, le había dicho muchas veces el doctor. Pero no era la condena social lo que le preocupaba a Edy, sino la condena paterna. Era la primera vez que pensaba en el Pato como un padre; claro que Frida era ajena e insensible a tales conflictos internos. Ella se había casado con el doctor por interés, porque deseaba colgar para siempre el uniforme de enfermera y hacerse cargo de los deberes –y beneficios– sociales de la mansión Heredia.
Diez meses de encamadas clandestinas, de orgasmos sufrientes, esa tarde llegaron a su límite; Edy decidió acabar con la infamia e irse del país. Frida no lo aceptó, no lo entendió. Ruegos, amenazas, juramentos; intentó todo, pero Edy se levantó de la cama sin ceder un milímetro de su posición. Se vistió apresuradamente y salió del cuarto. La oscuridad del pasillo estaba contaminada por la tenue luz que escapaba a través de las rendijas del dormitorio principal; se frotó los ojos para asegurarse que veían la claridad de su culpa y, una vez asumida la certeza de su visión, lentamente se acercó hacia el cuarto de su padre.
Abrió la puerta y lo vio sentado en su vieja mecedora. No necesitaba hacer preguntas estúpidas: “¿A qué hora llegaste?” “¿Escuchaste algo?” “¿Nos viste?”. La expresión del Pato era una respuesta anticipada. Se postró a sus pies e imploró perdón, llorando por segunda vez en su vida. “Hijo, no te preocupes, nadie manda en el corazón; si la amas, tienes mi bendición para ser feliz con ella”, le dijo a tiempo de limpiarle las lágrimas con sus manotas. Hablaron más tiempo y el doctor siempre repitió su bendición. Cuando el silencio y la oscuridad se apoderaron de la casa, el doctor salió de ella y se zambulló en el bullicio y claridad del espacio que divide el puente de la avenida.
Al retornar del funeral, Edy se encerró en el cuarto de su viejo. Husmeó en el ropero y sacó el revólver. La voz del Pato retumbó en su memoria: “Nadie manda en el corazón”; pero ni esa bendición le servía para perdonarse a sí mismo. “Tampoco en la memoria”, pensó.
Très beau et touchant!! La tipica historia del niño que lo tiene todo y que desea hasta lo que no puede tener. Su pobre padre dispuesto a desprenderse de todo lo que le pertenece nada mas que por ver feliz a su hijo! Desgraciadamente es el error que cometen los padres queriendo dar la felicidad que no tuvieron de niños a sus propios hijos que generalmente terminan mal, porque mimando tanto a los niños y dandoles lo que quieren no hacen mas que arruinarles la vida.
ResponderBorrarPorque es verdad diciendo "nadie manda en el corazon", uno vive tranquilamente y simplemente "amando" y viviendo el presente, pero cuando la razon o el recuerdo de un error vuelve es algo insoportable de vivir.
Salutations de Genève
Trágico cumpita. Muchas pulsiones meido amargas por ahí dentro /de ti creo/. La paternidad (cuestión de fe, dicen) puede ser la realización más grande o la derrota más artera.
ResponderBorrarA fin de mes estoy por allí... Quiero verlos a todos.
Un abrazo.
En todo caso nadie manda en la conciencia tampoco, ese peso es el que no le hubiera dejado vivir al pobre Eddy.
ResponderBorrarLa memoria... a veces una la maneja un cacho a su antojo y se acuerda de lo que le conviene acordarse olvidando a veces lo que realmente pasó.
Un abrazo querido W, que pases un buen fin de Semana Santa.
Según yo estoy escribiendo justo aquí de nuevo.. algo raro está pasando aquí.. uhmm.. bueno..
ResponderBorrarTu relato me gustó pero me complicó, no sabía bien en que momento estaba.. a ratos juegas de modo confuso con los tiempo y eso enreda. Además, en comparación con los anteriores, su corta extensión me dejó con sabor a poco..
Realmente me intriga tu modo de redacción, cómo vos mismo no te enredas al hacer los relatos.. Un beso!!
"Nadie manda en el corazón.. pero la voluntad nos obedece" EXACTO!!!!. Este cuento muy tuyo; tu estilo fascinante de mezclar los tiempos, yo creo q está mucho más claro q otros q escribiste, x lo menos 'pa mi q tengo la mente un poco lenta y q aveces tengo q leer tu cuento más de 1 vez... éste agarre a la primera OH yeah!! jajaja. oh mi ortografía es pésima pero... ahi donde dice. "a los pocos meses de nacer Edy..." meses está con "c" jajajajajaa.
ResponderBorrarUn besote 'pa mi tigre favorito!.
Will... sabes?, ahora entiendo que tu narrativa es más gráfica que literaria, porque se hace más comprensible si se lo toma como un guión de película donde las imágenes de cambios de tiempos son más claras, las transiciones entre tiempos es talvez un detalle que lo necesites trabajar un poco más aunque el efecto que logras ahora es mantener al lector atento a los cambios que puedan surgir.
ResponderBorrarGenial el cuento!!! =)
Liz: Así nomás es; muchas veces los padres creen hacer lo mejor, pero en realidad están arruinando las vidas de sus hijos. Lamentablemente, no hay ningún manual que enseñe a ser padre. Un abrazo.
ResponderBorrarMarco: Efectivamente, cumpita, no estoy pasando por un buen momento, pero no queda más que echarle ganas. A fin de mes nos vemos, entonces. Voy a empezar a preparar mi hígado para tan magno evento. Un abrazo.
Vania: La conciencia es cosa jodida; pero como se aprecia en la realidad, hay ciertas personas que no la tienen. Una abrazo.
Albanella: Sí me enredo; de hecho, tengo un plastoformo gigante en una de mis paredes, donde voy clavando papelitos con anotaciones para armar la estructura de mis textos, pues de lo contrario me enredaría y no podría desarrollarlos, al menos no sin emplear muchísimo tiempo. Un abrazo.
Lelsie: Muchas gracias por la corrección. Ese tipo de errores son frecuentes, por eso es necesaria la ayuda de varios ojos. Un abrazo, Tigresa.
Ceci: Gracias por la sugerencia, pondré más atención en ese aspecto. Cuando escribo, trato de imaginarme las escenas, por eso tal vez se da ese efecto. Un abrazote.
Anónimo: Gracias y bienvenido. Un abrazo.
LA verdad viejo el amor de padre te hace hacer grandes cagadas y también grandas odiseas. Un abrazo
ResponderBorrarMe gustó..
PD: por cierto la destinataria recibió el puñal ayer o lo recibi yo?
Paul: Tú sabes lo que dices, viejito, yo lo imagino nomás. Y la puñalada, tú nomás sabes si te llegó a ti o a la destinataria. En todo caso, ella nomás se jode. Un abrazo.
ResponderBorrarCon un Padre así, la conciencia le obliga a uno a hacer lo que él hizo..!! y bueno... amor se paga con amor, supongo... por lo menos así vivo..
ResponderBorrartambién odio se paga con amor...!!
Pero la maldita culpable es la maldita mujer interesada...!! maldita!!!! y bueno ni modo, así se pasa a la siguiente vida, para volver a empezar...
supongo...
PAX:!!!