Cada cierto tiempo, afanado por conocer algo de la Historia Universal, reviso enciclopedias o documentos históricos que descargo de la Red. Por motivos que, ahora, no vienen a cuento, hace algunos años me interesé por una batalla que, hoy por hoy, es considerada histórica y legendaria: la Batalla de Courtrai. Recientemente, sin embargo, en La Historia del Mundo (Pijoan, 1968. Salvat Editores, Barcelona), descubrí un relato que, sin contradecir el resultado final de la escaramuza, señalaba que Robert d’Artois, comandante de los Caballeros Franceses, había fallecido en dicha batalla. Esto me impulsó a investigar más sobre ese episodio, pero, hasta ahora, no he podido encontrar ningún documento que certifique esta otra versión. A pesar de esto, me parece interesante que todos puedan conocer esta “historia” alternativa; por tal motivo, les transcribo el relato mencionado:
La Batalla de Courtrai
En el reino de Francia, a comienzos del Siglo XIV, el duque Robert d’Artois gozaba de mucho prestigio y poder, debido, en gran parte, a su íntima amistad con el soberano, Felipe IV, el hermoso, quien le había encomendado la tarea de capitanear el ejercito de caballeros franceses. Este duque, aparte de ser un eximio jinete y diestro con la espada, era también conocido por sus dotes de seductor. No había ninguna doncella que hubiese podido resistir su retórica de conquista, por lo que seducir a una parecía no presentarle ningún desafío. Tal vez por eso, o porque en los campos de batalla no hay doncellas, adquirió la manía, que cada vez se hizo más frecuente, de seducir mancebos, labor en la cual, si bien tuvo algunos éxitos, las más de las veces se encontró con negativas y rostros horrorizados; y no porque los jóvenes estuviesen faltos de costumbre en esas prácticas, muy comunes en la corte, sino porque el duque, al tener ante sí a un muchacho, realizaba el mismo ritual amatorio con el que, en su larga experiencia de galante desbravador, había hecho sucumbir los pudores femeninos: palabras dulces, elogios a la belleza, delicados besos y suaves caricias. Eso ofendía el orgullo varonil de cualquier joven, pues estos necesitaban algo más de rudeza a la hora del preámbulo amoroso. Así, el desafío que representaban los jóvenes a la hora de la conquista fue ocupando toda su atención, en cuanto a aventuras de alcoba se refiere, llegando incluso a enamorarse de algunos, y las veces que su pasión no era correspondida, entraba en profundos periodos depresivos, los cuales podían ser perjudiciales si se encontraba en batalla.
A oídos del Rey llegó la noticia de que tropas flamencas avanzaban hacia su reino, comandadas por el mismísimo conde de Flandes, Gui de Dampierre, con el fin de ampliar los límites de lo que dicho conde consideraba sus dominios. A fin de castigar tal insolencia, y así sentar definitivo precedente, pues ese tipo de problemas habían empezado a aumentar en los últimos años, Felipe IV decidió enviar a su poderosa caballería real, compuesta por los más valerosos caballeros franceses, para limpiar su territorio de súbditos de Flandes, ordenando, en sesión privada, a Robert d’Artois, no tener misericordia y acabar con la vida de cuanto soldado flamenco se pudiera. El duque, que desde hace años cargaba un rencor originado por rencillas de amores, quería demostrar al mundo su superioridad masculina cortando la cabeza del conde de Flandes, por lo cual aceptó, más que contento, la orden de su soberano, prometiéndole traer una nueva gloria para engrosar las páginas de la historia militar francesa.
Así, los caballeros franceses se encaminaron a los campos de Courtrai, lugar en el cual tenían que establecer campamento e informarse sobre los movimientos del enemigo. Una vez ahí, la tropa armó sus tiendas y procedieron a matar el tiempo mientras llegaban las órdenes de combate. Algunos jugaban a los naipes; otros apostaban a sus respectivas habilidades con el arco; los menos se distraían con la lectura; muchos, impacientes sanguinarios, no se cansaban de afilar sus espadas y pulir sus corazas; y, finalmente, varios, ardientes insaciables, se dedicaban a cortejar a los jóvenes portabanderas y tamborileros. Muchos caballeros, expertos en el arte de la conquista, pasaban las noches haciendo resonar en el campamento sus gemidos de placer y los gritos de dolor de los muchachos, cosa que provocaba envidia y cólera al duque, quien no había podido conquistar a ninguno.
Pasados algunos días, el duque, sabiendo por medio de informantes que las tropas flamencas estaban cerca y, así, que también se acercaba el día de la batalla, decidió descargar su nerviosismo y tensión, por las buenas o por las malas, para estar relajado el día de gloria. Con esa intención, ordenó que a su tienda viniera un joven que fungía como portabandera, quien no pasaba de los dieciocho años y respondía al nombre de Frederic Calais. Una vez juntos y solos, el duque, que no tenía tiempo ni ganas para ejercitar el arte de la seducción y, posiblemente, verse en situación de rechazo, estremeció las mandíbulas del muchacho con un golpe de puño impulsado por toda la fortaleza que su enorme humanidad le permitió. Desmayado el mancebo, fue desnudado con torpeza y desculado con violencia, no una, sino varias veces, en lo que tomó al duque adquirir templanza para el combate. Pasadas unas tres horas, el joven se vistió rápidamente y salió, casi corriendo, del lugar de su deshonra. Poco faltó para que se ahorcara, mas no lo hizo, por preferir la venganza antes que la honorable autoinmolación.
Al día siguiente, el duque, que ya se sentía con nervios firmes para entrar en combate, ordenó que se mandase al portabandera hasta las líneas enemigas para que observara todo cuanto sus ojos y sagacidad le permitiesen, y así los caballeros franceses estuvieran mejor informados y preparados para arremeter contra el enemigo. En realidad, la intención d’Artois no era esa, porque en ningún momento dudaba de la victoria de la hueste real ante un ejercito de soldados villanos, sino que tenía la seguridad de que el joven sería descubierto y ejecutado por los exploradores de vanguardia flamencos. Y deseaba su muerte porque consideraba que el joven era un malagradecido, ya que lejos de agradecer y sentirse honrado de ser el depositario de su pasión, se sintió ofendido y sin decir palabra escapó de la tienda, dejando al duque sin la posibilidad de despertar y dar una última estocada. Así, el muchacho tuvo que salir del campamento aguantando estoicamente el dolor que le provocaba sostenerse en la montura.
Grande fue la sorpresa de Robert d’Artois, cuando a los dos días el muchacho apareció, sin mayor daño que la marca que él mismo dejara en su lampiño rostro, pero con información que podía ser decisiva en la batalla. El muchacho contó que después de cabalgar con trote suelto durante seis horas, divisó el campamento enemigo y se quedó casi dos días, muy bien oculto entre unas rocas y arbustos, dejando a su caballo detrás de una peña, observando como los flamencos se disponían para la batalla.
–Como nuestro ilustre capitán, el valeroso duque Robert d’Artois, pensaba –relató el muchacho–, ese grupo de flamencos plebeyos, sin ninguna preparación en el arte de la guerra, no ofrecerán ninguna resistencia ante nuestro ataque. Más que tropa parecen un conjunto de animales, sucios y sin disciplina, que se pasan todo el día bebiendo, además de no poseer más que unos cinco caballos famélicos, que son usados por los que osan llamarse oficiales. De hecho, no podrán repeler un ataque de nuestra caballería, y la victoria será alcanzada sin un mínimo de esfuerzo, aunque puedo casi asegurar que ese grupo de indigentes, huirá sin ofrecer batalla, pues en sus rostros se nota la cobardía.
El duque quedó satisfecho por lo que el muchacho dijo, tanto así, que el enojo que tenía contra él se desvaneció, y no sólo eso, sino que también pensó que el joven merecía una segunda oportunidad en su lecho. Con esa idea en mente, decidió atacar de una vez, para así poder disfrutar de la piel del joven esa misma noche. Dio la orden de formación e inmediatamente se dirigieron hacia el campamento enemigo.
Cuando divisaron el campamento flamenco, constataron que lo que había dicho Calais era absolutamente cierto, por lo que se alegraron bastante, pues aunque jamás dudaron de su victoria, ya que los caballeros franceses podían contra cualquier enemigo, también es cierto que estaban lejos de imaginar que su gloria sería alcanzada de manera tan simple. Ajustaron sus corazas, pusiéronse los yelmos, y con la espada desenvainada, al grito de “por el rey y por Francia”, dado por d’Artois, se lanzaron en furiosos galope contra los desprevenidos enemigos, quienes al verlos, lejos de huir, como el duque, alentado por las palabras de Calais, pensó que pasaría, desenvainaron espadas y formando una especie de muralla humana, esperaron a los jinetes franceses.
La poderosa caballería francesa ya se encontraba a poca distancia de bautizar con sangre ajena el nombre de una nueva victoria, y a no dudar que lo habría hecho, de no ser por un foso, lo suficientemente profundo como para que un caballo se perdiese y de poco menos de media legua de largo, que habían cavado los flamencos un par de días antes, en el cual la vanguardia francesa cayó sorpresivamente, quedando solamente las cabezas de los caballeros por encima del nivel del suelo. Obviamente que no quedaron ahí por mucho tiempo, pues los flamencos que habían estado esperando al enemigo con las espadas en las manos, comenzaron a decapitar a los desafortunados jinetes, quedando muertos más de trescientos en menos de dos minutos. Sólo uno quedó con vida: Robert d’Artois, quien clamaba por ayuda desesperadamente, la misma que nunca llegaría, pues la retaguardia francesa emprendió veloz fuga al observar tal descalabro. En esa situación, su última visión fue la figura del joven Calais, empuñando con ambas manos una espada flamenca, completamente erguido, en pose que facilitaba el impulso que le sirvió para cercenar de un solo tajo la cabeza del tronco del sorprendido duque.
En medio del despojo que efectuaban los flamencos en los cadáveres, extrayendo dientes de oro, armas, joyas y todo aquello que fuese de valor, Gui de Dampierre se acercó al mancebo francés y con mucha ternura, que era habitual en él, lo subió a la grupa de su caballo. Así, dejando atrás el horror de la carnicería, partieron rumbo a Flandes, donde a Calais le esperaba la honra de ser el primero que compartiría por segunda vez el lecho del conde.
A oídos del Rey llegó la noticia de que tropas flamencas avanzaban hacia su reino, comandadas por el mismísimo conde de Flandes, Gui de Dampierre, con el fin de ampliar los límites de lo que dicho conde consideraba sus dominios. A fin de castigar tal insolencia, y así sentar definitivo precedente, pues ese tipo de problemas habían empezado a aumentar en los últimos años, Felipe IV decidió enviar a su poderosa caballería real, compuesta por los más valerosos caballeros franceses, para limpiar su territorio de súbditos de Flandes, ordenando, en sesión privada, a Robert d’Artois, no tener misericordia y acabar con la vida de cuanto soldado flamenco se pudiera. El duque, que desde hace años cargaba un rencor originado por rencillas de amores, quería demostrar al mundo su superioridad masculina cortando la cabeza del conde de Flandes, por lo cual aceptó, más que contento, la orden de su soberano, prometiéndole traer una nueva gloria para engrosar las páginas de la historia militar francesa.
Así, los caballeros franceses se encaminaron a los campos de Courtrai, lugar en el cual tenían que establecer campamento e informarse sobre los movimientos del enemigo. Una vez ahí, la tropa armó sus tiendas y procedieron a matar el tiempo mientras llegaban las órdenes de combate. Algunos jugaban a los naipes; otros apostaban a sus respectivas habilidades con el arco; los menos se distraían con la lectura; muchos, impacientes sanguinarios, no se cansaban de afilar sus espadas y pulir sus corazas; y, finalmente, varios, ardientes insaciables, se dedicaban a cortejar a los jóvenes portabanderas y tamborileros. Muchos caballeros, expertos en el arte de la conquista, pasaban las noches haciendo resonar en el campamento sus gemidos de placer y los gritos de dolor de los muchachos, cosa que provocaba envidia y cólera al duque, quien no había podido conquistar a ninguno.
Pasados algunos días, el duque, sabiendo por medio de informantes que las tropas flamencas estaban cerca y, así, que también se acercaba el día de la batalla, decidió descargar su nerviosismo y tensión, por las buenas o por las malas, para estar relajado el día de gloria. Con esa intención, ordenó que a su tienda viniera un joven que fungía como portabandera, quien no pasaba de los dieciocho años y respondía al nombre de Frederic Calais. Una vez juntos y solos, el duque, que no tenía tiempo ni ganas para ejercitar el arte de la seducción y, posiblemente, verse en situación de rechazo, estremeció las mandíbulas del muchacho con un golpe de puño impulsado por toda la fortaleza que su enorme humanidad le permitió. Desmayado el mancebo, fue desnudado con torpeza y desculado con violencia, no una, sino varias veces, en lo que tomó al duque adquirir templanza para el combate. Pasadas unas tres horas, el joven se vistió rápidamente y salió, casi corriendo, del lugar de su deshonra. Poco faltó para que se ahorcara, mas no lo hizo, por preferir la venganza antes que la honorable autoinmolación.
Al día siguiente, el duque, que ya se sentía con nervios firmes para entrar en combate, ordenó que se mandase al portabandera hasta las líneas enemigas para que observara todo cuanto sus ojos y sagacidad le permitiesen, y así los caballeros franceses estuvieran mejor informados y preparados para arremeter contra el enemigo. En realidad, la intención d’Artois no era esa, porque en ningún momento dudaba de la victoria de la hueste real ante un ejercito de soldados villanos, sino que tenía la seguridad de que el joven sería descubierto y ejecutado por los exploradores de vanguardia flamencos. Y deseaba su muerte porque consideraba que el joven era un malagradecido, ya que lejos de agradecer y sentirse honrado de ser el depositario de su pasión, se sintió ofendido y sin decir palabra escapó de la tienda, dejando al duque sin la posibilidad de despertar y dar una última estocada. Así, el muchacho tuvo que salir del campamento aguantando estoicamente el dolor que le provocaba sostenerse en la montura.
Grande fue la sorpresa de Robert d’Artois, cuando a los dos días el muchacho apareció, sin mayor daño que la marca que él mismo dejara en su lampiño rostro, pero con información que podía ser decisiva en la batalla. El muchacho contó que después de cabalgar con trote suelto durante seis horas, divisó el campamento enemigo y se quedó casi dos días, muy bien oculto entre unas rocas y arbustos, dejando a su caballo detrás de una peña, observando como los flamencos se disponían para la batalla.
–Como nuestro ilustre capitán, el valeroso duque Robert d’Artois, pensaba –relató el muchacho–, ese grupo de flamencos plebeyos, sin ninguna preparación en el arte de la guerra, no ofrecerán ninguna resistencia ante nuestro ataque. Más que tropa parecen un conjunto de animales, sucios y sin disciplina, que se pasan todo el día bebiendo, además de no poseer más que unos cinco caballos famélicos, que son usados por los que osan llamarse oficiales. De hecho, no podrán repeler un ataque de nuestra caballería, y la victoria será alcanzada sin un mínimo de esfuerzo, aunque puedo casi asegurar que ese grupo de indigentes, huirá sin ofrecer batalla, pues en sus rostros se nota la cobardía.
El duque quedó satisfecho por lo que el muchacho dijo, tanto así, que el enojo que tenía contra él se desvaneció, y no sólo eso, sino que también pensó que el joven merecía una segunda oportunidad en su lecho. Con esa idea en mente, decidió atacar de una vez, para así poder disfrutar de la piel del joven esa misma noche. Dio la orden de formación e inmediatamente se dirigieron hacia el campamento enemigo.
Cuando divisaron el campamento flamenco, constataron que lo que había dicho Calais era absolutamente cierto, por lo que se alegraron bastante, pues aunque jamás dudaron de su victoria, ya que los caballeros franceses podían contra cualquier enemigo, también es cierto que estaban lejos de imaginar que su gloria sería alcanzada de manera tan simple. Ajustaron sus corazas, pusiéronse los yelmos, y con la espada desenvainada, al grito de “por el rey y por Francia”, dado por d’Artois, se lanzaron en furiosos galope contra los desprevenidos enemigos, quienes al verlos, lejos de huir, como el duque, alentado por las palabras de Calais, pensó que pasaría, desenvainaron espadas y formando una especie de muralla humana, esperaron a los jinetes franceses.
La poderosa caballería francesa ya se encontraba a poca distancia de bautizar con sangre ajena el nombre de una nueva victoria, y a no dudar que lo habría hecho, de no ser por un foso, lo suficientemente profundo como para que un caballo se perdiese y de poco menos de media legua de largo, que habían cavado los flamencos un par de días antes, en el cual la vanguardia francesa cayó sorpresivamente, quedando solamente las cabezas de los caballeros por encima del nivel del suelo. Obviamente que no quedaron ahí por mucho tiempo, pues los flamencos que habían estado esperando al enemigo con las espadas en las manos, comenzaron a decapitar a los desafortunados jinetes, quedando muertos más de trescientos en menos de dos minutos. Sólo uno quedó con vida: Robert d’Artois, quien clamaba por ayuda desesperadamente, la misma que nunca llegaría, pues la retaguardia francesa emprendió veloz fuga al observar tal descalabro. En esa situación, su última visión fue la figura del joven Calais, empuñando con ambas manos una espada flamenca, completamente erguido, en pose que facilitaba el impulso que le sirvió para cercenar de un solo tajo la cabeza del tronco del sorprendido duque.
En medio del despojo que efectuaban los flamencos en los cadáveres, extrayendo dientes de oro, armas, joyas y todo aquello que fuese de valor, Gui de Dampierre se acercó al mancebo francés y con mucha ternura, que era habitual en él, lo subió a la grupa de su caballo. Así, dejando atrás el horror de la carnicería, partieron rumbo a Flandes, donde a Calais le esperaba la honra de ser el primero que compartiría por segunda vez el lecho del conde.
Predecible el final... pero no llegaría a ser muy falso, es más muchas de las batallas que se han librado han sido el resultado de historias amorosas no especificamente heterosexuales... jejeje =)
ResponderBorrarSaludos...
Me encantó, sencillamente.
ResponderBorrarUn abrazo.
La historia siempre tiene más de una versión, a cual más interesante. Buen post como siempre, aunque esta vez no sea de tu cosecha literaria.
ResponderBorrarNota aparte: La fecha, claro! Fue en 1996, me parece que en febrero o marzo.
ResponderBorrarAhoritica te comento.
Cristi: casi estoy segura que fue en Abril, despues de que murió la Aurorita.
ResponderBorrarGracias por ilustrar a la masa bloguera!!!
ResponderBorrarJaja, un abrazo.
Sakura: Y cuántas batallas se habrán evitado por lo mismo. A veces, el catre es mejor que la diplomacia.
ResponderBorrarAnónimo: ¿? Me imagino que estos son los inconvenientes del Beta; la publicidad no deseada.
Lingam: Gracias. Ya se te extrañaba.
Vania: Gracias, pero debo aclararte que el texto sí es mío. En fin, caíste.
Cristi: Bueno, de no haber más información, buscaré la prensa de febrero a abril de 1996. Luego te cuento cómo me fue.
Marco: De nada, viejo; siempre estoy dispuesto a desasnar a quién así lo desee... ¡yaaaaa!
Ay carajo, creo que el Warikasaya me está diciendo "looser"... ¡yaaaaaaa! Gracias, viejo.
ResponderBorrarMenuda basura, dejando a un lado su posible valor como relato de la batalla (qué es cero)como escrito ¿humóristico? deja aun más que desear, claro está que mientras haya quien se divierta (y se toque) con semejantes chabacanerias seguiremos teniendo que aguantar la peste que emanan estos residuos que tanto abundan en cine televisión y prensa.
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