Una pequeña loma debía ser sorteada por el cortejo fúnebre para llegar al cementerio de la población. En sus puertas de hierro, Benito esperaba con su uniforme limpio, exhibiendo en el pecho un par de medallas adornadas con la tricolor nacional. Antes de poder ver algo, escuchó la lenta cadencia de un bolero de caballería. Poco a poco, el sonido se hizo más nítido y, antes sus ojos, aparecieron pequeñas cabezas coronando la polvorienta loma. Como si brotaran de la tierra, las cabezas se fueron prolongando en cuerpos, todos negros, marchando al compás de la banda. Benito se cuadró ni bien vio surgir en la loma el rojo, amarillo y verde de la enseña patria. Un pequeño muchacho, luciendo un guardapolvo amarillento, envuelto con una tricolor de abanderado, portaba el mástil en el que flameaba el colorido rectángulo que contrastaba notoriamente con el horizonte gris, mientras volaba sobre los negros dolientes.
El cortejo traspasó la loma con pasos desiguales, contrapunto de pisadas compitiendo con el desgastado cuero torturado por el grueso brazo del que marcaba el ritmo en la banda. La columna humana se hizo más visible para Benito. No eran más de setenta personas. Lentamente avanzaron hacia él, o mejor dicho, hacia el cementerio, hasta que alcanzaron sus pesadas puertas. Un par de jóvenes tuvieron que emplear mucha energía para abrirlas y así permitir el paso de la procesión. Traspusieron las puertas, pasando al lado de Benito, apretando la columna para poder penetrar al campo santo. Benito pudo escuchar los suaves sollozos, casi fingidos, gemidos melancólicos más cercanos a la memoria que al dolor, que emitían las mujeres detrás de los velos oscuros. Sobre cuatro hombros, pasó el ataúd, meciéndose al compás del bolero de caballería, como flotando en un pentagrama fúnebre, negra corchea que marcaba el final de una melodía de ochenta años.
Al final del cortejo, estaba todo un batallón, perfecta escuadra que marcaba el izquier-dos-tres-cuatro siguiendo el lento andar del comandante. Éste se detuvo y retumbó en la altiplanicie el zapateo del batallón en posición de firmes. Benito se llevó la mano derecha a la sien, gesto que fue retribuido de manera igual por el comandante, e inmediatamente se pusieron lado a lado para ingresar al cementerio. El batallón permaneció afuera.
La banda no cesaba el lloriqueo de bronces, mientras cuatro hombres, ayudados por un par de cuerdas, hacían descender el féretro en la tierra horadada. Los sollozos de las mujeres se convirtieron en agónicos gritos cuando la tierra comenzó a ocupar el sitio del cual había sido sacada. Una corneta acompañó el sepelio con la melodía típica del adiós final. El Jilakata pronunció un largo discurso, alabando las virtudes del difunto, pero también recordando sus deslices, terminando con la promesa, en nombre de la comunidad, de cooperar a la viuda con la próxima cosecha.
Benito se acercó a su esposa, puso sus callosas manos sobre los hombros de la anciana, y así se quedó, sintiendo las ligeras convulsiones de ese cuerpo frágil, ataviado de negro, que había recibido su semilla nueve veces, de las cuales sólo seis llegaron a germinar. El comandante le dio un par de toquecitos en la espalda, señal de la partida, y Benito hizo un movimiento que pareció delatar el intento de un beso, pero su pudor militar, además de la falta de costumbre, detuvieron ese gesto de cariño ni siquiera pensado en vida.
Siguió a su comandante y, antes de transponer el umbral, volvió a mirar a su esposa, le hizo el saludo militar y partió al encuentro del batallón que esperaba con paciencia milenaria en los márgenes del camposanto.
-Cabo Chambi, es hora de que se incorpore al batallón séptimo de infantería –dijo el comandante, con autoridad marcial.
-Su orden, mi comandante –respondió Benito, con igual firmeza.
-El cabo Colque y usted me ayudarán a conducir este batallón.
-Perdón, mi comandante, ¿adónde vamos a ir?
-Eso es algo que no se sabe ni en vida, pero por el momento, partiremos rumbo al Chaco.
El cortejo traspasó la loma con pasos desiguales, contrapunto de pisadas compitiendo con el desgastado cuero torturado por el grueso brazo del que marcaba el ritmo en la banda. La columna humana se hizo más visible para Benito. No eran más de setenta personas. Lentamente avanzaron hacia él, o mejor dicho, hacia el cementerio, hasta que alcanzaron sus pesadas puertas. Un par de jóvenes tuvieron que emplear mucha energía para abrirlas y así permitir el paso de la procesión. Traspusieron las puertas, pasando al lado de Benito, apretando la columna para poder penetrar al campo santo. Benito pudo escuchar los suaves sollozos, casi fingidos, gemidos melancólicos más cercanos a la memoria que al dolor, que emitían las mujeres detrás de los velos oscuros. Sobre cuatro hombros, pasó el ataúd, meciéndose al compás del bolero de caballería, como flotando en un pentagrama fúnebre, negra corchea que marcaba el final de una melodía de ochenta años.
Al final del cortejo, estaba todo un batallón, perfecta escuadra que marcaba el izquier-dos-tres-cuatro siguiendo el lento andar del comandante. Éste se detuvo y retumbó en la altiplanicie el zapateo del batallón en posición de firmes. Benito se llevó la mano derecha a la sien, gesto que fue retribuido de manera igual por el comandante, e inmediatamente se pusieron lado a lado para ingresar al cementerio. El batallón permaneció afuera.
La banda no cesaba el lloriqueo de bronces, mientras cuatro hombres, ayudados por un par de cuerdas, hacían descender el féretro en la tierra horadada. Los sollozos de las mujeres se convirtieron en agónicos gritos cuando la tierra comenzó a ocupar el sitio del cual había sido sacada. Una corneta acompañó el sepelio con la melodía típica del adiós final. El Jilakata pronunció un largo discurso, alabando las virtudes del difunto, pero también recordando sus deslices, terminando con la promesa, en nombre de la comunidad, de cooperar a la viuda con la próxima cosecha.
Benito se acercó a su esposa, puso sus callosas manos sobre los hombros de la anciana, y así se quedó, sintiendo las ligeras convulsiones de ese cuerpo frágil, ataviado de negro, que había recibido su semilla nueve veces, de las cuales sólo seis llegaron a germinar. El comandante le dio un par de toquecitos en la espalda, señal de la partida, y Benito hizo un movimiento que pareció delatar el intento de un beso, pero su pudor militar, además de la falta de costumbre, detuvieron ese gesto de cariño ni siquiera pensado en vida.
Siguió a su comandante y, antes de transponer el umbral, volvió a mirar a su esposa, le hizo el saludo militar y partió al encuentro del batallón que esperaba con paciencia milenaria en los márgenes del camposanto.
-Cabo Chambi, es hora de que se incorpore al batallón séptimo de infantería –dijo el comandante, con autoridad marcial.
-Su orden, mi comandante –respondió Benito, con igual firmeza.
-El cabo Colque y usted me ayudarán a conducir este batallón.
-Perdón, mi comandante, ¿adónde vamos a ir?
-Eso es algo que no se sabe ni en vida, pero por el momento, partiremos rumbo al Chaco.
Hola Estido,
ResponderBorrarQue bonito... Tu cuento me recordo mi abuelito Eulogio CALLEJAS, que fue un ex-combatiente de la guerra del Chaco. Me acuerdo que raramente nos contaba sus anecdotas y astucias...sera porque esa guerra fue una dolorosa experiencia,la verdad no lo se... pero es un orgullo saber que mi abuelo defendio nuestra patria.
Saludos a la distancia.
Liz
Siento que la continuación de la historia empezada por tu cuento ya fue contada.. como Star Wars XD ... pero, como que Benito quedo volando. Me refiero a que ese cuento da muy bien para otros similares, quizá las largos... sólo sugiero :)
ResponderBorrarDe todos modos, como siempre, tus descripciones hacen que una película se proyecte en mi cabecita.
Besos!
Me parece muy buena la ambientación el escenario del cementerio, los sonidos y las imágenes, donde me queda un poco de descontento es en el final, quizás la imagen de benito yéndose podría ser fortalecida con alguna descripción.
ResponderBorrarUn abrazo hermanito.
Sin embargo a mi el final me pareció una invitación para esperar una continuación. Me salió en rima y td!!jajajja
ResponderBorrarpero concuerdo con Marco la descripción excelente se puede visualizar la escena a perfección.
Abrazotes con garra!!
wow, como en el primer comentario... me recordo a mi abuelo, q fue benemerito de la patria, cuando el murio, mi abuela se encargo de repetir todas sus historias y anecdotas hasta q las aprendieramos bien para contarselas seguramente a los q vendran.
ResponderBorrargüilli anoche no te vi en el Etno
Saludos, urbandino. Necesito tu opinión: como urbandino, y como hombre. A ver si aterrizás en la Luna. www.cristibel.blogspot.com
ResponderBorrar(Al rato y podás escribir al respecto).
ResponderBorrarQuerido Estido:
ResponderBorrarMuy lindo escrito, si para algunos les causo nostalgia, para mi es un ingrato recuerdo, y no tanto por ser chaqueño, sino por lo que toda guerra trae, y en esta perdimos todos, y sobre todo, nuestros hermanos Weenahyek, Matacos, Chulupies, Chorotes, Tobas, y Guaranies que fueron maltratados y explotados en esta guerra. Ni que decir de los soldados, que vinieron de todas partes a tratar de sobrivir de las balas y la sed.
Es algo que quedo en la historia, pero que nos sirve, para no volver a hacerlo.
Un abrazo mi hno.
Liz: Mi abuelo también combatió en el Chaco. Lamentablemente, los ex combatientes no reciben el respeto y honores que deberían. Cosas de Bolivia. Un abrazo.
ResponderBorrarAlba: Muchas gracias por la observación. Al editar la historia eliminé algunas partes que, ahora que lo pienso, auqnue hacían que la trama sea muy obvia, lograban redondear el cuento. Veré como lo arreglo. Un abrazo.
Cumpita: Sí, debo trabajar el final para acentuar un hecho fundamental: Benito está muerto y ha asistido a su funeral. Parece que la idea no se entiende bien o, por lo menos, es muy ambigua. Un abrazo, cumpa querido.
Lelsie: Como le dije al cumpita, creo que al final le falta especificar que Benito está muerto y ha asistido a su propio entierro, de esa forma, el final queda como final y no hay necesidad de continuación, creo. Otro abrazo con garra.
Daniela: Pucha, yo no tuve la suerte de que mi abuelo me contara historias, pues murió cuando yo tenía tres años. Ah, y no pude ir al Etno porque estaba en una reunión que se prolongó hasta muy tarde, pero el próximo lunes segurísimo estaré presente. Un abrazo.
Cristi: Bueno, ya pasé por tu luna y expresé mi opinión, espero que haya servido de algo. Un abrazo.
Verty: Tienes toda la razón, muchas etnias sufrieron abusos de ambos ejercitos durantes ese conflicto bélico; lo jodido es que no hay muchos investigadores que hayan abordado esa temática. Un abrazo.
ahhhhh jajajajajaja ahora si... lo q pasa es q la parte de esposa/anciana no había tomado encuenta, el despedirse de su mujer en el campo santo.... mientras la pobre lloraba jajajjaja claro no era x q el mentado Benito iba a la guerra sino al más allá! Me hace recuerdo a "un cuento" q escribí donde el don asistió a su funeral.... bue... fué otra perspectiva un poco más de humor negro creo jajajaja
ResponderBorrarleslie-tigresa.blogspot.com/2007/02/comienza-acabar.html
Bueno ahora si!!
otro abrazo de tigre 'pa ti
Si hermano al igual a mi no me dió la impresión de que Benito haya muerto. La verdad es que el entierro me parecio de alguién, no sé de quién pero de alguien muy importante para benito y para su esposa. O tal vez deba volver a leer el cuento. Entre en razó nde que alguien había muerto sin entender bien quién. Por lo demás en serio buen relato.
ResponderBorrarEntrando a lo informal que ha pasado ches, tenía mi deuda lista para pagar el lunes pasado en lo del COLECTIVO: MUJERES Y QUÉ, pero no te apareciste mi hermano. Lo siento, pues tu deuda desaparecio así como el día tomado por la noche.